HASTA QUE VUELVA A ENCONTRARTE
(A mis queridos hado y musa inspiradores Blanca y Lorenzo, con cariño)
París: invierno de 1940
I
Jeanette caminaba apresurada por la rue de Chaligny, el frío atería su cuerpo mal abrigado; de su mano derecha colgaba un pequeño bolso, mientras con la izquierda apretaba una baghette recién comprada con los escasos céntimos que le habían quedado.
Hacía días que en la escuela iban atrasando los sueldos de pocos francos. Se oían rumores de invasión, todo estaba mal, la gente temía y esperaba.
Los titulares de los periódicos anunciaban con grandes caracteres el inminente armisticio y la creación del gobierno de Vichy bajo la presidencia del anciano y resistido Mariscal Pétain.
Llegó al portal de la casa de apartamentos donde vivía junto con dos compañeras, justo en el momento en que se desencadenó un fuerte chaparrón.
Estaba tratando de abrir, cuando un paraguas pasó volando a su lado perseguido por un joven alto, delgado, miope y distraído que casi la tiró al suelo en su infructuosa cacería.
Él levantó la vista, susurró un “perdón” apresurado y continuó su carrera.
Jeanette sacudió la cabeza mojada y apenas le miró el rostro, mientras trataba aún de abrir la puerta y se empapaba hasta los huesos.
Pierre, luego de recoger calle abajo su paraguas retorcido y destartalado, buscó por todos sus bolsillos la llave de su portal y también se empapó, nonmpnoono porque no pudiese abrirlo sino porque generalmente él nunca sabía dónde había guardado sus llaves, o sus anteojos, o lo que fuese. Era increíble su capacidad de distracción. En más de una oportunidad se había llevado a los labios la tiza, mientras trataba de escribir en el encerado con el cigarrillo encendido, causando la hilaridad de sus alumnos de la Sorbona. Finalmente encontró su llave en el fondo del bolsillo y entró.
II
Laureen, miraba atenta y burlona a Jeanette mientras ésta bufaba, se quitaba el tapado empapado y dejaba un charco sobre el piso de la cocina mientras decía:
- Pero ¿podés creer que otra vez se me cruzó por el camino el despistado de la esquina?, esta vez casi me voltea.
Laureen, largó la carcajada que hacía rato estaba conteniendo
- Parece que es tu destino, el otro día casi te hace rodar por la escalera del Metro y si mal no recuerdo es el mismo que te enroscó con la cadena del perro mientras lo paseaba.
Jeanette asintió con fingida resignación, mientras secaba su cabello y masticaba un bocado de baghette mojada.
III
Yves le tiró una toalla a Pierre mientras lo ayudaba a recoger hojas, apuntes y libros empapados desparramados por el piso.
Éste levantó la vista y medio jocoso, medio avergonzado le dijo:
- ¿Podés creer que otra vez choqué con la vecina de mitad de cuadra y casi le incrusto el paraguas en un pulmón?.
- ¡No te puedo creer! – Respondió su amigo - ¿La misma que el otro día casi tiraste en el Metro?.
- La misma, Yves ¡la misma!.
- ¡Por favor! – respondió Yves – doy fe que va a llegar a odiarte, si no lo hizo ya – y largó una carcajada.
En eso estaban cuando irrumpió Gastón con “Le Monde” en la mano y cara de honda preocupación.
Ambos amigos lo interrogaron con la mirada, a lo que Gastón respondió extendiéndoles el periódico donde ya se daba como un hecho tangible la firma del armisticio.
- No son más que rumores – dijo Yves, ojeando los titulares.
- Sí, rumores – respondió Gastón – pero te aseguro que antes del verano será un hecho y Francia será invadida.
- Hoy, a la salida de mi cátedra – dijo Pierre – se me acercó un grupo que ya tengo visto (creo que son de una sociedad llamada Francia Libre) y me dieron un folleto, no me pregunten dónde está, en que nos invitaban a una reunión el sábado por la noche en el bar La Croix.
- ¿Y sabés qué tema se tratará en la reunión?– preguntaron al unísono sus dos amigos.
- Parece que hay un grupo de estudiantes, profesores y artesanos, muchos de ellos judíos, que están gestando una especie de resistencia a la firma del armisticio.
- Algo he oído –respondió Yves – al frente está un abogado, Jean, no me acuerdo el apellido.
- Si – acotó Gastón – Jean Moulin.
IV
Deborah ingresó al departamento insultando, como era su costumbre, aunque esta vez con razón, mientras el agua caía sobre de su lienzo abocetado.
- Uf – dijo – justo cuando estaba por recoger el atril, se largó este maldito chaparrón. Por toda la plaza corría el agua a baldes hacia abajo.
Luego de tirar toda su ropa empapada sobre el piso buscó en su saco, tomó un papel y dijo:
- Miren lo que me dio Leroi que hoy estuvo pintando al lado mío – y les alcanzó un arrugado panfleto amarillo donde se convocaba a todos los “amantes de la libertad” a una reunión, el sábado veinte de enero a las nueve de la noche. Luego agregó - ¿De qué puede tratarse?, creo que está relacionado con la posible designación de Pétain al frente de un gobierno paralelo.
- ¿Petáin? – Respondió Jeanette - ¿Ese viejo decrépito, derechista y traidor?.
V
Los miércoles por la tarde, Jeanette había conseguido unas horas de cátedra en la escuela de monjas “Auxilium Christianorum”, a una cuadra del Père Lachaise.
Ese miércoles, como era temprano, se fue caminando desde la rue de Chaligny a Nations para ahorrar un Metro y de ahí tomó el que iba hasta el cementerio.
A la salida, cuando las tardes de invierno eran soleadas, acostumbraba, antes de regresar, dar una recorrida por el Père Lachaise, y sentarse bajo la fronda que enmarcaba el panteón de Wilde.
