X
El resto lo pasaba muy bien, yendo y viniendo a placer entre el cielo y la tierra, pero el trabajo de Malik vigilando la puerta del más allá hacía que tuviera una cabeza muy cerrada. Hacía una eternidad que mantenía ordenada la fila de almas que nunca se agotaba, y ante su nariz veía pasar incontables muertos que no significaban nada para él. Sin embargo, aunque no tuviera una gota de simpatía por los problemas de Axel, ni le dedicara otro pensamiento en todo el día, tampoco tenía nada en su contra, y en cuanto estuvo en presencia de su jefe recordó que le había querido transmitir un mensaje.
–¿Cómo dices? –exclamó Azrael, y detuvo su paseo para observar al guardia, pero este no agregó nada hasta que lo interrogó, asombrado–. ¡Axel estuvo aquí mismo, en nuestra puerta, buscando ayuda, y no lo dejaste pasar…! ¿Qué te dijo?
El paisaje más allá de la puerta era muy parecido al páramo nebuloso que Isabel había visto en su breve experiencia cercana a la muerte: una llanura envuelta en penumbra, donde no se divisaba el cielo aunque el resplandor grisáceo nunca se apagaba, y el suelo desteñido estaba lleno de charcos que surgían de la nada.
Azrael entró en su casa, una pequeña choza en medio del desierto, y dejó sobre la única mesa los rollos con la lista de recién llegados que Malik le había entregado. Recién había recibido la orden de capturar al fugitivo y entregarlo directamente en manos del ejecutor Charrsk. Aunque no vivía en el cielo, ¿no era una potestad, regente de la vida y la muerte, y el jefe inmediato del ángel Axel? Sin embargo, no le habían avisado del juicio, y se enteró del resultado ya tarde para ayudar.
Escuchó la historia de boca de Ridhwan, pero si este no se lo hubiera dicho, tampoco hubiera dudado de la inocencia del novato, lleno de ideales de justicia y honor, aunque le faltara templanza.
En otro escenario también habían seguido con curiosidad la cacería, porque si a los ángeles les interesaba alguien, por supuesto que los demonios intentarían sacárselo de las manos, por deporte. En torno al pozo místico de aguas podridas, en cuya superficie se reflejaba el mundo humano, se habían ido congregando una docena de demonios aburridos de sus ocupaciones, y como si fuera una lucha de box o un partido, se apostaban víctimas y pertenencias personales a quién ganaba. Entre ellos estaba Betel, pero no reía como los otros, ni estuvo de acuerdo en que iban a hacer puré al ángel entre Charrsk y Naqir.
–Bah, ese tarado lo tenía en el suelo y no lo terminó –exclamó Kunin, un demonio que había quedado enano y jorobado desde que se le ocurrió criticar a uno de los diablos importantes, y este lo aplastó con su puño–. ¿Qué están esperando? Creo que alguno de nosotros tiene que ir ahora a arrebatarles la presa…
–¿Qué creen que están haciendo? –interrumpió otro, dando un pisotón en el agua de forma que la imagen desapareció, y varios demonios aprovecharon para esfumarse antes de que se armara pelea–. Esa mujer… es mía.
–Tranquilo, señor –repuso Betel, inclinando la cabeza ante uno de los generales–. Sólo decíamos…
El demonio lo apartó de un manotón y se agachó sobre el pozo, aguardando a que se aquietara el reflejo. Luego sonrió al ver a la mujer de rodillas, buscando el rosario en la arena, y se relamió con una lengua negra y viscosa. El fauno se había metido en el bosque de ramas retorcidas y Betel, su amo, lo siguió hacia la oscuridad, tras ver que el otro demonio estaba absorto en la contemplación de la humana. Algunos, meditó, estaban obsesionados con eso de tomar almas, creyendo que al final ganaba el que se hubiera comido más fichas. Él prefería vivir el momento, porque quién sabía cuando vendría el juicio final.
–Isa, ha despertado –avisó Camila con voz cantarina.
Axel abrió los ojos, desorientado porque hacía décadas que no dormía y había olvidado la sensación de amnesia que seguía al sueño. No reconoció el lugar: encima del lecho había un vitral colorido que parecía vibrar con el potente sol, y las paredes estaban cubiertas hasta la mitad con cerámicas de motivos florales color azul.
–Estamos en casa de Camila –explicó Isabel desde la puerta, notando su mirada inquisitiva–. No ha pasado nada desde… hace tres días.
Lo habían encontrado en medio del bosque, y al sentirlo tibio supusieron que estaba herido pero vivo. Entre el cura y Camila lo cargaron hasta la camioneta, y había dormido desde entonces. Axel inspiró, turbado al volver los recuerdos, y notó que estaba sin camisa. Se tocó el pecho.
