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La ciudad de Nueva York se perfilaba a lo lejos, tan altiva, soberbia y elegante, con sus millones de luces apagando la luna. Y difuminando ese perfil, el humo de los cigarrillos que profusamente fumaba Eva. Fumaba y anotaba sin ningún tipo de orden aparente todo lo que surgía de su cabeza en un pequeño bloc sin tapas. Y, de vez en cuando, actualizaba su Facebook: “no comments”, “nada que alegar”.
De repente pensó en lo curioso de las distancias: cómo los espacios se alargan o se estrechan sin necesidad de que haya movimiento. El roce provoca miedo, más aún cuando de intercambiar sentimientos se trata; por eso resulta más fácil abrirse a los desconocidos, que, aunque notamos muy cerca, físicamente están muy lejos, que a las personas que nos rodean, con las que compartimos espacio, aunque no nos sintamos en el mismo plano. Y todo el bien que, en un momento dado, nos puede provocar esa sensación de distancia falsa, se esfuma en el momento en el que necesitamos ese roce. Pero no hay tal, porque es un alguien al que no se puede tocar, un alguien sin ojos a los que mirar, un alguien cuya risa no hace eco en otra risa.

Las respuestas a su estado no tardaban en llegar. Gente que se preocupaba, que hacía bromas, que colgaba caritas sonrientes… Alguien teclea algo en Madrid y en cuestión de segundos le responden desde Toronto. Pero no hay humanidad es ese causa-efecto.

Eva miró por la ventana. Era de noche pero aún temprano, por lo que todavía vagaba por las calles un número considerable de sombras. Intentó distinguir gestos, perfilar caras, pero la altura desde la que observaba no le permitía apreciar detalles tan pequeños. Y pensó que cualquiera de esas personas sin rostro estaba más cerca de ella que el amigo de Toronto que le había contestado: “¿Falta de imaginación o hartazgo de ideas? Sea lo que sea, ¡ánimo!”. Pero también pensó que la comunicación con ellas sería mucho más compleja; sin teclas, clicks o el botón de enviar. Requería demasiada cercanía, demasiado contacto. Porque si gritase por la ventana seguramente pensarían que estaba loca o que tenía intención de saltar al vacío, sobre un colchón de cabezas flotantes. Y también requería valentía, porque si bajase a la calle y se acercase a algún viandante con la intención de hablar con él, lo más seguro es que pensase que quería robarle o pedirle algo. Es el código de las grandes ciudades: no confíes en nadie. Lo único que tenía era su cobardía para esconderse detrás de las letras de su teclado.

Eva encendió un cigarrillo y siguió garabateando en su cuadernillo sin apartar la vista de la ventana que la separaba del mundo real. Nueva respuesta: “No digas nada, ¡actúa!”, le gritaba su amigo de Valencia.

Y entre mensaje y mensaje sus garabatos comenzaron a adquirir formas, como a veces pasa con las nubes: un árbol, esto parece una copa, una araña, unos labios sinuosos… La naturaleza manda sus mensajes desde el cielo. Y nosotros desde cables invisibles que lo cruzan. Así que Eva concluyó que desde el cielo también tenía que llegar su mensaje y tenía que ser un mensaje que siguiese protegiéndola detrás de la palabra escrita, como en Facebook. Se irguió para observar mejor a las hormiguitas que circulaban por las aceras y, buscando una hoja en blanco en su cuadernillo, ideó un mensaje que pudieran descifrar y fuese lo suficientemente llamativo como para que quien lo leyese no dudase en “contestar”. Escribió: “Cambio beso por copa de vino. 23:00 horas, enfrente del bar Ericsson”. Dobló el trozo de papel, lo sujetó con una pinza de tender la ropa para que el viento no se lo llevase por los tejados de la ciudad y lo arrojó por la ventana.

A la hora señalada, enfrente del bar Ericsson, Eva esperaba una respuesta.

Cuando pasaban doce minutos de las once de la noche, vio cómo un chico daba vueltas nervioso delante de la puerta del bar. Le chistó, el chico dio un respingo y miró a ambos lados, y cuando ya había comprobado que no había nadie alrededor, miró al frente y se acercó a ella mostrando una botella de vino. A pesar de la evidente vergüenza que no conseguía disimular ni espantar, consiguió abrir la botella y sacar dos copas de plástico de la trenca que llevaba puesta. Brindaron por los encuentros casuales y ente copa y copa averiguó que el papel lo había recogido su madre que, con acierto, había deducido que lo había escrito una mujer. Averiguó que les separaban quince años y que esa era una distancia que no importaba para compartir una botella de vino en una noche cualquiera.

Apenas comenzaba a clarear el día cuando Eva se dirigía a su casa con la botella de vino vacía en la mano y la señal de un beso aún caliente en los labios.

Texto agregado el 25-01-2011, y leído por 104 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
02-02-2011 Me encantó, siento tu cuento como una botella lanzada al mar, al igual que ese pedazo de papel, una llamada a alejarnos, a aprender a mantener una distancia con este mundo virtual que nos permite comunicarnos, pero que nos invade poco a poco, tal vez ineluctablemente. Muy bien logrado. loretopaz
28-01-2011 Me gusto. Abordas un tema de actualidad y lo envuelves en algo clásico como los mensajes a la deriva. Curioso que lo que relatas en tu cuento, sea en cierta forma, lo que hacemos nosotros (los cuentero) en esta página. Pero es un placer descubrir (aunque sea a la distancia) que existen buenas escritoras como tú. Saludos y Bendiciones! polvosoy
 
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