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AGUA.




Estaba en la cocina, en esa hora de cansancio y de letargo en que al ir muriendo la tarde la luz se va agotando sin que arribe la noche definitiva, borrándose el espacio y las paredes, difuminándose hasta alcanzar la ausencia de toda claridad y desdibujar el entorno objeto por objeto y rincón por rincón. Sentía en el cuerpo la pesadez del verano que durante meses no había dado ni un día de tregua, con su pesadez de horas interminables, con sus hirientes resplandores que maltrataban y empequeñecían la mirada y con aquellas altas temperaturas que parecían hacer hervir la sangre y detener los pensamientos.
Afuera, los grillos se manifestaban presentes con las estridencias que rompían el espacio hasta penetrar en la casa a través de las ventanas y las rendijas de las paredes de tablas. Los imaginaba entre los matorrales del patio y de los alrededores, desplazándose entre la hierba, siempre activos e incansables. Los escuchaba con complicidad y complacencia porque a pesar del desaliento que la agobiaba simpatizaba con ellos y su permanente estado de alerta. Gustaba de sus largas patas y sus brillantes ojos y colores. Antes que llegaran las horas de los grillos, durante la tarde, las chicharras se habían apoderado del ambiente y del aire, a todo dar, vibrando incansables, hasta reventarse para caer a tierra o quedar silentes y secas adheridas a los troncos y ramas de los árboles. Para ellos, chicharras y grillos, el verano era una bendición.
Parada allí, por un momento en abandono de aparente quietud, se olvidó de los grillos y chicharras y tomó conciencia del tiempo que llevaba de pie y más aún de su propio peso sobre las piernas y las caderas agotadas y resentidas. Le dolía la espalda, desde los hombros hasta la cintura, con una punzante intensidad que por instantes la obligaba a limitar sus movimientos para que no aumentase el malestar que sentía. Cada cierto tiempo se inclinaba doblándose por la cintura y apoyándose levemente en la base de cemento y losas del fregadero, estirándose para darse un algo de fluidez de movimientos y un poco de elasticidad. Así, cambiaba lentamente de posición, torciendo la espalda, disminuyendo la presión, intentando relajarse. Y haciendo esto, enderezándose después, ya quieta y con menos dolor, pensaba también en la posibilidad tan necesaria de un alivio que la pudiese aislar de aquel verano tan desapacible y sofocante.
Desde su posición miraba al exterior a través de la ventana que se enmarcaba en la pared final de la cocina, a su derecha, queriendo adivinar en las penumbras del cielo nubes cargadas y vientos húmedos que trajesen lluvias refrescantes. Y pensaba que un buen chubasco sería un excelente remedio para salir al patio y dejar que el agua fría le corriese por el cuerpo y la empapase de limpieza y de frescura hasta la médula de los huesos. Sí, un buen aguacero la haría revivir y sentirse mil veces mejor. Cerró los ojos. En la piel se le adhería como un sello el resumen sudoroso de los últimos días, que no habían sido otra cosa que pasar de un sopor a otro, con extrema gravedad e impertinencia, como si el tiempo y el aire se hubiesen detenido en el calor y la sequedad del espacio. Todo lo desagradable de la canícula, las altas temperaturas, la irradiación, la aridez, y el verano entero se sumaban cruelmente al estado interminable de necesidades y limitaciones en que vivía. Le transpiraban las manos que durante horas había intentado secar en el delantal en un esfuerzo inútil. Su piel se comportaba como si cada poro se hubiese convertido en un fino manantial por donde brotase sin freno alguno todo su sofoco y toda su incomodidad interior.