Esa tarde, llegando a esta última, sacó una manzana de su bolso y ya se disponía a ir en busca del banco escondido, cuando hete aquí que lo encontró ocupado ¡justamente por su chicato vecino, sosteniendo de la correa a su ovejero!.
“Habrase visto despiste, entrar al cementerio a pasear su perro, ¡sólo a él podía ocurrírsele!” pensó.
Giró sobre sus talones y ya se iba, cuando él la vio y sacándose el sombrero torpemente la saludó por sobre sus anteojos bastante despatarrados.
Ella no supo si responder seriamente, si hacer una leve inclinación de cabeza y seguir, o sonreír. Hizo esto último, y sus ojos verdes se iluminaron e iluminaron a Pierre con chispitas de pícara resignación.
Él se acercó, no sin antes pisarle la cola al perro y también sonriendo le dijo:
- Permítale presentarse a este señor que ha atentado contra su integridad en varias oportunidades. Soy Pierre Menier – y se echó a reír a carcajadas.
Su risa transformaba su rostro, haciéndolo más aniñado y era tan contagiosa que Jeanette no pudo menos que reírse a la par, provocando la mirada censuradora de dos o tres viejas enlutadas y pacatas que recorrían el cementerio.
Comenzaron a caminar sin rumbo por los caminos de grava, subiendo y bajando los desparejos escalones, seguidos de “Je ne sais pas”, atento.
Jeanette se asombró del nombre del perro, a lo que Pierre le respondió que era una forma de alejar a los que le acariciaban la cabeza por la calle y le decían - ¡Qué bonito!, ¿Cómo se llama?.
- ¿Se imagina? – le dijo – tener un perro que debería ser temerario y que se deja rascar la cabeza por todo el que se cruza? – y volvió a reír.
Jeanette lo miraba y se asombraba de esa sensación que sentía, desconocida para ella, de que siempre habían paseado juntos a “Je ne sais pas”.
VI
El sol de invierno ya estaba a punto de desaparecer cuando bajaron del Metro en Reully Diderot con el perro juiciosamente marchando entre ambos.
En tan pocas horas, Jeanette ya sabía que Pierre era Químico, que dictaba clases en La Sorbona, que había nacido en Toulouse, que tenía veintiséis años, que vivía con Yves y Gastón (ambos físicos) compartiendo gastos, mientras no mejorara la actual situación; o sea, terminara la guerra, y que era, a pesar de su miopía, un lindo morocho de ojos azules, tremendamente simpático y alegre.
Por su parte Pierre se enteró que Jeanette tenía veinticinco años, vivía con Deborah pintora y Laureen médica, también compartiendo gastos, que tenía sus padres en Auvers, donde había nacido, que estaba tratando de progresar dando clases de Biología en dos institutos, y a pesar de su miopía, observó que era una linda rubia, de ojos verdes y tremendamente simpática.
Circunstancialmente en la estación, vieron un panfleto pegado y ambos coincidieron en que conocían su contenido y estaban intrigados por el cariz que tomaría la reunión.
Se despidieron con un cálido apretón de manos, un “hasta la vista” pero no dejaron de intercambiarse los números de teléfono, sólo, por si decidían concurrir a la reunión del sábado, por supuesto acompañados de sus respectivos amigos.
VII
Ese sábado diecinueve de enero la llovizna continuaba. Faltando un cuarto para las nueve, Pierre y sus amigos y Jeanette y las suyas, viajaban hacia Montmartre confluyendo sin haberse visto aún, hacia el bar de La Croix.
Tanto amigos como amigas, no quisieron por nada del mundo perderse de conocer a los respectivos de Pierre y Jeanette.
Dos o tres cuadras antes, él la descubrió entre la gran cantidad de gente que iba convergiendo hacia el bar, y acercándose, con Yves y Gastón pegados a los talones, se presentó y presentó sus amigos a las tres muchachas.
A medida que se iban acercando, se escuchaban los acordes de La Marsellesa provenientes del bar.
Una vez llegados, debieron hacer grandes esfuerzos para conseguir un apretado lugar bastante cerca de la mesa donde se hallaba un grupo, que luego se presentó como los fundadores del “CNR” Ahí, a pesar de ser un tema diario la guerra, les hablaron de una “Drole de Guerre” pues los aliados y los alemanes permanecían dentro de sus fronteras, sin que se produjeran enfrentamientos.
Seguramente, decían ellos, la falta de acción de los alemanes es atribuible a la línea Maginot, considerada inexpugnable por la fortaleza de sus instalaciones. Consideraban que pese a algunos preparativos para una probable arremetida con gases, los primeros racionamientos y otras disposiciones para un posible ataque, la vida en París transcurría casi con la normalidad de época de paz.
Jean Moulin, un abogado de alrededor de cuarenta años anteriormente miembro del gobierno francés, era quien ese día les dirigía la palabra.
Jeanette observó cómo Pierre se había ido acercando a él paulatinamente, como subyugado, y en ese momento, cuando Moulin, enardeciendo a los allí reunidos (profesores, estudiantes, clérigos, artesanos, judíos o cristianos) gritó -“Armados más con valor y con la palabra, que con armas y municiones, los parisinos gritaremos: ¡París!, ¡París ultrajada!, ¡París quebrantada!, ¡París martirizada! pero… ¡París liberada!”, Pierre estalló en un grito profundo de “liberté, igualité, fraternité”, abrazándolo.
En ese momento, jamás pudo cruzársele por la cabeza a ella y a los demás, que ese distraído, despistado y bonachón de Pierre Menier habría de convertirse en una de las manos derechas de Jean Moulin y alma pater de la Resistencia que ya estaba gestándose.
Cuando salieron, ya entrada la medianoche, ninguno era el mismo.
Algunos meditabundos, otros hablando en un susurro y otros como Pierre, exultantes (no cabía duda: había encontrado su sino).
