No sé cómo llegué aquí. Las imágenes son difusas. Veo un pasillo blanco, largo y muy iluminado. Me deslizo. Un agudo silbido persiste en el ambiente, pero es mínimo. Y luego asoman esos artefactos, son como tentáculos de calamar, brazos serpenteantes que se mueven con precisión. Algunos tienen adminículos en sus puntas con luces de un tono líquido y veteadas como canicas. Las hay rojas, anaranjadas, violetas, pero las más abundantes y activas son las azules.
Me ahoga una sensación de molestia incorpórea, una especie de turbulencia que anula todo registro mental. Por más que fuerzo la memoria, el pasillo, las extremidades, las lucecitas y esa densidad eléctrica que me mantiene en suspenso, donde de vez en cuando bailan frente a mis ojos sierpes cromadas, es todo lo que puedo recordar. El resto es pura vaguedad.
Ahora estoy de pie en medio de un gran patio asfaltado, rodeado de personas que visten el mismo camisón largo, todos estáticos, como si el movernos significara sumo peligro. El miedo nos contiene.
Por el rabillo del ojo observo que estamos perfectamente alineados, aproximadamente a dos metros de distancia uno del otro. No escucho más que la respiración del que está detrás mío.
En el cielo aparece un huevo metálico enorme, es el Óvulo, nos sobrevuela y se ubica sobre nuestras cabezas. De su base emerge un extraño apéndice que nos rosea un polvo agrio. Intento moverme pero estoy sujeto al piso. Mis pies están dentro de un tubo transparente que se hunde en el suelo. De las yemas de mis dedos irrumpen cables que van por su interior.
El hombre que está a mi derecha empieza a convulsionar. El terror le descompone las facciones, la saliva le cae por las comisuras y todo su cuerpo se sacude, febril. Trata de decirme algo que no logro captar. Del Óvulo sale disparada una pequeña bolita luminosa que le golpea en la cabeza y, en un instante, el tipo se desintegra. En su lugar queda un vaho fétido y manchas de sangre en las conexiones.
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