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Está triste, tal vez, melancólico. Está en esa etapa que no puede definir sus sentimientos, solamente, tiene la certeza que algo anda mal en él. Camina por la calle sin rumbo, sin una meta. Da vuelta en una esquina y se choca con un tipo de baja estatura, éste le grita, lo empuja, lo insulta y le muestra el puño; pero él no reacciona, se aleja, simplemente, sin darle importancia al incidente. Muchos pasos y algunos metros más adelante, lo cruza una bellísima mujer, un ensueño, una ilusión, ella es de una feminidad abrumadora y de unos finísimos movimientos; sin embargo, él no la mira, no la llega a ver, distraído, ensimismado, la ignora.

Más tarde, en el parque, suenan los trinos de los pájaros, los crujidos de sus pasos sobre las hojas secas, pero él es sordo, no oye o, mejor dicho, no quiere oír, su sordera no es física, sino la sordera del adolescente que ignora los gritos de su madre, la sordera de la indiferencia provocada. En el mismo parque y en ese mismo instante, dos preciosos y adorables jovencitos lo observan desde una adecuada distancia. El jovencito tiene la mandíbula fuerte, el pelo alborotado sobre la frente y los ojos grandes de color intenso. La jovencita, por su parte, es un angelito hermoso y delicado, sus ojos son como dos joyas y sus labios están como hechos de una fruta exótica, dulce y jugosa. Ellos lo miran divertidos, con un cierto desdén, comentan algo indescifrable entre ellos y, luego, sueltan unas risitas burlonas. Él no se percata de la presencia de ellos, ni de los mosquitos que revolotean sobre él. Los mosquitos se estrellan contra su piel, no le pican, tan solo se estrellan, debería levantar las manos para espantarlos, no lo hace.

A mucha distancia de donde se encuentra logra observar una imagen borrosa, es como un bulto colgando de la baranda de un puente. Se acerca, lentamente, el bulto va tomando forma, es una persona, es una mujer gorda, tiene el cabello grasiento y unas mejillas infladas, se encuentra con la mirada fija en el río. Las personas pasan rápidamente al lado de la mujer gorda, van apurados, con prisa, a un destino desconocido. Él se acerca, ahora la puede ver nítidamente, ella voltea y lo mira con sus pequeños ojitos de rata y el enorme lunar carnoso de su rostro parece movilizarse juntamente con sus casi imperceptibles pupilas. Vuelve la mirada nuevamente al río y se lanza. Él corre desesperadamente para evitar la caída, no la alcanza, llora, quiere saltar, pero no lo hace. La amo, piensa, y es cierto.


Texto agregado el 22-01-2011, y leído por 147 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
22-01-2011 Muy buena narración. Suele ocurrir cuando percibimos lo más cerca posible a las personas o las cosas. Saludos balbino
 
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