Jeanette en esas pocas horas había descubierto a Pierre, ese Pierre que en diversos “dejá vú” bailoteaba en su subconsciente… desde siempre y supo, sin ninguna duda, que él era para ella y ella para él, no sabía por qué, pero no dudaba, aunque: ¿Qué les depararía ese incierto destino?.
* (gracias al CNR y a de Gaulle, Francia sería, tras la capitulación del ejército nazi en 1945 y la creación de la ONU, una de las cinco grandes potencias para ocupar una plaza permanente en el seno del Consejo de Seguridad, pero aún faltaba tanto tiempo y tanta sangre derramada).
VIII
Los días siguientes transcurrieron, a pesar de todo, alegres. Los jóvenes comenzaron a reunirse por las noches de vuelta de sus clases y tareas, un día en casa de las mujeres, otro día en casa de los varones, y fue surgiendo entre ellos una amistad firme e incondicional.
Uno aparecía con el pan y mortadela o con croissants y no faltaban las botellas de vino conseguidas con arte por Gastón, a pesar del racionamiento.
Como era inevitable, poco a poco, fue surgiendo entre Pierre y Jeanette algo más fuerte, más cálido que la amistad.
Ya los miércoles iba a buscarla siempre con “Je ne se pa” a su salida de la escuela y según como estuviesen de ánimo paseaban por el Pére Lachaise entre Abelardo y Eloísa “¿era premonitorio tanto dolor?”, o se sentaban en el banco frente a La Rochefoucauld.
Jeanette temía a todo lo que estaba sucediendo en forma vertiginosa. Pierre le comentaba sobre la colaboración de Francia junto a los británicos, para ayudar a Finlandia.
Ella permanecía aterrada y sólo se le ocurrió pensar en voz alta -¿y nuestro amor? -, sonrojándose automáticamente, pues nunca habían hablado de amor.
Ruborizada levantó la vista y sorprendió a Pierre contemplándola con algo extraño en los ojos.
Él le tomó los hombros y mientras jugaba con su frente sobre la de ella le dijo algo de lo que jamás podría olvidarse - El amor no desaparece nunca. ¿Por qué habría de estar yo fuera de tus pensamientos, o vos de los míos, simplemente porque esté fuera de tu vista?.
¡Cuánto recordaría Jeanette esas palabras el trece de mayo, cuando Alemania invadió Francia y luego el catorce de junio, cuando por último entró en París!.
No volvió a ver a Pierre, quien sin que ella lo supiera a ciencia cierta, había pasado al anonimato y junto con Jean Moulin y otros muchos se dedicó a aunar a la Resistencia anteriormente muy dividida.
Al principio, sus trabajos no eran armados, sino que trabajaban con la palabra, publicando folletería, tratando de proteger a judíos y a todos aquellos perseguidos de la España franquista, de Austria y de la Alemania misma.
Tiempo después Jeanette decidió viajar a Auvers a ver si sus padres estaban bien, dado que vivían en la “Zona prohibida” tan cerca del mar dominado Allí recibió de manos de Yves, que la visitó, una carta muy breve de Pierre:
París es un caos y la resistencia trata de sacar sola todo a flote. Todos nos buscan: los alemanes, la policía francesa, la policía de Vichy, pero estamos bien. Cuidate… “Hasta que vuelva a encontrarte”
IX
Yves decidió quedarse un tiempo junto a Jeanette cuando vio su tremenda soledad y su desazón. ¿Qué podía hacer él en esos momentos en París con Pierre en el anonimato y Gastón aparentemente no comprometido en nada.
Un martes por la mañana salieron a caminar con cautela, con naturalidad, tratando de no observar demasiado y de pasar desapercibidos.
Al llegar a las cercanías de la plaza, donde el padre de Jeanette tenía su sastrería, observaron gran movimiento de gente que tiraba piedras hacia los cristales y en un momento dado, semiparalizados, vieron como un grupo de civiles a los que no conocían (observados por tres policías que sonrientes e impertérritos miraban la escena como si nada viesen) sacaban prácticamente a la rastra a Simón Perelman, el socio de su padre y luego de golpearlo furiosamente a pesar de la edad de Simón, lo hicieron erguirse y le colocaron colgado del cuello un cartel: “Jude”.
El padre de Jeanette salió intempestivamente a socorrerlo y un golpe de garrote lo dejó desvanecido sobre los adoquines.
Cuando la chusma se hubo alejado, llevando a la rastra a Simón, alcanzada por los policías; Jeanette seguida de cerca por Yves, corrió a socorrer a su padre.
Éste se hallaba herido considerablemente en la frente, algo desmayado, pero vivo.
Ellos quisieron arrastrarlo dentro, pero el padre atinó a susurrar:
- ¡Por favor, llévesela Yves!, ¡huyan! y dirigiéndose a Jeanette – hija, acá no tendrás escapatoria, buscan a todos los judíos y quienes de una forma u otra estamos relacionados con ellos, caeremos tarde o temprano.
Simón hacía más de veinte años que trabajaba junto al padre de Jeanette. Había emigrado de Bélgica, después de la gran guerra, gozaba de una hermosa familia y tenía tres excelentes hijos ya mayores.
Fue realmente desesperante la impotencia de los tres, ver llevárselo a la rastra con su cartel al cuello, ante la mirada impasible de los policías.
Esto demostraba sin ninguna posibilidad de duda, que los presuntos civiles eran policías encubiertos, enviados, siguiendo la escuela de Goebbels, para demostrar al pueblo que no eran los nazis, sino el propio pueblo quien quería deshacerse de “esa lacra judía”.
Aunque éste se resistía, entraron al padre al negocio, luego Yves fue en busca de su jeep, lo subieron y lo condujeron a casa para curarlo correctamente.
Yves insistió en que no sólo ellos debían huir: quiso convencer a los padres de hacerlo, pero fue infructuoso su intento.
