Traducción textual de la grabación del discurso del licenciado Emö T. Rfükher.
Licenciado: Buenas tardes, señoras y señores. Voy a hablarles de la belleza, de la metafísica de lo bello. En una primera instancia hemos de transportarnos a la concepción platónica que ubica la belleza como punto de partida hacia lo elevado. Así, pues, para concebir una idea prístina y placentera de belleza hemos de valernos de la vista. Esto, que puede sonar obvio, no es más que la relación amena entre lo bello y lo bueno; si una cosa es lo uno, pues, implica algo de lo otro. Decimos que es amena porque la visión de algo agradable lo es. Cuando nos vemos atraídos hacia algo bello, y en esto Platón resalta la belleza del cuerpo humano, es que emprendemos el camino hacia la idea de lo bueno. Tenemos el deseo de vivir en lo bello, nos sentimos bien en aquel medio y es en este estado de bienestar que comenzamos a buscar cosas bellas en planos más elevados como el de la inteligencia hasta asumir la virtud de contemplar la belleza de la sabiduría y, por lo tanto, identificar el universo de lo sabio como proveedor de belleza; nos sentimos a gusto en la sabiduría como quien goza de un jardín bien plantado, espléndido en flores y aromas. El deseo de alcanzar algo encaminados de este modo, muñidos de un amor por lo bueno será, pues, formidable guía hacia el conocimiento. No es otro aquí el motivo de la belleza platónica que el de asignar a la filosofía el amor por lo virtuoso, por una comunión entre lo verdadero y lo bueno. Claro está que no podemos estancarnos únicamente en la contemplación de los cuerpos bellos porque éstos, al igual que toda cosa del mundo de lo visible, cambian de estado y pierden la facultad. Este punto es fundamental para comprender que, según el filósofo, el universo de lo invisible es más elevado y puro que el de lo visible porque se mantiene inalterable con el tiempo así como se mantienen el alma humana y el plano de la sabiduría. De nada nos valdrá, por otra parte, contemplar cierto estándar bello sin conocer o sin saber apreciar lo bello en sí. Y con la misma alegría que la vista se entrega dócil a un cuerpo hermoso se entrega la inteligencia al don de la sabiduría.
¿Qué ocurrirá, pues, con el arte? ¿Será menester que la obra de arte contenga belleza? Es indudable, señoras y señores, que manifestaciones artísticas como la poesía deben ser poseedoras de belleza. Digo poseedoras y no bellas en sí porque se trata de obra de carácter intelectual, de modo que esta posesión no ha de ser comprendida a simple golpe de vista. La poesía debe ser bella y escapar a la configuración del lenguaje ordinario. Podríamos discutir si la concepción estética al respecto ha cambiado con la historia o si la función de la poesía se ha visto trocada merced a movimientos socioculturales a lo largo de los siglos, mas no podemos dejar de pensar que un poema tiene que ajustarse a cánones de belleza determinados. Diría Hegel que el hombre jamás aprendió de la historia y yo digo que hemos aprendido del arte. El lenguaje en sí mismo siempre ha sido medio de transporte cultural e intelectual por excelencia y por ende se ha visto modificado. No es, por lo tanto, descabellado pensar que la lengua condiciona las representaciones artísticas de lo bello y que acaso el poeta sea quien se encargue de procesar el mundo en favor de las nuevas concepciones de armonía y de estética.
Tal vez los aquí presentes podamos recordar "Der Erlkönig", hermoso poema de Goethe que narra el terrible acontecimiento de la pérdida de un hijo: el hombre que lleva a su pequeño presa del delirio lindante a la muerte a lomo de caballo y en medio de desgarrador diálogo hasta que, por fin, el niño muere en sus brazos. Henos aquí ante un suceso espantoso plasmado con belleza mediante un lenguaje poético. No decimos que es el hecho en sí lo que nos conmueve, tampoco que la belleza de la poética nos embelesa o que nos resulta divertida la experiencia de la lectura; ante una obra tal, nos quedan la meditación y la entrega a la combinación expuesta mediante el asombroso tino del poeta. Esto es lo que hace a la belleza del arte: una disposición ajena, a la que nos entregamos a sabiendas de que nada podemos hacer; está todo ese universo dispuesto ante nuestro intelecto, pero no podemos explicarnos al respecto o al menos no desde lo experimental, al menos no desde nuestro mundo de percepciones ordinarias, de manera tal que ni siquiera el horror de lo narrado es capaz de golpearnos malamente.
