EL EXPEDIENTE
Isabel había estado ocupada desde el día anterior en armar la carpeta de expedientes que debía presentar en su trabajo. Hojas y más hojas prolijamente enfundadas en sus respectivos folios con nombres y números. El expediente pertenecía a un peligroso criminal que estaba en proceso y el fiscal quería condenar a cadena perpetua. Se acostó entrada la madrugada con la mente perdida entre páginas y números que la mareaban.
Cuando abrió los ojos nuevamente, brillaba el sol. Dio un salto de la cama; puso la cafetera mientras se daba una ducha rápida. Bebió dos sorbos de café caliente como para terminar de despertarse, miró la hora del reloj de pared que le recordaba con su insistente tic-tac que era tarde y no debía demorar más. El teléfono. Debía avisar que llegaría en un par de minutos. Cogió la carpeta que con tanto esmero armara, se colgó el bolso y finalmente levantó el tubo apoyándolo en su oreja. Estiró la mano para marcar cuando escuchó que una voz grave llegaba hasta su oído.
—Estas sola. Tené cuidado en salir al jardín. Algo oscuro y siniestro te espera. No salgas. Podría ser lo último que hagas…— y otra vez quedó mudo. Isabel sintió como si le hubiera caído un balde de agua helada. Colgó el teléfono perturbada, se acercó a la ventana y miró. El jardín estaba en sombras, como si lo cubriera una tormenta. Se volvió para ver el teléfono preguntándose como pudo alguien hablar si no había llamado y ella no llegó a marcar. Se acercó lentamente y tomándolo se lo apoyó en el oído con temor.
—Si querés seguir viva, no salgas al jardín— sonó la voz en el auricular. Volvió a colgar. Si era una broma estaría realmente divertido el bromista, había logrado asustarla.
Tres golpes secos y fuertes en la puerta la hicieron sobresaltar, cayéndosele la carpeta que tanto trabajo le costara, quedando desparramada a sus pies. La recogió como pudo y se asomó nuevamente al jardín que estaba tan sombrío como antes. Los golpes se repitieron y parecían ser tan fuertes como el latido de su corazón. Se dirigió a la entrada intentando adivinar quién sería. Preguntó pero nadie respondió. Miró otra vez hacia fuera, pensando que vería a alguien que se alejaba o esperaba impaciente, pero en respuesta se escucharon los golpes otra vez. Corrió hacia el teléfono e intentó llamar a la policía, pero la voz en el auricular le advirtió— ¡No llames a nadie!— soltó el tubo ahogando un grito. De pronto escuchó que la llamaban. — ¡Isabel! ¡Isabel!
En la ventana sólo vio sombras. Los golpes se repitieron, esta vez en la puerta de atrás, el timbre del teléfono sonó y la voz la llamaba insistente — ¡Alguien viene a ayudarme!—pensó y corrió hacia la puerta que daba al patio. Las ventanas sólo le mostraban penumbras,
abrió la puerta de un tirón y al ver soltó un grito desgarrador.
El día amaneció radiante. Isabel puso la cafetera y entró al baño para darse una ducha rápida. Tomó dos sorbos de café y sintió como el líquido caliente bajaba por el esófago hasta el estómago, disfrutando el bienestar que le producía. El tic-tac del reloj de pared le recordaba que se hacía tarde. Cogió la carpeta que con tanto esmero había armado la noche anterior y el bolso. De pronto vio por la ventana que el jardín se había ensombrecido como si lo acechara una gran tormenta. El timbre del teléfono sonó. Volvió la vista hacia el jardín en sombras, tres golpes fuertes y secos sonaron en la puerta; levantó el tubo y lo apoyó en su oído. No llegó a hablar. La carpeta comenzó a caer de su brazo como una catarata de papeles que se derramó a sus pies. El reloj enmudeció. Afuera, las sombras cubrían todo
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