Madre y padre se resistieron con la misma fuerza con la que insistieron en que él se llevase a Jeanette sin preocuparse por ellos.
Yves se puso fuerte, obligó a Jeanette a cargar unos pocos bártulos y provisiones en una mochila e hizo él lo mismo.
Jeanette desesperada quería regresar a París, decía que nada podía pasarles, que aún podrían encontrarse con Pierre, Laureen y Deborah y coordinar la partida de todos.
Yves la hizo desistir;
- Jeanette, tengo grandes amigos en Montoire, si andamos por ahora en el jeep hacia esa zona, es posible que pueda conectarme con mi primo Antonio que es cura en Prats de Molló al fondo de un valle en el norte de Catalunya y siempre se las ha ingeniado junto con partisanos franceses, para pasar decenas de miles de republicanos hacia Argelès casi contra los Pirineos a través de Coll d´Arés.
Muchas veces ha tenido suerte y otras no tanta, dado que los franceses han creado en una zona cercana un campo de concentración para los republicanos, presionados por los falangistas.
- Antonio siempre trabaja con excelentes y valientes partisanos. Yo hasta hace poco tiempo no me había imbuido de su tarea, ni había sopesado la importancia humana e histórica de lo que hace; siempre lo creí un soñador irrecuperable.
Jeanette sólo escuchaba y al principio temblaba, pero a medida que el tiempo inexorablemente iba transcurriendo, iba sufriendo una metamorfosis difícil de explicar.
Siempre había sido pacífica y poco comprometida, pero al ver a Simón con ese maldito cartel, arrastrado quién sabe a dónde, a su padre golpeado y a su madre desesperada, un nuevo carácter iba surgiendo en ella a pasos agigantados.
X
Comenzó la égida hacia el sur, penetrando en la Francia liberada, pero Yves no estaba seguro por cuál de las dos estarían traicionados más fácilmente.
Se fueron adentrando en los montes cercanos al Loira, ahí debieron dejar el jeep a fin de no llamar la atención y porque pensaban desplazarse mejor a pie.
Yves ya le había avisado a Antonio a un apartado postal, que sólo ambos conocían, que marchaban hacia el sur con la idea de poder llegar a su pueblo en el norte de España, pasando las dunas de Argelès y los Pirineos, por el mismo paso que utilizaban los republicanos en sentido contrario.
Estaba seguro que en ese pequeño e ignoto pueblo, estarían momentáneamente a salvo.
Había decidido viajar vestido de cura y llevaba a Jeanette como su hermana muy querida.
Durante cuatro horas caminaron en silencio por un camino sin asfaltar, había charcos y barro, la humedad ascendía desde los zapatos, uno detrás del otro, delante y detrás de ellos: la soledad del miedo. No hablaban, y sin embargo, creían hacer mucho ruido. Por los lados del camino, aparecían de vez en cuando sombras de casas y granjas sin vida, oscuras y tenebrosas. Sigilosamente, dejaban atrás unas y otras. Los campos abiertos les rodeaban con sus vallas de alambre y sus acequias de drenaje. El sonido del viento azotando ramas, y momentos de lluvia intermitente les daban bastante tranquilidad, aunque los dejaba empapados y ateridos..
Ensimismados en su caminar no advirtieron un sendero que se dibujaba a la derecha, cuando de pronto una voz les sobresaltó y detuvo.
- Yves, Yves, por aquí, rápido - Y una pequeña linterna les indicó que alguien había al fondo del camino, escondido detrás de unas parvas de heno.
Se acercaron rápidamente, y un muchacho no mayor de trece años les aguardaba escondido. No lo conocían y él tampoco a ellos. Un silencio de miedo y confusión se adueñó de Yves y Jeanette hasta que el primero habló:
- Soy Yves, ¿quién sos vos?
El chiquilín respiro tranquilo y repuso:
- Me llaman Jacques, trabajo para Antonio, síganme, no tenemos tiempo - y comenzó a andar con seguridad por el camino secundario, internándose en un bosque espeso. Los otros titubearon pero rápidamente le siguieron, andaba deprisa el muchacho, casi en total oscuridad e incluso les apremiaba:
- Vite, vite, si vous plait.
Al cabo de cincuenta minutos, andando por esa senda, Jeanette tropezó con una raíz y cayó lastimándose la rodilla, gimió de dolor e Yves le indicó que callara, pero el muchacho les dio tranquilidad al decir:
- Tranquilos, aquí no corremos ningún peligro, pueden hablar. No hay nadie en cinco kilómetros a la redonda y éste es el único camino de entrada a este bosque.
- Paremos un momento- dijo Yves, mientras atendía a su compañera.
Jeanette sangraba por el golpe y de las medias apenas quedaban algunos vestigios, toda rota y sucia comenzó a llorar, estaba agotada y dolorida.
El muchacho, nervioso por el contratiempo y azorado por la responsabilidad que había adquirido de golpe, se compadeció:
- A dos kilómetros hay una cabaña de caza al lado del camino, allí podrán descansar hasta las seis de la mañana, hay fuego dentro, apurémonos, son diez minutos más.
- Dame, le dijo Yves a Jeanette y le quitó la mochila.
Entre él y el joven, la tomaron por el brazo y siguieron. Al cabo de veinte minutos sobre las tres de la mañana, vieron cómo se recortaba una cabaña al lado del camino, totalmente rodeada de árboles. El muchacho llegó y abrió la puerta y una luz tenue y cálida salió del interior.
Entraron y rodearon la chimenea. Las ventanas estaban cerradas y no salía ni el más pequeño rayo de luz al exterior, había algunas sillas desparramadas por los rincones y una mesa grande en medio de la sala.