Merced a lo expuesto hasta aquí estamos en condiciones de entrever una búsqueda constante de la belleza, búsqueda de la sensación de permitir que ese mundo exterior que inevitablemente se nos presenta haga de nosotros lo que le plazca, válgame la metáfora, así como permitimos que tal paisaje natural nos conmueva por el simple hecho de estar allí en su estado silvestre sin que hayamos hecho nada que lo hubiera modificado a nuestro antojo. Pero aun con lo expuesto no estamos en condiciones de saber qué es la belleza. Sabemos qué nos produce, para qué la buscamos, cómo se nos presenta, que se nos presenta de diversas maneras, etcétera; pero no podemos definirla como tal.
Llegados a esta posición me gustaría que… a ver, la señorita de azul eléctrico. ¿Podría darnos su nombre?
Mujer oyente: inaudible
Licenciado: Daphne, ahá. Gracias. Bien, ¿podría ponerse de pie, Daphne? Gracias.
Veamos, señoras y señores, cuán bella es la señorita Daphne. ¿Alguno de los hombres del público sabría comentar algo acerca del contacto visual con el cuerpo de la señorita Daphne? No lo hagan ahora, vayan pensándolo mientras ella se dispone. Díganos, señorita Daphne, cuáles son sus estudios
Daphne: inaudible
Licenciado: Licenciatura en sociología, ahá. Interesante, señorita Daphne. La invito, si es tan amable, a sentarse junto a mí. Vamos a intentar hacer esta reunión más interactiva.
Usted, señorita, la del suéter rosado, ¿podría decirnos su nombre?
Mujer oyente: inaudible.
Licenciado: Disculpe, ¿cómo ha dicho?
Mujer oyente: Edith.
Licenciado: ¡Muy bien, Edith! Veo que tiene energía. Bien. Bien, ¿podría contarnos acerca de sus estudios?
Edith: Doctorado en letras. Ahora curso la licenciatura en filosofía.
Licenciado: Oh, vaya, es usted de vida intelectual muy activa. ¿Podría apropincuarse y sentarse aquí, señorita Edith?
Bien. Como pueden observar, señoras y señores, tengo a mis lados a dos mujeres: Daphne y Edith, Edith y Daphne.
Intentaremos encontrar algún concepto de belleza. Desde ya les anticipo que no es cosa fácil. Esto no es física ni matemáticas; no somos tan aventureros como ese pelafustán de Einstein ni sus amigos que aún no nos han dejado en claro qué es la luz. Veamos la situación planteada en “El banquete” o, mejor dicho, alguna de ellas. Alcibíades está obsesionado con Sócrates e intenta seducirlo valiéndose de su belleza física portadora, por cierto, de juventud. ¿Qué espera recibir del pensador este mocoso insolente? Ni más ni menos que la sabiduría. Ni más ni menos. Ahora, ¿acaso no ha visto cierta belleza este jovenzuelo en el viejo sabio? ¡Desde luego que sí! Pero esa belleza en modo alguno es comparable a la propia. En nuestro tiempo y para hacer una acaso odiosa comparación, podríamos mirar a ese minusválido que es Stephen William Hawking quien no contento con ser horrible ahora se dedica a pronosticar apocalipsis, invasiones de extraterrestres y demás gansadas. ¿Intentaría algún moderno Alcibíades acceder a la supuesta sapiencia de este pequeño monstruo a cambio de amor y favores sexuales? ¡Faltaba más, señoras y señores! Tanto han cambiado las representaciones de la belleza que ahora no solamente no sabemos qué es, sino que hemos de leer a pelagatos como este señor que dice que la luz pesa y que el agujero negro y que los marcianos. Me pregunto qué diría gente como Immanuel Kant al respecto. Pero estábamos con Alcibíades y Sócrates y sus bellezas. Tenemos aquí a la señorita Daphne, un ejemplo de ser portador de belleza. ¿Qué es lo primero que pasa por la mente de un hombre ante la sola presencia de una mujer como la señorita Daphne? ¿Alguien de ustedes se anima a responder brevemente?
