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Cierta noche lunada

Por Delamar


Se precisa, a veces,
el desamor para
volvernos a amar.

Anónimo.



En el antejardín de la casa de Anola Ruiz, que la luna enjalbega, recostado a la verja, Belarmino aguarda que le abran la puerta. Hace ademanes en forma intermitente que delatan su estado de narcotización reciente, que acompaña con cortas frases de contrariedad en alta voz que perturban el ambiente. No pocos de los transeúntes que vuelven de sus lugares de trabajo han optado por tomar la acera contigua al observar la descomposición de su conducta. Y los vecinos inmediatos que se han dado cuenta de la situación preludian lo peor.

Los crotos y las acacias que están a lado y lado del sendero peatonal, se estremecen cada vez que sopla la brisa y los hierros de la puerta de la verja se quejan cada que Belarmino resuelve agarrarlos para zarandearlos con el propósito de descargar los efectos desagradables que le produce estar a la intemperie como un perro callejero. Aunque en realidad lo que le embarga es una inenarrable sensación de desamparo, no muy distinta a la que experimentara después de la vez primera que probara los alcaloides.

Al cabo de las once y treinta se acuesta en el piso, tan pesadamente como si de repente le hubieran colgado un áncora en el cuello. Cierra los ojos con la intención de dormir mas no lo consigue, por lo que al termino de aquel esfuerzo los abre y los fija en una de las dos palmeras que despuntan en el antejardín, cuya altura ya rebasa el techo de la vivienda de dos pisos. Por largo rato ni siquiera espabila. Después se pone de pie en forma precipitada, con la impresión de haber escuchado movimientos dentro de la casa. Vuelve acercarse a la puerta sin tocar, aguza los oídos en procura de descifrar si el ruido corresponde a los pasos de su madre. Pero no capta nada.

—Mamá, ábreme la puerta —grita el muchacho, no obstante. No me dejes aquí.

Unos segundos más tarde retorna, cabizbajo y trastabillando, al sitio en que estaba. Entristecía al muchacho no haberle cumplido hasta entonces la promesa que varias veces le hubo hecho a su madre estando bueno y sano de buscar asistencia especializada para combatir su drogadicción. Pero mucho más que no comprendiese que la voluntad humana es débil y la desventura de su dependencia de aquellos estimulantes de sueños imposibles no se resuelve de la noche a la mañana. De todas maneras, la posibilidad de que su madre se retractara y volviera a recibirlo como antes lo anima a continuar esperando allí.

Anola, cuyo cabello ya muestra algunas canas, lo observa a través de la pequeña hendija que ha abierto en el grueso cortinaje de la ventana de la sala, abrumada por el desconsuelo almacenado durante los últimos tres años en los que ha librado innumeras batallas infructuosas para arrebatárselo a la bestia indómita que lo somete; incrédula respecto a la bondad de la drástica medida que le está aplicando en nombre del rigor y la férrea creencia en un deber más grande que el de amar; insegura sobre qué hacer de hoy en adelante si el muchacho empeorare a causa de su acción; pero sobre todo disminuida por el extraordinario esfuerzo que está haciendo para conservar la serenidad y la discreción.

—No es contra ti que hago esto, hijo mío, es contra lo que tienes en la cabeza —murmura, y al hacerlo revienta en sollozos.

Luego empieza a repararlo de pies a cabeza.

Está tan cambiado, con la ropa sucia, la barba rala, el cabello arruinado, y los zapatos deshechos, que a ella misma le cuesta reconocerle. Y se figura que a sus compañeros de la universidad y de la cuadra, les sería más difícil aún puesto que luce peor que un zarrapastroso; tan distinto se ve que su buen humor y los chispazos de ironía mordaz que suele exhibir sobrio, no parecen ahora parte de su personalidad. Lo único que observa predominar sobre la ruindad de su estampa, y que reluce en sus ojos claros, es la flor de su juventud.

—¿Qué hice mal? —se cuestiona así misma, al instante.

Y rememora la época en que tuvo que lidiar con su natural intemperancia de principios de la adolescencia, de la que sólo heredara un grande sentimiento de culpa por no haber abordado el asunto de la manera en que le indicaba la conciencia y no la usanza; recuerda también la dura resolución con la que le impuso su lenguaje escaso y sentencioso, la distancia de la ternura que le debía prodigar, y el asedio para que se olvidara de la juerga y la dipsomanía incipientes cuando apenas empezaba a descubrir la vida y la amistad, que ahora admite no fue lo que quería hacer.

—No estuve a la altura de las circunstancias —se lamenta al término de aquella recordación.

Pasada la medianoche, dos hombres se acercan hablando en voz baja y antes de cruzar junto a Belarmino uno de ellos, el más alto, de facciones indeterminables, se queda mirándolo fijamente tratando de esclarecer su naturaleza pues a simple vista no logra establecer bien si se trata de un espectro o un ser humano. Y cuando hubo resuelto la duda, pone una de sus manos grandes, membruda, en el hombro de su compañero, y comenta:

—Otra vez el hijo de Anola dando lora.

—Sí —responde el acompañante—; es un problema que se veía venir desde que empezara a andar con malas compañías.

—Eso no es nada. Está dañando la imagen del barrio.

Y ambos asienten con la cabeza. Luego sus pasos se apagan en la distancia, como un lucero fugaz. Los vecinos más próximos, exhibiendo una indiferencia tenaz, se hacen los de la vista gorda. Sin embargo, saborean de antemano la posibilidad de ir a contar al día siguiente al primero que encuentren los pormenores de aquella tragedia ajena.