La pequeña chimenea que calentaba aquella cabaña estaba con brasas todavía, la oscuridad de fuera hacía de aquel fuego moribundo una gran fuente de luz. Yves y Jeanette se vieron las caras. Cuánto habían cambiado en pocas horas. El joven les sugirió que acercaran las sillas alrededor y se calentaran. Con nerviosismo y prisa les comunicó que muy cerca, a no más de quinientos metros pasaba una carretera y dentro de tres horas, un vehículo tocaría la bocina tres veces, por lo que deberían ir a campo traviesa a su encuentro. Luego sin más, se fue, tan misteriosa y sigilosamente como había llegado.
Los jóvenes se calentaron en silencio, sucios y heridos, trataban de revisar su estado, deplorable por el intenso esfuerzo y las condiciones de la marcha. Jeanette todavía sangraba y miraba a Yves buscando algún apoyo en aquella debacle de la vida.
Yves, cabizbajo, se aferraba la cabeza, buscando dentro de ella explicaciones a todo aquello, no hablaba, intentaba entender por qué aquel juego que en su momento pareció interesante, fascinante e importante, se le escapaba a su control. Ahora quería que todo aquello no hubiera sucedido, pero tampoco estaría tratando de salvar a Jeannette y salvarse a sí mismo, sería un solitario personaje dentro de un mundo disparatado y cruel. Tremendas dudas le atormentaban. Cuando en estas luchas estaba, notó que Jeannette le tomaba la mano y se la acariciaba:
- Gracias querido amigo, por todo lo que estás haciendo por mí. Quise escapar con vos y no me arrepiento de nada y seguiré con vos. No te vengas abajo, empezamos juntos y acabaremos juntos. Sólo daría lo imposible por saber qué ha sido de todo nuestro grupo. ¿Estarán bien? ¿Qué habrá sido de Pierre? ¿Lo habrán apresado?
Yves miró a Jeanette, sorprendido por su entereza en esos momentos, respiró hondo y fabricó una sonrisa de circunstancias, vio un poco de claridad en aquella frenética noche.
Empezaron a preocuparse el uno por el otro, sobre sus heridas y ropas rasgadas, hasta se produjo una risa nerviosa fruto de tantas horas en continua tensión, luego se relajaron y casi dormitaron, apoyados la una en el otro.
Yves se despertó sobresaltado y se dio cuenta de la realidad, comenzaba a amanecer y por las rendijas de las ventanas se dibujaba una borrosa claridad. Despertó a Jeanette, trataron de escuchar y no oyeron más que cantos de pájaros alegres por un nuevo día. No oían nada de ruido de motores ni voces, ni nada.
Una duda les recorrió el cuerpo; ¿Y si no habían oído la bocina? y… ¿si les habían vendido?, cuando de pronto un bocinazo se dejó oír claro y potente.
Recogieron rápidamente las cosas, y salieron de la cabaña. Por entre los árboles vislumbraron las luces de un vehículo, medio camión, medio auto, al otro lado del cerro. Todavía no se veía con claridad, pero rápidamente corrieron hacia allí, sin más precaución que no caerse.
Llegaron a la carrera y una camioneta agrícola los escondió en el remolque entre útiles de poda y mantones de recogida de oliva, se acomodaron entre ellos. Pero luego Yves, prefirió sentarse junto al conductor a pesar del riesgo, para averiguar algo más.
- Hay controles en Orleans, nos desviaremos por Saint-Hilarie. Esta mañana están activos, ayer acabaron con la resistencia en Paris, han detenido a casi todos. Los están buscando por todos los alrededores por ser amigos de Pierre. Gastón los describió perfectamente.
- ¿Qué Gastón nos describió? ¿Por qué motivo? ¿Por qué nos traicionó? ¡¡No entiendo!! somos amigos desde siempre.
- Celos, amores infundados, desagravios.
- Ahora entiendo, ¡pobre Jeanette!, ¡no le digas nada!.
- Tratá de dormir Yves, nos quedan más de cinco horas por esta camino tan solitario.
Éste miró a su primo con admiración, preguntándose cómo sabía todo, cómo estaba enterado de hasta los más mínimos detalles, si sólo Jeanette había viajado a visitar a sus padres y él a llevarle una nota de Pierre y quedándose únicamente unos días a hacerle compañía. Sólo atinó a responder: -¡Gracias, Antonio!.
XI
La carretera rodeaba un lago, el vaivén y los pequeños baches mecieron el sueño, el amanecer era frío y solitario. Antonio conducía con ternura, sabía de su cansancio y su abatimiento, era la primera vez que tenían dificultades serias, le vino a su recuerdo momentos de su guerra en España, tantos de estos y qué suerte tuvo, ¡cuántos amigos quedaron en el camino!, y lo más duro, ¡a cuánta gente tuvo que matar para sobrevivir!.
Esto lo volvió discreto y silencioso, hábil y decidido, pero nunca pudo quitar los recuerdos de su mente. Siempre le atormentaban, siempre se preguntó si valió la pena semejante pérdida. Recordaba cada una de las personas a las que tuvo que quitarles la vida para sobrevivir, siempre a la desesperada, como los que tenia enfrente. Ahora sabía que nunca le abandonarían, le acompañarían mientras viviese.
Los cruces que encontraron y los pueblos que atravesaron estaban totalmente desiertos, nadie se aventuraba en aquella mañana sangrienta de Francia, el miedo reinaba en el país. Algo les precedía.
Mientras cargaba combustible y algunas vituallas en una estación de servicio a cincuenta kilómetros al norte de Orleans vio como por la carretera avanzaban tres camiones de soldados alemanes, atravesaron el pueblo y siguieron, sin reparar en la camioneta que estaba detenida. Antonio le preguntó al propietario y éste le comentó que habían pasado más de ocho camiones, “algo estaban preparando”.
