La situación era un tanto comprometida, ella y yo frente a frente, sin hablarnos. En realidad no había de qué, todo terminó el día que decidió cerrarse de piernas y yo enterrar en lo más hondo de mi ser la poca testosterona que ya despertaba en mí. A veces las relaciones se diluyen como el cacao en la leche y en otras como un puñado de arena fina en el agua, era más este segundo caso. Son las pequeñas cosas, los detalles nimios los que alimentan el desamor y el punto de cuestión está en decir no a tiempo, pero uno nunca veía la hora de armarse de valor; como el niño que va orodando en la pared de yeso, el agujero fue abarcando mayor diámetro, sólo el alcohol era capaz de acercarnos a un sexo coyuntural, animalístico y fugaz, pero la resaca era peor, te dejaba ese hastío de la obra inconclusa y deslabazada.
Frente a frente, el bus no nos permitía escapatoria, la falta de un libro, un mp3 o cualquier otra distracción nos obligaba a esa mirada taciturna llena de rencor; sin más aviso agarró un fuerte escupitajo que cayó sobre mi mejilla, la gente, impertérrita, asistía a la situación, tal vez acostumbrada a causas mayores. Me limpié la cara con la manga, como los niños, la muy hija de puta estaba acatarrada, respiré hondo y dudé por un momento si comportarme como un caballero, fue un momento de debilidad, pero muy breve, me metí en el forro de los cojones las reglas de caballerosidad y le devolví el escupitajo pegándole en el ojo derecho, fue de tal violencia que le enrojeció el ojo, el ambroxol hace milagros. Bajamos en la misma parada, después, en casa no volvimos a hablar del asunto, en cierta manera nos sirvió de terapia matrimonial, tal vez lo que no es capaz de solucionar un psicólogo, lo arregla un buen escupitajo.
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