Y así, recostada de frente una vez más al inoperante y más que sediento fregadero, que de seguro había olvidado lo que era la humedad y el correr del agua dentro de su espacio hasta perderse en giros por el sumidero, hizo conciencia de que se acercaban las horas de la noche, las peores de cada día, sin algo que hacer, sin entretenimiento de ningún tipo. Llegaba el tiempo nocturno de la espera vacía y del dejar correr la vida, en plena inercia, contando el paso de los minutos que parecían estirarse sin alcanzar nada más que el horizonte lento del hastío y la ansiedad. Sumida en esa visión de aburrimientos y mínimos recursos, sin solaz alguno, recordó en su monotonía que nunca había podido tener un televisor con el que aunque fuese a medias se hubiese podido distraer. Ni tan siquiera un simple televisor. Pero ahora poco importaba. Ya ni siquiera pensaba en ello. Lo más que importaba y necesitaba era que el agua llegase a inundar y correr por las tuberías aunque fuese por quince o veinte minutos.
Dibujó una mueca de desagrado, con un tinte de amargura y aceptación que por su intenso sentir la envejecía y desolaba. Un instante después, levantó la vista hacia el reloj que se escarranchaba con sus tres patas metálicas terminadas en pequeñas esferas negras sobre una tabla adosada a la pared. Esta tabla que servía de repisa, con todos los objetos que soportaba, también empezaba a difuminarse entre las sombras que terminaban por apoderarse del espacio y de la visión completa. A medias sonrió, complacida, en esta ocasión con cierta simpatía al comunicarse con el metálico y redondo artefacto de infinitos tic-tac y de grandes números negros sobre un fondo blanco ya un tanto amarillento. Pronto llegaría su marido. No se explicaba cómo era que ese viejo pero eficiente reloj aún marchaba casi a la perfección, luciendo su humildad, sin que prácticamente nadie se ocupase con atenta preocupación de darle algo más que la cuerda necesaria para que siguiese el ritmo de su destino por uno o dos días. El mismo podía tener en la casa cualquier cantidad de años y era un recuerdo más de la perdida presencia de sus padres. Eran las cosas de antes, se decía, las que siempre funcionaban. Volvió a sonreír, feliz de conservar el vetusto reloj, desviando la mirada hacia lo que restaba por hacer, esta vez con el apoyo de una firme decisión de continuar en sus quehaceres.
A pesar del cansancio y del fastidio se puso de nuevo en acción, encendió el bombillo que colgaba de un cable trenzado desde un travesaño en el techo, sobre su cabeza, y ordenó un poco las cazuelas, algunos platos y tazas y el sartén que estaban a su alcance en la pequeña meseta y en el abarrotado fregadero en una exposición de suciedad que la molestaba hasta el mayor desagrado. Seguramente su marido llegaría del trabajo en cualquier momento, también cansado, con su resignación y aquel silencio que parecían concentrarse en la poca vida de aquella mirada que a ella tanto le dolía. Él vivía así, como si lo externo aparentemente no lo tocase, sin un reclamo, sin una queja, tragándoselo todo. Pero también era cierto que a pesar de las calamidades que día a día arrastraban, y de lo que a él le exigían en el trabajo y en las interminables reuniones a las que tenía que asistir, siempre estaba pendiente de ella y dispuesto a ayudarla en lo que fuese necesario.
Y se dolió un instante más de aquella necesidad sistemática y fracasada que no había dado un respiro en tantos años de sufrir las mentiras y los fracasos de la cruel y siempre presente Revolución. No resolvían nada, todo era pura palabrería que intentaba disfrazar los hechos con excusas burdas repetidas hasta la saciedad. También en esto se detuvo, ya no quería pensar en ello, no valía la pena. Y volvió a su realidad. Después que cenaran no podría ni preparar un poco de café a pesar de que había conseguido un poco de polvo unos días atrás. Tan sólo quedaba un residuo que se asentaba por más de tres días en la cafetera, cada segundo más oscuro y espeso. Ese residuo se iba consumiendo a pequeños sorbos para que no acabase. No podía ni estirarlo aclarándolo con un mínimo de agua antes de volverlo a calentar.