Subió preocupado, pero no dijo nada a Yves que seguía durmiendo. Salió de la estación de servicio y en el primer cruce giró hacia el oeste. Durante más de media hora condujo en estado de tensión. Al atravesar un pueblo, y por lo que se dejaba ver entre unas calles, observó en un momento como un grupo de soldados estaba empujando a gente indefensa (seguro judíos), aceleró y salió del pueblo.
Paró en un pequeño bosque y los despertó, comentándoles lo que había visto.
- Están por todos los pueblos, hay que separarse. ¡No están preparados!, ¡ya no es un juego, se enfrentan a la muerte! ¡por favor dense cuenta!, esto es lo que siempre te dije Yves, ahora tienen que ser extremadamente cautos y si uno de los dos es detenido, no deben conocerle o morirán los dos.
- Pero, ¿dónde estamos? - Inquirió Yves.
- Estamos al oeste de Orleans a quince kilómetros aproximadamente. Deben llegar a la iglesia de Saint-Hilarie, donde estarán seguros todo el tiempo que haga falta, el Padre Frank es de los nuestros, ya está avisado.
-¿Y dónde está ese pueblo?- Inquirió Jeannette, adquiriendo una firmeza nueva en ella.
-Deben llegar desde aquí, andando por el pequeño bosque, allí se ve la torre de la Iglesia, yo los esperaré ahí. Tengan cuidado, y si no nos volvemos a ver, ¡suerte!.
Aquellas palabras impresionaron a los dos, de pronto se dieron cuenta de que iban a conocer de cerca a la muerte. Vieron cómo la camioneta se alejaba y ellos se quedaron al borde del camino en un bonito bosque del Loira.
Avanzaron por la ribera del río hasta un puente rústico, donde se dieron un abrazo y se separaron, no se dijeron nada, pero las lágrimas afloraron a los dos y con decisión se fueron, Jeanette por un lado e Yves detrás. Atravesaron uno el puente y otra siguió por la vereda, sólo les separaban unos tres kilómetros del pueblo.
Al llegar a éste, e introducirse por la pequeña calle que daba al bosque, oyeron disparos y gritos, pero no veían a nadie, Jeanette se apretó en un pequeño portal y esperó allí. Al cabo de unos minutos el silencio se adueñó del pueblo, salió de su escondite y a la luz del día avanzó hasta la calle principal. En la esquina que daba a la calle había una cafetería con una terraza en el exterior, estaba desierta, pero en una silla había una gabardina que le resultó familiar, ¿Era de Pierre? ¿Cómo había llegado ahí al mismo tiempo que ellos?. Entró en el bar y una señora mayor, asustada, apareció detrás de unas mesas. Ella le preguntó por el propietario de la gabardina y la mujer le dijo que lo habían detenido hacía un momento. Jeanette le preguntó dónde estaba la iglesia y la mujer temblando le indicó que daba al otro lado de la calle, justo detrás del edificio de enfrente.
En ese instante oyó unos gritos y la voz le resultó familiar, se asomó por una ventana y vio un grupo de alemanes armados que rodeaban a Yves y lo empujaban.
De pronto, lo colocaron contra una pared, se alejaron unos metros y levantando las armas le dispararon. A Jeanette se le rompió el corazón, y sin pensar en nada más que estar con su querido amigo que tanto había hecho por ella, salió de la cafetería e inició una carrera hacia él, los soldados la vieron venir y pensando en alguna artimaña bélica le dispararon también y creyéndola muerta subieron a su camión y se fueron.
Jeanette más asustada que herida pudo llegar arrastrándose junto a Yves, que con un soplo de vida, le sonrío, se abrazaron uno al otro y él murió en sus brazos sin ni siquiera enterarse, al igual que ella, de por qué, ni para qué. bueno. Es
Ella comenzó a arrastrarse desesperadamente a pesar de sus heridas en las piernas, dejando a Yves en un charco de sangre, había cruzado la calle, fuera de lo que había sido el campo de tiro, cuando ya los dolores le hicieron imposible continuar, cayó. La iglesia se veía enfrente a unos metros, debía cruzar la plaza, pero se desmayó.
XII
No supo Jeanette cuánto tiempo estuvo desmayada, pero cuando despertó creyó que realmente algo muy raro sucedía. Estar en el cielo no estaba, en el infierno mucho menos, pero ¿Quién era ese tremendo hombre colorado, con la cara tapizada de pecas y, que como meciéndola y acunándola la transportaba en brazos, le sonreía y apretaba el paso con ella upada hacia lo que Jeanette observó era la iglesia?
En ese momento recordó todo lo espantoso que había sucedido, giró el rostro por sobre el hombro del fortachón tratando de ver a Yves tirado, pero ya no estaba, sólo se veía un charco de sangre ya coagulada (una tremenda punzada se le clavó en el pecho quitándole la respiración).
El fortachón entró por el costado de Saint-Hilarie, siempre manteniéndola en brazos y en vez de detenerse, comenzó a descender por una escalera que se hallaba de forma subrepticia cubierta por el armario de la ropa e implementos de culto.
Al llegar al piso inferior, el fortachón como ella lo había bautizado en mente y que no era otro que el bravísimo cura escocés Frank McKinley * la depositó en un cómodo catre mientras ella observaba sobre la mesa de la otra habitación el cuerpo exánime de su querido amigo, de tendido de espalda, lavado, cubierto con su sotana y con un paño blanco sobre su rostro acribillado.
Ése fue justo el momento que necesitó Jeanette para descargar sus angustias llorando sin consuelo y a los gritos, con un frenético ataque de histeria.
Pensaba en Pierre prisionero ¿dónde? ¿vivo?, en Yves muerto, en Antonio que ¿quién sabía qué suerte había corrido? y en sus piernas baleadas (con quizá una esguince o fractura, dado el dolor) que le impedirían huir o correr, en caso de presentarse la ingente necesidad.
