Eran los años de calles polvorientas, de carros bulliciosos y de leche en botella. Años en que el ritmo de sus habitantes era mucho más sosegado, los almuerzos más contundentes, al compás de las emisoras de radio que desgranaban notas de tango, boleros y mambo. La TV era una quimera aún y la telefonía móvil, algo sólo esbozado en las matinés del cine Maipo, cuando Flash Gordon viajaba en el futuro, hoy sepultado por la vorágine de los tiempos.
Yo era un chicuelo travieso, al cual le faltaba espacio para desplegar sus tropelías. Por eso, cuando alguna puerta se entornaba, salía a la carrera cual perro nuevo. Y me estrellaba con las murallas y me arrojaba al suelo, que era el ejercicio reglamentario de un niño que debía consumir su bullente tropel de energías. Desde pequeño comenzó a brotar en mi espíritu un incipiente autismo. Tal era mi imaginación, que no necesitaba compañeros de juegos, los inventaba, creaba mundos diversos y todo lo desfiguraba a mi amaño.
Ya en mi pieza, me dedicaba a leer y a contemplar las fotografías de las muchas revistas que había por doquier. Y soñaba, soñaba siempre con esos mundos extraños y fascinantes.
Pero no todo era tan sublime y a menudo, debido al desmedido ímpetu de mis acciones, me costaleaba y allí quedaba chillando, con algún brazo a la miseria. Mi madre, me reprendía, por supuesto, y partíamos a una casa próxima en donde moraba la señora aquella, una mujer de bastantes años, tan dueña de casa como todas las que conocía, pero con un atributo muy especial. Acariciaba mi cabellera y asía cuidadosamente mi famélico brazo accidentado, lo masajeaba y tanteaba, mientras yo contemplaba su rostro docto, con mi temerosa carita de laucha. De pronto, los movimientos se hacían más precisos, como recomponiendo mi arquitectura ósea, luego, un tirón enérgico y un clic que acababa con el dolor. Tal si fuese un muñeco de baquelita, había ensamblado los cartílagos en su lugar y yo recuperaba de inmediato la sonrisa.
Siempre me pareció interesante aquella señora. La suponía una magistral doctora, que conocía al revés y al derecho cada uno de los huesos del cuerpo humano. No intuía siquiera que su oficio sólo se basaba en la empírica rutina de colocarlos “de oídas” en su lugar. Acaso por eso, tildaban de compositores a esos eficientes personajes, debido a que tenían la facultad de captar la nota sublime que emitía el hueso encajado. Allí, la labor estaba cumplida, sin recetas ni interconsultas, sin Fonasa ni isapres de nombres clericales...
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