Había construido la pileta en un vasto rincón del jardín generosamente soleado en los meses de verano. Logró costearla con unos pesos producto del cobro de unas demoradas comisiones. Su mujer protestó cuando supo del tamaño, pues doce metros por seis le parecía un exceso. Pero él defendió esas dimensiones, quizá algo exageradas, ya que así podrían, no solo refrescarse, sino también nadar, disponiendo de una verdadera pileta de natación a lo largo de medio año por lo menos y en la propia casa. Los chicos concurrirían con sus amigos, y ella podría invitar a sus amistades. Un pequeño club los fines de semana que, de lunes a viernes, les permitiría pegarse unos remojones francamente estimulantes, en esos días bochornosos de enero y febrero. Y el ejercicio de la natación era siempre recomendado como uno de los más completos.
Así, durante varios años los veranos fueron más frescos y tolerables; volver al atardecer, cansado y pasado de transpiración y zambullirse en el agua fresca, le resultaba una delicia. Además, el tamaño estimulaba la natación, aunque en general el ejercicio era abandonado a los tres o cuatro largos, y era utilizada mayormente para refrescarse.
Pero luego había que encarar la rutina de la limpieza del agua, que tenía sus bemoles. En primavera llovían flores, en verano semillas y hojas, y en otoño el torrente de éstas anunciaba con estrépito el fin de la temporada. La higiene de la pileta ocupaba, entonces, por lo menos una hora diaria; comenzaba con la paleta sacahojas que debía deslizarse por toda la superficie, verificando asimismo el estado del agua. Luego, venía el barrefondo y la cloración del agua de acuerdo a medidas precisas preestablecidas, comprobando el tenor con colores comparativos. Para que esta concentración de cloro actuara eficazmente sobre algas y gérmenes, debía además vigilarse el PH, manteniéndolo entre 7,2 y 7,4, curiosamente como nuestros humores internos.
Volvamos a la rutina del barrefondo. Pasarlo lentamente, con su aspirador a rueditas, a través de una flemática suave y firme presión, invitaba al diálogo interior, a una meditación conjunta con la limpieza del piso, ya que la tarea era solitaria por excelencia y recorrer el contorno, con las subidas y bajadas por las paredes, sumaba unos lentos treinta y seis metros que, entre uno y medio o dos minutos cada uno, bueno, había tiempo para pensar, meditar y argumentar, y escribir cartas mentales (a la manera de Herzog, el entrañable personaje de la más entrañable de las novelas de Bellow) a los funcionarios de turno, a los diarios, a los parientes, cercanos y lejanos. Lo curioso era que todas esas pláticas internas surgían espontáneamente, brotaban en cuanto se iniciaba la rutina del barrefondo. Y existía un paralelismo entre la limpieza del suelo y las paredes, sobre todo con el primero, que volvía a descubrir ese color azul original una y otra vez, dejando el agua traslúcida y cristalina, y esas parrafadas, esas invectivas, esas palabras unidas maravillosamente en epístolas únicas, inalcanzables con el lápiz y el papel, que funcionaban exactamente como un barrefondo cerebral. Ambos, simultáneamente y durante esa hora, aliviaban de impurezas a sus contenedores, dejando en cambio aguas cristalinas y pensamientos simples con relajados músculos, predisponiendo estos últimos al descanso nocturno sin sobresaltos.
Las cartas, misivas, epístolas, ensayos, relatos, cuentos, esbozos de novelas, impensables en otros ámbitos, surgían a veces con ideas reiterativas (como las discusiones con los eternos trasgresores de las leyes del tránsito y la obstinada falta de respeto que demostraban hacia sus congéneres), pero otras con argumentos originales, lamentablemente fugaces y volátiles.
Un verano muy seco y caluroso, coincidió con que el filtro comenzó a fallar, y él debió intensificar su accionar para mantener la limpieza de la pileta, pero el excesivo tiempo y esfuerzo que le demandaba, sumado al magro resultado, lo ponía de muy mal humor, y las ideas junto con el agua se le estancaron, al punto que la tan ansiada tarea comenzó a producirle un hondo rechazo. El cansancio hacía fastidioso el trabajo, que realizaba a medias y a regañadientes. Confiaba, a la sazón, en la actividad purificadora de los químicos, haciendo mezclas cada vez más agresivas y de variable y dudoso efecto. Hasta que llegó, con el frío, el momento de abandonar la limpieza para dejar que la naturaleza actuara sin límites. Las algas, bacterias, tierra, hojas y demás elementos volantes harían su tarea, para arribar al comienzo del verano con el caldo verde de siempre.
