La primera vez que lo vi tenía esa vieja camisa cuadrada a punto de romperse, el cabello grasoso y las manos sucias, yo estaba sentada al borde de la cama con ese viejo vestido de lentejuelas verdes, el maquillaje simulaba a las niñas que le roban las pinturas a mamá con la vaga ilusión de parecer grandes y terminan siendo una absurda caricatura.
Así me veía yo a mis quince años, con los zapatos de tacón de aguja, esos que hacían ese ruido molesto al caminar.
Él me vio con ojos lujuriosos y sonrisa lasciva, yo apague los recuerdos y me acerque lentamente, olía a sudor de cinco días.
Sin romanticismos ni titubeos me quito la ropa, empezó a manosearme como perro en celo, yo di un par de gemidos porque van incluidos en el precio. Terminó, están acostumbrados así, no son capaces de hacer algo por calentarte, a mi me importa un carajo, seguro a sus esposas no.
La última vez que lo vi yo ya no era una puta cualquiera, me vio tan lejana, tan inalcanzable que no me habría reconocido aun cuando fue mi cliente más frecuente, él seguía con una vieja camisa a cuadros y oliendo a sudor de cinco días, yo había cambiado el vestido de lentejuelas verde por uno de alta costura, de puta, sí, pero caro; los tacones ya no hacían ese molesto ruido al caminar y cambie el colchón de sabanas sucias por una cama con sábanas de seda. Los gemidos siguen incluidos en el precio, pero ahora son más cotizados, a mi sigue importándome un carajo su eyaculación precoz.
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