Cuando sonó el reloj de cuco del salón de mi abuela, ella se levantó y su cara de mazapán esgrimió una sonrisa. Me cogió por los hombros y con esa voz dulce de los sueños me dijo que me fuera, que me esperaba un camino largo. La besé con ternura y me despedí de ella con la siempre promesa violada de que volvería pronto.

La puerta rugió. Hacía frío. Caminó despacio hasta el sillón, miró en derredor y suspiró. Había vuelto el silencio, ni los pájaros que solían corretear en su terraza piaban ya. Se habían ido a dormir. Miró el reloj de cuco, pero recordó que aquel instrumento viejo se saltaba las leyes del tiempo, marcando un ritmo atemporal según los latidos de su corazón achacoso. Como ella, engullida por un tiempo que jugaba a su antojo con el tic-tac cambiante. Miró a los árboles que se asomaban a su ventana y cuando notó un soplo fresco en sus mejillas se dio cuenta de que las puertas de la terraza estaban abiertas. Rodeó la mesa camilla y, antes de cerrar, vio en el cristal el reflejo de la luna, cuya paz y pulcritud siempre le sentó tranquilidad en el pecho. Suspiró una vez más. Se sentó en su viejo sillón orejero, que conservaba su forma con exquisito detalle, como si el tiempo la hubiese dibujado sobre la tapicería. Percutió sus dedos contra el cristal de la mesa. Paró. Una vez más. Silencio. Cogió el periódico, pero lo volvió a arrojar contra la mesa. Se habían vuelto demasiado sensacionalistas, demasiada muerte, desaparición o catástrofe. Y las páginas de política ya nada podían ofrecerle... Encendió el televisor pero, antes de que pudiera vislumbrarse ninguna imagen, lo apagó.

El tic-tac del viejo cuco seguía su ritmo deforme. Lo miró. Tamborileaban los dedos.