–Lo siento –dudó la joven, admitiendo avergonzada que le habían quitado la prenda, que además estaba hecha jirones, para curar sus heridas. Sin embargo, cuando se acordaron la tela se había desvanecido.
–Eso sucede –aclaró él tratando de pararse, no podía esperar sentado que vinieran a atacarlo–, ya que nuestra ropa y utensilios están hechos de materia que sólo existe en el Cielo, y separada de nosotros no dura mucho –y notando la preocupación de Camila, que estaba en la habitación contigua doblando la ropa que recién había planchado, mientras charlaba con Isabel y esperaban que despertara–. Tampoco necesitan curarme ni… –agregó, y al dar dos pasos cayó bajo su propio peso.
Isabel lo sostuvo contra su cuerpo y logró empujarlo hasta la cama, donde se tumbó, agotado. Lo miró, asustada: el ser que había conocido, poderoso, liviano, luminoso, lucía más tangible y real.
La generosa Camila los había recibido en su casa a pesar del peligro que representaban, porque sentía un profundo respeto por el ángel, y también gratificada de ser un instrumento divino, al servir a uno de sus mensajeros.
–Tome, esto le servirá –susurró con cierta aprensión, presentándole una remera blanca que había lavado y alisado con esmero. No sabía si era correcto prestarle ropa común como esa.
–Gracias, Camila Paz –aceptó el ángel con una sonrisa beatífica que la llenó de gozo.
Isabel los miró de reojo. Era la primera vez que lo veía sonreír, y no podía evitar pensar que su humilde gratitud era un show; pero recordó las veces que la había salvado y se reprendió por dudar. Además, no pudo dejar de reírse al contemplar sus intentos por embocar la cabeza adentro de la remera. Parecía que tampoco se vestían como los humanos. Luego de ayudarlo, se sentó en la mecedora que había junto a la cama, y preguntó:
–¿Cómo es esto de los ángeles? Camila me ha estado contando sobre jerarquías, coros, y mensajeros. ¿Eres también un ángel guardián? ¿Quién es el jefe que íbamos a ver del otro lado?
–Azrael –musitó él con nostalgia y un suspiro trágico– es el Ángel de la Muerte…
Camila estaba preparando té en la cocina, su pequeño retiro espiritual donde la rodeaban todos los recuerdos de su madre y abuelas: cucharas, recipientes y mantelillos tejidos que no usaba pero mantenía en perfecto estado. Al estirar el brazo por encima de su cabeza para alcanzar el tarro del té, notó por casualidad la cicatriz en su brazo derecho, y recordó la primera vez que tuvo un episodio. Entonces creyó que se estaba volviendo loca porque oía y veía cosas. Al final de ese período de extrañas sensaciones, despertó con su primera marca de estigma. Antes no creía, pero abandonó desesperada el tratamiento psiquiátrico en busca de algo que su corazón le pedía, y retornó a la fe de su madre. El padre Julio le dio esperanzas, le dio una explicación.
¿Por qué había rememorado con tanta claridad la sensación de encierro, la atmósfera ominosa de la primera vez, cuando no entendía lo que pasaba? Tal vez por Isa, a quien ya estimaba y quería cuidar como a una hermana pequeña, y a la que quería llevar hacia la religión, porque presentía en ella turbulentas emociones de odio y rencor. Para Camila lo que había sucedido tenía que ser un aviso, una oportunidad para que la joven volviera hacia el amor infinito, si caminaba por el sendero adecuado. Corrió a encender un cirio en su pequeño altar, para que esa luz iluminara a Isa y le diera la señal que necesitaba. Tras una corta oración, al hacer la señal de la cruz, notó con sorpresa que un líquido escurría de su frente. Miró extrañada las gotas de sangre oscura en la punta de sus dedos, y al momento sintió aguijones en la cabeza, un dolor que la tiró al suelo confusa y respirando agitada.
Su corazón desbocado de miedo y el zumbido en sus oídos no la dejaban darse cuenta si era ella quien estaba rezando ¿de dónde provenía la bizarra oración que oía? Desde que le llegaron las marcas, vivía envuelta en la sensación de ser perseguida, por eso se mudó a un lugar apartado y dejó su trabajo como maestra, porque todos notaban ansiosos que se comportaba de forma extraña. Poco a poco sus tormentos espirituales, sus dudas, se habían disipado, incluso al ver a Axel había adquirido una certeza, una paz absoluta. ¿Era necesario este sufrimiento? ¿Por qué debe ser atormentado alguien que sólo tiene amor y fé, que no duda del Creador?
