HACIA EL OLVIDO.
a Walter Benjamin.
Él sabía que todo instante era irrepetible y al mismo tiempo trascendental y definitivo, lo mismo en la vida de una hormiga, que en el caer de una hoja, que en el girar del Universo entero. Y sabía que la Historia de todo lo que ha existido y existirá por siglos y siglos, en la forma en que la contaban, no era otra cosa que una suma de las interpretaciones subjetivas del concatenar de esos instantes con todos sus acontecimientos. Siempre sin tomar en cuenta las entrelineas de los hechos, los que nunca se consumaron, como en la vida, sin los impulsos, los deseos y los esfuerzos que cada cual aportó a su lucha. La memoria y la imaginación se ocupaban del resto. Y ya estaba hasta la coronilla de su tan elogiada retentiva. Ser para todo el mundo la gran memoria a quien se le preguntaba hasta por las cosas más triviales le resultaba demasiado cansón y fastidioso. Historias, canciones, cuentos, autores, películas, actores, poemas, fórmulas, ópera, cantantes, música y miles de asuntos más siempre podrían estar presentes en su cabeza cuando lo deseara en el mínimo de tiempo. Y la gente venía a buscarlo como se va a una biblioteca. Nunca intentaban documentarse en los debidos lugares, porque eran perezozos, y él lo sabía, pero también se daba cuenta que en cierta forma eran despreocupados y no profundos para su bien. Su punzante y siempre presente memoria le habbía dolido demasiado. Y ya él estaba cansado, no de la gente sino de los estorbos del recordar de sí mismo. En otros tiempos hasta se vanagloriaba de esa capacidad, y se llegaba a creer muy superior a los menos dotados en ese campo, pero ya no, ahora le estorbaba esa condición que le hacía revivir tantas cosas en cualquier momento. Tener esa memoria era cargar y tener siempre presente y a flor de piel a toda su historia, con sus pocos aciertos y sus muchos dolores. En la memoria estaba el asidero de la existencia del pasado, eliminada ésta, eliminado lo vivido.
Desde que concluyó que el cerebro era una súper-computadora, le llegó la idea de armar un gavetero especial dentro de ese mismo ordenador para volcar en él cuanto conocía y utilizarlo como vertedero auxiliar de sus recuerdos, hasta conseguir la pérdida y muerte del pasado. Cuando el gavetero estuviese hasta el tope, apretaría el botón del “borrado” y lo mandaría todo al cesto de la basura. No sabía hasta dónde podría llegar en ese intento pero sin lugar a dudas que era una idea limpia y refrescante. Era como desahogar una habitación que estaba llena de trastos viejos e inútiles, muchas veces acerbos, dolorosos, amontonados sin ton ni son, pero siempre con la nefasta posibilidad de ser entresacados por la propia mano y emerger hacia el vivir como una molestia más. Y sucedía, la mayoría de las veces en una carrera vertiginosa de la mente que llegaba a ser reiterativa y que consumía demasiada energía. De esto, no quería más. Tan sólo deseaba estar tranquilo.
Y comenzó a llenar de recuerdos las gavetas, sin identificarlas, sin ordenarlas y sin señal alguna de posible reconocimiento. Cada gaveta contenía asuntos dispares y quedaba reducida y llena de símbolos hasta desaparecer en la nada, que no en la memoria, sellada, sin ubicación precisa y con una contraseña endemoniadamente complicada de números y letras desordenadas que nunca anotó y que jamás recordaría. El ordenador, matemáticamente, y sin posibilidad alguna de equivocaciòn, no responderia a ninguna contraseña errónea. No había manera de volver atrás. Todas las gavetas quedaban convertidas en mínimas partículaar flotando en el vacío etéreo del disco del Universo, imperceptibles, entre astros, a millones de años luz y en la oscuridad total. Y lo fue ejecutando por temas, sin descanso, uno a uno, vaciando y vaciando hacia diferentes gavetas, buscando agotarlos.
En realidad la idea le nació después de leer el ensayo sobre M. Proust de Walter Benjamin, con el argumento central de la rememoración de la Historia hasta en el más mínimo detalle. Leer a Proust y acompañarlo por sus senderos minuciosos podría llegar a ser más agobiante que el peso de esa casi infinita memoria suya llena de acontecimientos y de personajes moviéndose dentro de todas las costumbres parisinas de la época. Y pensó que muy posiblemente Proust se hubiese extenuado y enfermado por la presencia sin tregua de esa encerrada y atormentada historia de su vida siempre activa en la memoria. Recuerdos y café, y más café, y más recuerdos, y más aún, hasta el no existir. Y él no quería caer en el hueco de esa presencia de lo vivido hasta el final. Esta última idea no la engavetó porque quería tenerla a mano como acicate y pevención y así poder mantenerse en el camino que se había trazado sin recibir el daño que las rememoraciones podían causar. Tenía que rozarlas levemente, para que no profundizasen en él. Lo que más anhelaba era lanzar su propia historia hacia el pozo del olvido y así avanzar por una nueva ruta, cada vez más ligero, con la cabeza fresca y sin mayores distracciones, pero andando libre por donde el recuerdo no fuese ni remotamente tan importante. Su más trascendental aspiración era vivir el acontecer de cada día como algo absolutamente nuevo, sin las experiencias previas que atan y dirigen la vida hacia el mundo de las preocupaciones por el futuro y sin las interpretaciones que confunden a la mente y al ánimo por la falta de objetividad en la vision y medida del mundo. Más tarde, cuando hubiese eliminado todo, tendría deinitivamente que recordar esa nueva premisa para arrancar de cero, aunque ésta fuese la última de sus evocaciones. Al final, fiel al método que se había impuesto, descartaría esa idea también y la arrojaría al basurero de su nuevo ordenador.
Cada instante vivido, pasando a ser un pedacito de pasado despuès de transitar el extremo de tiempo de ese mismo instante, quedaría inmerso en el interior del olvido, almacenado, hundido en alguna de las gavetas y ya jamás podría ser recuperado y traido a la luz para ser recordado. En este proceso la historia personal comenzaba a disminuir como la arena de un reloj y en cada remembranza traída al presente y después engavetada quedaba el peso de algún mendrugo del pasado, con sus cargas intelectuales y emocionales hechas trizas y aniquiladas para siempre. Era un alivio. Y así lo hizo. Sacó a la luz los recuerdos de cada uno de sus días y años y los arrojó a la inmensa capacidad del gavetero que podía devorarlo todo en el mayor silencio impersonal y frío. Cuando terminó de clarear y de olvidar, cuando quedó vacío, entonces él también se quedó en cero y la vida no tenía sentido alguno. Por supuesto que no pudo aplicar ni descartar la idea de la premisa de evitar los juicios de la experiencia y las interpretaciones. No estaba en él. Tan sólo el mundo de las impresiones podría hacer arrancar nuevamente el sistema operativo del impecable ordenador para empezar una nueva acumulación de datos. Que era en definitiva como decir empezar una nueva vida.
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