Decidió, entonces, instalarse en un rincón de la casa para continuar con su actividad creadora. Largas horas pasaba frente a las notas, que trasladó una y otra vez a la computadora, para contar con algunas cuartillas que estimularan su ego, que lo empujaran de una vez por todas a comenzar con esa vocación tantas veces postergada. Pero no lograba conectar el papel o la pantalla de la computadora a su cerebro, y los dedos, como ineficaces intermediarios, imprimían solo palabras sueltas, sin ilación, sin argumento, sin la sensibilidad y estructura que tuvieran al borde de la pileta.
Gracias a los días secos y soleados, en una oportunidad mudó su rincón creativo a una mesa de jardín debajo de la enorme catalpa situada en un flanco del parque. Como el Herzog de Bellow, pretendía inspirarse debajo de su copa. Pero ésta, como en todos los comienzos del otoño, descargaba constantemente unas densas y alargadas vainas sobre la mesa, que lo distraían, perturbando su proyecto intelectual. En esos momentos, el agua todavía azul, parecía llamarlo, ofreciéndole colaboración desde el límite del jardín, y un día se acercó a la pileta para evaluar su estado. El fondo, entre verde y marrón, estaba cubierto de hojas; las algas se habían enseñoreado de las paredes, y la turbidez anunciaba su pronto viraje al verdín definitivo. Pero... quizá, con un poco de trabajo podría llegar a convertirla nuevamente en un espejo cristalino...
Se decidió y comenzó a trabajar desde la superficie. Acondicionó el filtro principal, despejó las hojas que aún flotaban con la paleta, y finalmente arrancó con el barrefondo en la posición de “drenar”, para no reciclar la abundante basura. Y una vez que pudo vislumbrar el azul del piso, liberado de la capa oscura acumulada, el diálogo interior, como quien oprime la tecla “play” de un grabador, comenzó a fluir nuevamente, en una corriente continua de palabras, frase, oraciones, párrafos, etcétera. Tres o cuatro ideas se llevaron por delante para surgir al mismo tiempo, arrastrando abundante material detrás de sí, dándole la sensación de que su actividad creadora estaba más madura que nunca. Y mientras continuaba ejecutando el barrefondo, escribió como inicio tres o cuatro cartas-notas-argumentos mentalmente, aligerándose de esa pesada carga que advertía en su cerebro desde que abandonara, semanas atrás, la limpieza de la pileta.
Había asimilado el fundamento de su íntima relación con ésta, comprendiendo asimismo la necesidad de la constante y fatigosa depuración. Aunque rutinaria, desde ese momento no la abandono ni siquiera en días tormentosos o helados de invierno. A veces, en plena oscuridad, sin la conciencia del resultado del trabajo, se aferraba largas horas al mango del barrefondo, limpiando, escribiendo, meditando.
Cuando sus familiares encontraron una mañana el motor del filtro todavía encendido, lo consideraron un olvido, atribuible tal vez a su particular manera de ser. Pero de él, ni noticias; no aparecía por ningún lado. Pese a la denuncia a las autoridades pertinentes, a conocidos y amistades próximas y lejanas, no lograron hallarlo. Se lo había tragado la tierra.
Sin embargo, con el transcurso de los días, fueron olvidando gradualmente su ausencia, y la vida prosiguió con el curso habitual, a pesar de la misteriosa desaparición.
Cuando llegó una vez más el verano, decidieron limpiar la pileta. Primero había que drenar el verde intenso, luego retirar el mar de hojas del fondo, y finalmente, cepillar y pintar. Para ello debían reacondicionarse previamente los filtros. En esos momentos lo echaron de menos, pues se sentían poco menos que impotentes frente al trabajo que les aguardaba. Entonces, para comenzar, decidieron consultar a la empresa constructora, y ésta, luego de medio día de laborioso ajetreo y cambiando algunas piezas deterioradas, logró hacer funcionar el filtro nuevamente. Al irse, el operario les entregó, como se acostumbra, las piezas viejas junto con un montoncito de trapos, pelos, y otros objetos hallados en el mecanismo íntimo del filtro.
Entre ellos encontraron porciones que, sugestivamente, le habían pertenecido hasta el momento de su desaparición. Menudos fragmentos de una camisa característica, algunos pelos ondulados y canosos que no dejaban demasiadas dudas, y unos pequeños trozos de hueso (tal vez algunas piezas del carpo), sugerían un destino final, meditación aparte, de barrefondo y filtros como última morada.
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