El Padre Mckinley le acercó un poco de sopa, un trozo de queso, una rodaja de pan y un vaso de vino (menú sibarítico si tenemos en cuenta el racionamiento), y entonces recién descubrió ella cuánto hacía que no probaba bocado.
Después de comer y quizá por los kilómetros caminados, por las tensiones o por el vino, quedó profundamente dormida.
* Frank McKinley (de quien tanto daría que hablar la historia al frente de sus bravísimos partisanos, luchando en el anonimato y teniendo a mal traer al alemán que se le cruzase
Pensó que había dormido varias horas cuando despertó bastante laxa y observó que tenía las piernas lavadas, vendada una y entablillada otra. Ahí comprendió que junto con el vino le habían administrado un somnífero o láudano, si no ¿cómo habían podido extraerle las balas?.
Un suave murmullo de voces de hombres, se escuchaba a cierta distancia, pero dentro de su sopor creyó oír la voz de Pierre y de Antonio, junto a la del Padre Mckinley, ¡Qué onírico era todo eso!.
Jugaba con estos pensamientos y trataba de escuchar la conversación para saber quiénes eran, cuando una mano le acarició los cabellos y la besó en la frente por detrás.
Sobresaltada por haber reconocido ese beso puro y tímido al que estaba acostumbrada, giró todo lo que se lo permitieron sus maltrechas piernas y se encontró con Pierre que la contemplaba asombrado, como un chico contempla al sol.
Apretó sus manos y sólo atinó a gritar: - ¡Estás libre!.
- Si, Jeanette, pero no por mucho tiempo, me están buscando, a eso se debió toda es terrible balacea contra el pobre Yves y contra vos. Me sentía consternado e impotente porque no podía descubrir a Jean. Si, minutos antes yo estuve con Jean Moulin en la cafetería, pero indudablemente, nos venían siguiendo, si nos vendieron o no, no lo sabremos. ¡Pobre mi querido Yves! ¡el mejor de nuestro grupo, sin ningún lugar a dudas!, siempre tan humilde, tan decidido, tan frontal. Su nombre subsistirá a esta maldita guerra, no lo dudes.
Jeanette quiso referirse a lo poco que había oído sobre Gastón, pero pensó que no era el momento ni estaba el ánimo de Pierre para pensar en una traición de su mejor amigo, además ¿cuál sería la causa de que lo hubiese hecho? no cerraba. Pero Antonio, lo había asegurado.
´- Yo sabía por Antonio- dijo Pierre, que se dirigirán hacia el sur para tratar de pasar a España y no quise dejarte ir sin verte al menos por última vez.
Cuando nos enfrascamos en la lucha, aparecieron Antonio, Mckinley y un grupo de partisanos y lograron rescatarme, no así a Jean, cuya suerte desconozco, pero no creo que lo matasen, es demasiado valioso. Aunque si lo pensamos bien, sería preferible que lo hubiesen matado, las torturas de la Gestapo son irresistibles, dominan y deterioran el carácter más entero hacen desear la muerte como salvación y liberación.
Luego Pierre, tomando suavemente la cabeza de Jeanette la atrajo hacia sí y comenzó a besarla de una forma apasionada y desesperada (como nunca lo había hecho) con esa desesperación propia de aquel que ama y sabe que es inminente la separación definitiva. Jeanette devolvía toda esa pasión contenida y desesperada de la misma forma.
Antonio, que entraba en ese momento en el cuarto, se quedó mirándolos con extremo cariño y al mismo tiempo muy apesadumbrado, pero sonrió a ese revoltijo de brazos, piernas enyesadas, blusas subidas, borceguíes tirados atados y manos hambrientas y les dijo entre carcajada y carcajada:
- Eh muchachos ¿qué les parece si aprovechamos la oportunidad, que se nos darán muy pocas, y los caso?.
El “in fraganti” de Antonio los dejó avergonzados. La guerra, las luchas, las huidas, las muertes, los habían fogueado, a uno más que a otra, pero aún mantenían, en cuestiones del amor, esa candidez de los primeros tiempos.
El sonrojo desapareció en el mismo instante en que vieron los pies embarrados de Antonio y las manos y los pantalones también.
Ahí comprendieron que Yves, su querido amigo, había desaparecido para siempre de sus vidas,
A Jeanette comenzó a brotarle una lágrima, la que se convirtió en cascada y luego en amargo e incontenible llanto.
A Pierre sólo se le humedecieron los ojos, pero el rictus de sus labios y el movimiento apretado de sus pómulos demostraba el tremendo dolor aunado a un ansia de venganza y sed de sangre (ya no era el mismo Pierre que se llevaba a Jeanette por delante en París). A pesar de su juventud, la visión de tanta sangre y el ser el segundo de Jean habían recubierto su corazón de una dureza indescriptible que sólo se ablandaba al contacto de Jeanette.
Antonio dijo (como continuando una conversación no comenzada:
- Puse sobre su tumba una esqueja de olivo. ¿Qué mejor que un olivo para recordar a Yves?, con respecto a lo que hablé de casarlos, lo dije con todo el convencimiento de que están hechos el uno para el otro.
Jeanette, miró a Antonio sin responderle, pero como si estuviese evaluando la posibilidad.
En cambio Pierre, se levantó violentamente y se dirigió al jardín de atrás de la iglesia, recostándose en la cruz de Yves y esta vez sí, dando paso libre a sus lágrimas, que no podemos llamar llantos, eran estertores, aullidos, mientras golpeaba la cruz y gritaba:
- ¡¡Cristo, Cristo, ¿Dónde estabas cuando te necesitó mi amigo? ¡Decímelo! ¿Dónde mierda estabas?.-
Jeanette dejó a Antonio armando otro catre en la habitación en que estaba ella, él y Jack dormirían en la sacristía.
Ella se dirigió al jardín y encontró deshecho y furioso a Pierre golpeando la cruz y se abrazó a el.
