La duda que siempre me invade cuando los pinceles atan mis manos. El miedo que forja nudos con mis dedos. Los lazos que oprimen, que impiden se deslicen los colores del atardecer sobre el lienzo de mi autoestima. La mirada desde detrás de un enorme ventanal, reparando en el reflejo multicolor del otoño sobre el azabache de mis cabellos.
Yo observo, abstraída por la emoción, el caer de las enormes hojas de mis moreras, los colores verdes de sus alturas y el colorido contraste con el gris cenizo de su cielo. Ambos intentan alumbrar mis pensamientos. Ambos conseguirán avivar mi alma.
Poco a poco, mis dedos alborotados intentan desatar con afán, la soga de la indefensión. Son ellos los que se impregnan de luz, ellos los que iluminan la habitación plasmando sobre su lienzo toda mi ilusión. Entonces, y sólo entonces, miré y observé desde detrás de un enorme ventanal, reparando en el tinte otoñal, que una vez más iluminó mi suspirar. Hoy, minutos, años, siglos después, quizá, esa gama desaparecerá de este recinto privado para perpetuarse en el alma de una sociedad, que sumida en la oscuridad nunca ya me podrá vislumbrar.
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