Su rostro hurgaba ese sopor ceniciento como un cíclope atrapado en las arenas de sus llantos. Ante los restos, detenía su finitud en esa dualidad del tiempo, echada al cuerpo y alma de los polvos. Y sus ojos se decapitaban con el fuego, como una lava de tormentos fundida entre las llamas. Primero sus dedos rozaban el ardor balanceado entre las yemas, luego giraban concéntricos, en una mezcla de lo sagrado y profano de las tumbas. No había nombres ni figuras, sólo la perfecta conexión entre las partes con el todo, integrado en gestos y virtudes trascendentes. Durante los días de espera frente a la urna, su cuerpo crecía de satisfacción al derramarse en las cenizas, entre los perfiles y cadencias de las sombras, huyendo frío y solitario. De mañana, su silueta se adentraba en el negro espejo de la muerte, bajo el intrincado cementerio de las calles, como una hiena hambrienta de almas. Allí, se encomendaba a algún depósito, antes de llegar al crematorio y acopiar nuevos restos de lo humano. Bajo lápidas y nichos, la tarde volvía en el aroma indistinto de las muertes, cediendo en un reclamo indisoluble. Detrás, su absoluto fluía como una única deidad de huellas, a la par de los semblantes.
Ana Cecilia.
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