Capítulo IV:
DE MARGARITA
“¡Miren al chico Moscoso! Que desgracia”, “¿Y ya vieron el caballo qué lo acompaña?”, “Ja, ja, vaya pareja”.
Tal como lo había imaginado, las risas estallaron y como suele ocurrir a la mayoría de los mortales, el pobre Jito no encontró una mejor manera de demostrar su descontento y repudio a todo cuanto le rodeaba, que sonrojar involuntariamente su rostro. Sin embargo, su tímida fascinación a la joven que la chusma presente sólo veía como un trofeo, le daba ánimos para avanzar. Aún con la cabeza mirando a sus pies.
Una vez pidiendo en la catedral de Chillán, antes de trasladarse definitivamente al mercado como centro de operaciones, se le acercó una niña de su misma edad, con ropas radiantes y una sonrisa angelical. Le entregó una moneda, que su madre le hubiese pasado para darla a la recolección de limosna durante la misa. Se enamoró perdidamente de ella y su nombre se le grabó en la memoria, con la misma sutileza que su madre la llamó.
“¡Margarita, que haces acercándote a esta gentuza! ¿No ves que te pueden pegar quizás que bicho?”
Acto seguido, el sacerdote, en su misión para corresponder a de quien asistiese todos los domingos a misa. Le tomó del brazo y le ordenó que no volviera a pisar la casa de Dios. Jito obedeció.
Mientras el corazón se le hinchaba de valor, su prematura osadía rebotaba confusamente en su cabeza, con un “¡En que lío me he metido!”.
-He tú, Moscoso. Detente –dijo uno de los criados de la casa anfitriona. Mientras se atravesaba en el paso de Seguro.
-Que ocurre oiga y tengo nombre, pa’ que lo use.
-No me faltes el respeto pendejo. Tú no estás en la lista, así que ¡Lárgate!
El pobre de Jito respiró dos veces profundamente, para evitar estallar. Si algo lo perturbaba de su condición de desgraciado, era el rechazo que su nombre y bolsillo provocaban. Cualquiera con más imaginación, mala intención y tino de prejuicio, sumaría a esto el supuesto de que la bestia que montaba el joven fuese robada.
Verá, buen lector, la rabia que nuestro amigo intentaba suprimir finalmente se abría paso formando un par de lágrimas. No soportaba su desgracia tampoco soportaba la injusticia, aún cuando en una temprana edad poco supiera su extenso significado, como muchos que nunca sabrán definir en vida a la libertad.
La tensión la rompió una voz entre la multitud que gritó “Déjalo participar, si con ese bicho no gana”. Otra se le sumó con un “Mejol te va a ir cabrito si te poni’ a correr”. Volvieron las risas.
Y luego de una mirada cómplice con su patrón que asentía con la cabeza, el criado dejó pasar de mala gana a Jito. Quien fue a tomar posición acompañado por los aplausos de los espectadores.
Juan Evaristo estaba acostumbrado a la humillación. Esta extraña sensación de apoyo le resultó un bálsamo que limpiaba su carne, pero, al ser un estímulo nuevo para él, volvió a sonrojarse.
Ya ubicado en la línea de partida, pudo ver al otro extremo a Luis Cerda y Flecha. La arrogancia como característica. Chupasangre de las esperanzas de los competidores.
Al observar a su alrededor su mirada dio con la de Margarita, que estaba en un sector del gentío que gozaba de sombra. Le sonreía piadosamente. Jevo, entre nervios, se pasó la mano por su cara, buscando el motivo de su risa. Encontró nada y aún no recuperado de la exaltación, le respondió sacándole la lengua. Ella rió y luego lo hizo él.
Le causó más gracia, al notar que el chico Cerda era un testigo más del juego de muecas, y que fruncía el ceño en señal de extrañeza, reprobación y repugnancia. |