Hombre oyente: inaudible.
Licenciado: ¿Podría hablar más alto, señor, y decirnos su nombre?
Hombre oyente: Paul. Decía que una aparición primera es el deseo, el interés que suscita esa belleza.
Licenciado: Señor Paul, ante todo, gracias por su participación. Usted menciona el deseo, pero no me especifica. Seamos claros: lo primero que pasa por la cabeza de un hombre es el deseo sexual. Somos adultos y profesionales de las ciencias. Cuando veo a mujeres como la señorita Daphne lo primero que se me ocurre es lamerles las tetas y luego la vulva. No me venga con el deseo de verbigracia preguntar a la señorita qué sabe de comida árabe o el de pasear por la pradera, señor Paul. Contemplar la desnudez, lamer, oler, fornicar son las imágenes mentales del hombre ante bellezas francas y burdas como la de la señorita Daphne, a no ser que fuera usted afeminado, claro está. Esta percepción basada en la libido no es más que sensorial, no eleva el pensamiento sino que más bien lo opaca; en este sentido, pensamiento y acción suelen ser enemigos.
Paul: Disculpe, pero al parecer usted me ha llamado marica…
Licenciado: ¡Pero, hombre! No me interrumpa con sandeces, ¿quiere? Aguánteselas, que todo es en pos del concepto. No olvide el concepto. Decía que la anatomía de la señorita Daphne se nos presenta como un mero atractivo sexual; de los pechos, de las piernas y del rostro de esta mujer decimos que son portadores de una belleza que no hemos de encontrar en otras manifestaciones del Ser. Bueno, en todo caso tenemos aquí al señor Paul que ha respondido la pregunta con cierta postura afeminada y probablemente nos pueda asesorar de qué otra manera él puede apreciar lo bello en la señorita Daphne, sin el menor esfuerzo y sentadito en su lugar.
Paul: señor licenciado, considero poco seria la manera en que me descalifica. Me retiro ofendido de esta sala.
Licenciado: Bla bla bla. Retírese, Paul. Vaya a inscribirse en un curso de costura o de decoración de interiores y no me haga perder el tiempo, pues. Gracias.
Señoras y señores, claro está que la belleza no va a aparecérsenos en forma pura. No es menester aclarar que el concepto obedece a manifestaciones de la mente humana y sólo de ella así como la justicia, la ética, la bondad, aunque éstos sean clasificables en otro plano como es el de la moral. Aquí tenemos a la señorita Edith bastante fea, algo obesa y desgarbada. ¿Alguien de entre los hombres aquí presentes podría destacar algún carácter de belleza en este individuo femenino?
Paul: Es usted un infeliz. No debe dirigirse de ese modo a la señorita.
Licenciado: ¿Pero acaso no se había retirado usted, pequeño marica? Cierre la puerta del otro lado, ¿quiere? Y vaya a buscarse un novio en internet. ¡Seguridad!
Sigamos. ¿Podríamos pensar que la belleza de la que son portadoras la sabiduría y la inteligencia debe corresponderse con la del cuerpo al que esa mente pertenece? Henos aquí con un difícil interrogante. Veamos un poco el concepto del orden: éste existe únicamente en la mente humana. Cuando vemos que alguien se desenvuelve en un perfecto desorden no dudamos en desconfiar de su sanidad mental basándonos en su ambiente que, para nosotros, es desordenado. Así es fácil deducir que la gente que vive en condiciones de miseria e indigencia no tiene acceso a la belleza que nuestra cultura se ha ocupado de estandarizar, no la reconoce simplemente porque no convive con ella. Ahora bien, deteniéndonos en estas mujeres que aquí modelan podríamos preguntarnos cómo opera la belleza de una mujer en tanto que mujer, es decir, ¿es parte de la identidad o se encuentra al margen? Si decimos que un paisaje natural dispuesto de manera ajena al orden humano nos resulta bello, ¿hablamos de la naturaleza o de nosotros mismos? Ya que he mencionado la naturaleza, aceptemos que la señorita Daphne es portadora de una belleza cultural, mientras que Edith podría ser considerada bella en ciertas comunidades salvajes o rudimentarias como la esquimal o las de ciertas tribus de África, o en zonas marginales donde predominen la indigencia y la inmoralidad.