- ¡No quiero Jeanette!, ¡No quiero casarme con vos! ¡No sabemos lo que nos depara esta maldita guerra!, no puedo atarte a mí, tenés que ser libre, no viuda. ¡No puedo arruinarte la vida! El transcurrir del tiempo dirá si estoy equivocado o no.
- Pueden torturarme a mí, pero nunca a vos por mí, si nos mantenemos alejados. Podré soportar lo mío, pero jamás podré verte sufrir por mi causa, bastante has pasado ya.
Jeanette lo besó suavemente, le acarició la cabeza y volvió a la habitación.
Se mantenía despierta cuando mucho tiempo después escuchó a Pierre deslizarse en el catre, al otro lado de la habitación.
Se levantó suavemente, tratando de hacer el menor ruido posible y asombrada de sí misma se acercó a Pierre, se desnudó, levantó el cobertor e introduciéndose le dijo con la mayor sencillez y naturalidad.
- No seré tu esposa si no lo querés, pero no podrás impedirme que me convierta en tu mujer - y se abrazo a él, ya sin timidez.
XIII
Pierre, con la voz ronca, entrecortada ante lo inesperado y su pasión contenida sólo atino a decir “¿Estás segura?” pero todos sus propósitos se evanescieron en ese abrazo tan fuerte como el dolor. Envolviéndola, como si con esa opresión pudiesen fundirse el uno en el otro, formando un todo indivisible, desafiando la impenetrabilidad de la materia.
Aunados al amor, iba la confianza que él quería infundirle y que él no tenía. Iba esa inseguridad tremenda de todo hombre buscando el cariño maternal y esa seguridad también tremenda, de demostrarle que era la persona que sentía como ella y para ella. Lo demás fue una vorágine producto de tanta angustia, tanto dolor, tanto deseo, tanto miedo de perderse para siempre uno al otro, de no verse más y luego, más fuerte que ambos y que los miedos: el instinto animal del principio de los tiempos estalló con estrellas multicolores elevándolos al infinito, en un momento único e irrepetible, pleno de sentidos y sentimientos.
Después de muchas horas de amor intenso, mientras Pierre la miraba con sus manos, adivinándola en la oscuridad, Jeanette se quedó dormida apretada sobre su pecho y con las mejillas húmedas.
Ya había amanecido cuando Jeanette despertó aún arrebujada buscando el cuerpo de Pierre en el catre. Sólo encontró su hueco en la almohada, desesperada abrió los ojos y vio sentado a sus pies a Antonio, con una taza de chocolate en la mano.
No quisieron preguntar ni uno ni la otra, a Antonio le holgaban las explicaciones y Jeanette con solo ver su cara y un papel que tenía en la mano, supo que Pierre se había marchado.
Como si se lo hubiese preguntado Antonio expresó:
- Un partisano vino a buscarlo, Jean sigue prisionero y el movimiento necesita quien los dirija, luego le extendió una nota y un pequeño anillo que ella había observado siempre en el dedo meñique de Pierre.
Con temor, con un dolor indescriptible en el pecho, con un vacío sólo comparable a la angustia de la muerte, desdobló el papel y turbiamente, a través de sus lágrimas, leyó.
Mía ¿de qué otra manera puedo llamarte?. Sólo mía... mi mujer, mi amante, mi todo, un dolor lacerante me traviesa el alma paro no puedo despertarte, ni podría llevar conmigo el recuerdo de tus lágrimas.
Me llevo como el tesoro más anhelado tus caricias, tu ternura, tu pasión, esos íconos de felicidad plena que marcarán lo que me resta de vida lejos de vos.
¡¡Te amo tanto Jeanette!! Tanto, que las palabras no pueden explicar este sentimiento. Me llevo tu cuerpo fundido en el mío, me llevo tus manos acariciando mi pecho, me llevo tu olor y tu calor impregnados en todo mi ser, te llevo toda.
La vida nos ha tratado duro cariño, pero quizá saldremos de ésta y algún día recordaremos toda esta amargura, todo este dolor y sonreiremos abrazados.
Si el destino no nos lo permite recuerda siempre que te esperaré... “Hasta que vuelva a encontrarte”.
Quizá este amor no sea de este mundo pero no lo dudes ¡Volveré en tu búsqueda! En alguna parte existe el lugar donde no hay guerras, ni pesares, ni muertes y recuerda: Más allá de la vida y de la muerte, me encontrarás esperándote.
Este anillo me lo puso mi madre cuando era muy niño, quiero que ahora seas vos quien lo lleve como mía.
La señal, amor, ya debo irme, quiero que me prometas que obedecerás a Antonio y partirás lo más rápido posible hacia los Pirineos para pasar a España. Él sabe cómo hacerlo y sabrá también cuidar de vos, aunque el trayecto será largo y extremadamente peligroso y extenuante. Su experiencia en la guerra Civil Española y vivir en situaciones críticas y extremas le han dado la cautela y sabiduría para ejecutar y lograr los objetivos.
No te arriesgues, no pongas en peligro esa vida tuya que tanto me pertenece.
Te amo Jeanette, creo que te amé y te esperé aún mucho antes de haberte encontrado. Pierre.
Jeanette apretó la hoja contra su corazón, se colocó el anillo en el anular derecho y no lloró, fue como si tantas pruebas, tantos sufrimientos, en tan poco tiempo hubiesen agotado para siempre su caudal de lágrimas.
Se levantó (no dándose cuenta que Antonio giró para no observar su desnudez) y ante este hecho histriónico e impensado sonrió a pesar del dolor, se envolvió en el cobertor y expresó.
- Antonio estoy lista para lo que quieras y te seguiré donde quieras, es voluntad de Pierre y la acataré.
Antonio le respondió que había ya hablado con el conductor de un camión que llevaba vituallas hacia el sur y había aceptado llevarlos con él o al menos acercarlos a Albi.
CONTINUARÁ EN BREVE |