Capítulo II:
DE JUAN SEGURA Y LOS CERDA
La historia de la cojera de Juan Evaristo Atenógenes Tercero, nos remonta a julio de mil novecientos treinta y nueve, en pleno invierno. A su mozuela edad de dieciséis años, mientras cabalgaba por las haciendas, para impresionar a Margarita Thompson, la reina de la primavera de mil novecientos treinta y ocho en San Carlos.
Pasaban los meses y la belleza de la muchacha aumentaba.
De una larga lista de pretendientes, entre los que no figuraba el joven Jevaristo, por su pobreza –única herencia de los padres y abuelos, que nunca tuvo oportunidad de conocer-, se dispuso que quien ganara una carrera a caballo por la hacienda del padre de la niña, tendría sus bendiciones.
Jito, sin deseos de ausentarse a esta oportunidad, fue donde Juan Segura, una de las pocas familias en la localidad que criaban caballos.
Aquí también resulta necesario explicar los comienzos de su amistad, cuando éste último, recién se mudara a San Carlos hace una década de la carrera. Sin embargo, no cruzaron palabras hasta que Jito lo reconociera, mientras hacía sus payasadas en el mercado de Chillán, para ganar un poco de dinero.
El carácter fuerte del chico Moscoso, siempre le resultó para armarse de grandes amistades y enemistades. Juan Segura, era apenas un par de meses menor que Jevo, pero de actuar mucho más pasivo.
Quedó encantado con la rutina y más aún cuando Jito le enseñó un par de trucos. Los dos niños causaban gran conmoción con sus piruetas y malabarismo. Una vez reunidas las primeras monedas, las gastaban en golosinas. Luego volvían y continuaban con lo suyo ante un público totalmente nuevo.
“Me uniré al próximo circo que venga al pueblo” repetía Jito decidido, pero nunca llevó a cabo su plan. Con el tiempo, era mal visto que un joven recurriera a esta vida para conseguir el sustento, por lo que al cumplir los trece no tuvo más remedio que trabajar la tierra, como ayudante en la casa de Juan.
Su amistad trascendió generaciones y diferencias sociales. Incluso hoy es posible verlos como yuntas, cada domingo de cartas.
Llegó donde los Segura el mismo día de la carrera. Arrojó unas cuantas piedrecillas al cuarto de Juan, hasta que su cabeza se asomó y su mano sobaba en el lugar donde acertó alguno de los diminutos despertadores.
-¿Qué pasa, hombre? –gruñó el joven Segura aún abrazando el letargo.
-Juan, necesito a Flecha –dijo Jito, acelerado, sin dar tiempo a saludos triviales.
-Tú sabi’ que el viejo se enoja cuando sacamo’ a lo’ animales sin permiso.
-Buta Juan, es un favor. Quedaríamos a mano por cuando te salvé en la pelea con los cabros Cerda, el otro día –los Cerda eran una de las familias de mayor status sancarlino, el cual lograron, en parte, presumiendo su apellido con el del Presidente de turno. Encarnando con descaro un posible parentesco lejano, bien lejano.
Juan no respondió. Sabía le debía una a Jito y no poseía aún las fuerzas para replicar. Cuando volvió tenía los ojos abiertos, despabilado por el espanto.
-No está. Papá dijo que se lo prestó al joven Luis Cerda, para una carrera y que no pudo decir “no” al dinero que le ofreció.
Nuevamente el apellido de los porcinos se cruzaba en el camino. Como si no bastará con todas las espinas anteriores.
-¿No te queda ninguno? –preguntó Jevaristo, entregado a su suerte de necesitado.
Juan lo miró con un aire entre burlón y preocupado, haciendo la mueca infantil de poner el labio superior de su boca tapando al inferior.
Jito sabía su respuesta, pero se resignó con la cabeza caída a recibir a Seguro. Ninguno de los arrendatarios lo quiso consciente de su paso fatigado y su sobrepeso.
-Lento, pero Seguro –No se aguantó a decir Juan, intentando levantar el ánimo a su amigo.
Jito ya imaginaba el ridículo y las risotadas, pero más fuerte fue la imagen de su futura esposa. Margarita.
Ensilló al animal y partió a su destino. |