Hombre oyente: Inaudible.
Edith: Creo que sería mejor que me retire.
Licenciado: Usted quédese en su sitio y haga gala de su inteligencia. Ese poeta romántico y probablemente drogadicto que fue Immanuel Kant deslizó algo como que el juicio del gusto es un hecho atinente a lo que hoy llamaríamos psicológico y sociológico, cosa ya demasiado obvia, por cierto…
Hombre oyente: Llamar drogadicto a Kant es exagerado y denigrante, ¿no le parece?
Licenciado: Nada tengo contra los homosexuales. Usted, quienquiera que sea, debería ir con la señora Paul a bordar mantelitos o decir algo útil en lugar de interrumpirme.
Decía que podríamos disculpar al cretino de Kant, dada su época, por haber utilizado cuestiones digamos psicológicas y sociológicas para explicar el juicio por la belleza, demasiado cómodo, por cierto, ya que con similar criterio yo podría dar sólo razones políticas para explicar el número de víctimas de un terremoto o el andar de un ómnibus por alguna avenida, podría dar razones psicológicas para explicar la existencia de ladrones bancarios o podría recurrir únicamente a la biología para explicar la densidad de población de Alemania. También podría arriesgar que de no mediar la belleza lo mismo me daría hundir el pito en el culo de Edith, en el de una preciosura como Daphne o en el del marica de Paul de no mediar la ¡oh psicología! en lo que hace a hundir el pito.
Hombre oyente: Maldito pervertido hijo de puta.
Licenciado: Ay, sí. Es usted muy poético, colega. Cuando los filósofos aprendan a ser útiles en algo y les dé por expresarse bellamente, esas vedetes rococó de la lapicera van a desaparecer como los dinosaurios. ¿Algún otro marica o ignorante sin oficio tiene algo que decir?
Hombre oyente: Viejo de mierda. Viejo de mierda.
Licenciado: Gracias. Antes de que este cavernícola interrumpiera iba a decir que es menester dar de baja los preceptos psicológicos. Echaré mano del siguiente suceso natural. Ustedes habrán visto u oído hablar del nacimiento de cierta tortuga marina. Resulta que este animal va a desovar en agujeros que excava en extensas playas con tal propósito. Cuando las pequeñas crías nacen comienzan la caminata hacia el mar. Los científicos no se explican cómo estos mínimos quelonios saben la dirección hacia el agua. A los científicos les encanta perder el tiempo. Sin importar la distancia al mar, la luminosidad ni los depredadores, las tortuguitas emprenden su camino hacia algo que nunca han visto ni percibido ni interpretado con sentido alguno. Podríamos decir que nacen con el rumbo. Esto es similar a lo que nos sucede con la belleza: sin importarnos cómo sea, que no sepamos qué es ni dónde se encuentra ni qué la produce, nacemos con el rumbo fijo en su búsqueda. El mar de las tortuguitas sería nuestro concepto de belleza. Así, la belleza no es parte de la inteligencia, no es un pensamiento ni una cuestión psicológica. La belleza es la razón misma. Puedo ponerme en poeta y decir que la belleza es la piel de la razón que busca objetos bellos para verse reflejada en ellos. La razón se ve a sí misma o se percibe en lo bello. Queda más o menos expuesto, pues, que pensar un concepto de belleza es tan banal como intentar elaborar uno de vida. A la belleza se la busca de diversas maneras y con todos los sentidos; esto es lo que somos y no otra cosa, por esto vivimos y obramos, siendo como las pequeñas tortugas que saben pero no saben adónde van.
Mujer oyente: Inaudible.
Hombre oyente: Pero es un viejo de mierda. Un viejo de mierda.
Licenciado: No contestaré preguntas. Sólo me resta agradecerles su atención y presentar debidamente a mi sobrina, la señorita Daphne Rfükher, y a Edith Saubennier, mi prometida.
Buenas tardes.
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