–No, ¿de dónde vienen estas palabras? –murmuró, pugnando por levantarse pese al mareo que tenía cada vez que sangraba.
Quería orar pero sólo sentía inseguridad, mientras una voz insistente la acosaba con dudas.
Alzó los ojos y parpadeó las gotas de sangre. Envuelto en fuego, emergió un ángel de rostro femenino y cuerpo voluptuoso, que la miró con desprecio y formó una sonrisa burlona que la hizo estremecer.
–Tu expresión atormentada en el espejo es hermosa –comentó, extendiéndole una mano que Camila rechazó, aterrada. Las llamas desaparecieron y pudo ver que el ángel tenía unas alas tornasoladas de color marrón rojizo, casi negras en las puntas, que cubrían su cuerpo desnudo, indudablemente femenino y empapado como si hubiera salido de un lago de sudor. Sus pies también estaban descalzos, pero un par de alas minúsculas salían de sus tobillos, aunque pegoteadas de barro y sangre.– Hace tanto tiempo que quería hablar contigo… y saber por qué sigues adorando a esos perversos señores del cielo, y a un dios que no le importan los humanos, y te hace tanto daño por diversión. Oh, no me presenté. Mi nombre en la tierra es Astarot, y por si no te das cuenta, soy un ángel caído.
Camila se irguió y trató de escapar.¿Qué criatura era esta que decía que la conocía, que la seguía hacía años y que no huyera porque era suya? ¿La quería enloquecer? A ciegas tropezó, y se encontró en sus brazos. El demonio espiró azufre sobre su rostro pasmado y, alarmada, Camila sintió que le besaba la frente. Astarot lamió su sangre como si fuera un manjar exquisito y sonrió con placer ante su horror.
–No temas… Al menos en el infierno, si me diviertes con tus gritos y sufrimiento, algún día te mostraré lo que es el placer en el dolor. ¿Qué, estás rezando? ¿Quién te escucha? Te voy a mostrar que puedo torturarte con toda impunidad y nadie va a venir en tu ayuda –susurró con anhelo, apuntando una uña en forma de garra hacia su ojo izquierdo.
Astarot notó divertido que Isabel se detenía en la puerta del salón y no se atrevía a avanzar, pero al instante le arrancaron de las manos a la mujer.
–Déjala tranquila, tú… –Axel buscó algún mote lo suficientemente ruin para describir el asco y el desprecio que le provocaban los demonios pero no lo encontró, y descargó su ira con un golpe que Astarot evitó fácilmente.
–Qué desgracia, te han sellado –el demonio rió a carcajadas, mientras Axel comprobaba, azorado, que no podía usar su espada. Cómo había logrado llegar hasta Camila antes de que la dañara era un milagro, pura rabia ante la bestia insolente que osaba salir del pozo donde se arrastraba. Astarot abrió sus alas, ocupando todo el espacio libre de la habitación, cubriéndolos en una sombra implacable–. Como no me gusta hacerle favores a Raguel, en lugar de eliminarte voy a llevarte en dos pedazos… Imagino que a muchos demonios les gustará divertirse contigo, sea con la parte de arriba o la de abajo, así no se pelearán por un turno.
Camila había tomado el crucifijo del altar y enfrentó a Astarot.
–¡Fuera, maldito!
–¡Ja, ja! –el demonio detuvo su avance ominoso para reírse del Salvador–. Qué ilusa…
Detuvo su expresión de placer un pinchazo, y de entre sus plumas oscuras emergió una cabeza.
Sacando fuerzas del pánico, al ver que ni los rezos de Camila ni el ángel podían hacer nada, Isabel se había lanzado con una silla que le clavó más o menos en las costillas, lo que apenas le generó una molestia, y sólo logró que se fijara en ella con una expresión iracunda. Retrocedió hasta la pared, y manoteó algo con que defenderse. Astarot sacó sus garras, la tomó del cuello, y temiendo por su pellejo, Isabel le tiró la vela, haciéndolo reaccionar a la cera caliente en sus ojos.
–¡Arg… –gruñó el demonio cerniéndose sobre ella, para amenazarla con voz vibrante–. ¿Cómo quieres que te haga pedazos?
–Hablas mucho, como siempre –interpuso una voz sosegada, y una luz aclaró la atmósfera densa de la habitación, haciendo retroceder al demonio hacia un rincón, hasta que quedó de tamaño humano–, Astarot. Vuelve a tu cloaca.
El ángel llevaba un manto castaño que se quitó para arrojar sobre la cabeza de Camila y protegerla. De sus manos salió una gran esfera de energía que fulminó a Astarot en medio del pecho. El demonio se fundió como una bola de grasa al fuego, y se esfumó, dejando un hedor a azufre y pelo quemado. |