Belarmino se incorpora al poco rato, resuelve ir a golpear de nuevo la puerta harto ya de aguantar las inclemencias de la noche. Lo hace con el puño cerrado. Una, y otra vez, produciendo un estruendo del que no se percataba. Mas no tuvo éxito. Luego regresa adonde se encontraba, pero se queda parado como una estatua. El color de la luna se ha tornado ambarino, como la superficie de un río revuelto, y por un momento fija la vista en aquel disco deslustrado sin reflejar la emotividad que siempre le ha causado la luna llena. Luego vuelve al piso con la intención de acostarse de nuevo. Pero se arrepiente al sentir el frío ya lacerante del cemento en sus nalgas y decide quedarse en pie. Empieza a dar vueltas en el lugar como cernícalo enjaulado. De pronto, en un momento en el que su cerebro empantanado de estupefacientes finalmente entiende que su madre no le permitirá entrar de ningún modo en esta ocasión, toma la decisión de marcharse por donde vino.

—Ya cambiará de parecer —dice a voz baja, tristemente resignado, y coge hacia el sur.

Eran las tres de la madrugada ya. Una brisa helada sobrevino de repente obligándolo a abrazarse así mismo, como si le hubieran puesto una camisa de fuerza. Abre bien los ojos deseando no tropezar con nada, mas la suerte le es esquiva pues no tarda en chocar contra el poste del alumbrado público que hay enfrente de la casa aledaña sin mayores consecuencias. A continuación, las imaginaciones que invaden su cabeza van adquiriendo un tinte lúgubre y en poco tiempo cae presa de una tristeza enorme que nunca había sentido ni en las peores resacas. Empieza a llorar, súbitamente.

Anola lo ve alejarse con su miseria a cuestas hasta que se pierde en la oscuridad. Entonces cierra por completo el telón entreabierto, se retira de la ventana arrastrando su reumatismo sin mucha voluntad, se acomoda en el sofá, se arrebuja cuidadosamente con la manta de lana que hay encima, cierra los ojos buscando el sueño que su cuerpo añora, y se sumerge aún más en su ensimismamiento doloroso. Insensiblemente, el insomnio se apodera de su ser. Luego sucumbe sin freno a la angustia que reconoce implica la posibilidad de no volver a ver a su hijo más nunca. Y advierte que se hubo sobrepasado en el castigo. Ahí mismo se arrepiente de ello, y por esa razón aquella noche le habría de parecer de ahí en adelante como la del final del mundo.

—No debí llevar las cosas a este extremo —se queja, inmediatamente.

Tuvo que guardarse las ganas de salir corriendo detrás de él en ese momento, obligada por los dolores recurrentes en sus piernas. Pero en especial porque el sentido común le indicaba que no podría darle alcance y se arriesgaba a perderse ella también. Seis meses después se tuvo que tragar también la incordia que le produjera los nulos resultados de las pesquisas de la policía, a la que fue a suplicarle hasta la humillación que lo buscaran por cielo y tierra. Por eso el domingo de Pascua, cuando iba a abrir la puerta para atender a quien tocaba no tenía ya esperanzas de que Belarmino apareciera. Incluso lo daba por muerto.

—Ya se acabó, mamá —le escucha decir al joven irreconocible que le deja ver la puerta recién abierta. He cumplido mi promesa, finalmente.

Ella, tras reconocer su delgada voz, lo envuelve con sus brazos desfallecidos por no haber comido bien durante todo este tiempo de espera y lo aprieta contra su pecho como cuando era niño.

—Gracias a Dios que has vuelto —le manifiesta enseguida.

Y, sin que le fuera posible evitarlo, varios sentimientos empiezan a mezclarse dentro de ella como fluidos incompatibles: un deseo de llorar, un impulso de pedirle perdón, una sensación de desgracia cuando debía ser de alivio por tenerlo de nuevo consigo, y la perplejidad al juzgar que había cometido el peor error de su vida al negarle su amor de madre en el momento que más lo necesitaba, influenciada por la desesperación. Todas esas emociones acaban combinándose en el pecho de Anola y le impiden la felicidad completa que ameritaba aquel instante.

A su vez, Belarmino habría de guardarse por el resto de su vida la explicación del milagro que le devolviera el buen juicio y el rumbo a su vida, el cual tenía que ver con la indolencia y el desamor con que ella lo hubo tratado aquella noche lunada. A cambio sólo tuvo a bien comentar que rozar la desgracia deja una apetencia de vida incontrolable.

Como las ventanas de la casa impiden ver el interior, nadie del barrio pudo constatar que Anola y su hijo volvieron a cohabitar hasta el tercer día. Y durante este tiempo, únicamente los acordes del piano que ella magistralmente ejecuta y la luz de las lámparas eléctricas por las noches fueron la señal de su existencia. La blanca fachada que resplandece durante el día y suele adquirir un color amarillento durante el crepúsculo vespertino, llenose de manchas negras a causa de los balonazos sucios de fango que recibiera durante los encuentros de fútbol que los chicos del sector realizaron por las tardes en la calle luego de la lluvia. Y la puerta principal, que tiene tallada en su superficie una flor en alto relieve y luce un aldabón cobrizo que nadie utiliza a la hora de llamar, se mantuvo cerrada semejante a la de un monasterio.


FIN

Texto agregado el 19-01-2011, y leído por 133 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
03-01-2014 Interesante historia narrada en un lenguaje que se me antoja coloquial y directo. Gracias por compartir. ZEPOL
 
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