Se fijó en el rincón de la cocina que daba al patio y vio junto a la puerta la ropa sucia atiborrando el cesto de mimbre. Otras cuatro piezas, sucias también, tres camisas blancas y un pantalón azul de trabajo, se regaban en el piso alrededor de la base del cesto de donde cayeron. Los cacharros de aluminio, amontonados, estaban al alcance de sus manos en el abandono del fregadero, esperando aunque fuese por un enjuague. En una hornilla de carbón se calentaba un poco de arroz que igualmente había cocinado días atrás. Dolía mucho el tener tan poco que comer y nada con que limpiar. Pasó los dedos entre el abundante cabello negro y lo sintió grasoso y pesado. Su piel también estaba así, pegajosa y caliente. El ambiente y el malestar que sentía eran sofocantes y opresores y siempre lograban disminuirla a pesar de su demostrado aguante y empuje. Y peor aún, se reconocía de aspecto horrible en aquellas condiciones en que vivía, casi sin feminidad ni verdadero atractivo, sin algo con qué arreglarse, sin perfumes, sin buenos jabones ni champú, sin desodorante. Se imaginaba viéndose en un espejo, a punto de amargarse para siempre, y se reconocía en su estado tan calamitoso y deteriorado a pesar de su no perdida juventud. Y no podía hacer otra cosa que callar.
Pero de nuevo se enfrentó a sí misma al levantar los hombros para respirar profundamente, intentando un relajamiento y un afincamiento de voluntad que la sacase de aquel estancamiento físico y emocional en que no quería destruirse. Buscaba un nuevo ánimo que la estimulase para no caer en el abandono. Sabía que tenía que seguir aguantando, sin quejas ni debilidades de espíritu, firme y enfrentada a su realidad para no acrecentar las cargas que se acumulaban en aquel vivir sin salida. Quiso sentirse llena de energía y se puso de nuevo en acción olvidándose del bochorno que reinaba en la cocina y superando el dolor de la cintura. Con un paño seco limpió de residuos dos tenedores y dos platos que luego sirvió con el arroz, un poco de frijoles negros y unas piezas de cerdo que había freído un rato antes. Los colocó en la mesita con dos sillas que estaba junto a la puerta, recostada a la pared que daba al resto de la casa. Después, los cubrió con otros platos para conservarles el calor.
El olor a grasa de la comida recalentada y el del humo y el chisporroteo del carbón enrojecido en la hornilla reinaban en el aire. Los sentía casi fundidos a su garganta y a su respirar. Hizo un último intento por arreglarse el peinado con los dedos y las palmas de las manos y quitándose el delantal abandonó la cocina dirigiéndose al dormitorio. Sudaba demasiado. Y la ropa le resultaba incómoda sobre el cuerpo.
Ya en el cuarto se quitó la blusa y se vio en el espejo de la peinadora. Se sentía un verdadero desastre. La piel le brillaba por el sudor. Después de secarse el torso y el cuello con una toalla se puso una blusa blanca y limpia. Se peinó como pudo. Fue hasta la ventana que daba a la calle, corrió la tela de la cortina improvisada y se inclinó para apoyarse con los brazos sobre el marco. Aquel estar allí, sin hacer nada, aunque fuese esperando, dejando correr los segundos al observar la calma y el espacio en derredor, era su antídoto preferido contra la ansiedad y las preocupaciones. Y contra el cansancio también. Por un instante volvió a cerrar los ojos cuando una suave brisa le aligeró la piel al acariciarle fríamente el sudor de la cara y el cuello. Sintió el aire fresco al atravesarle la blusa para cubrir sus senos y erizarle momentáneamente los pezones. Este contacto le regaló un ligero alivio. Estando así, casi sin moverse, sin ver nada, le llegó el olor de los azahares del limonero que apenas se dibujaba en la esquina derecha del portal de la casa. Y escuchó los ladridos de varios perros que se contestaban en la oscuridad. Abrió los ojos y repasó el ambiente que tenía enfrente. Un radio sonaba cercano y entre la música que flotaba en el aire volaban los cocuyos. Se escuchaban las voces de unos niños que jugaban dentro de una de las casas vecinas. Volvió a sonreír. Quería estar tranquila. Después, más animada en su interior, consciente de sus latidos, permaneció pensativa, mirando lo negro de la noche.
Normalmente, siempre que se quedaba así, observando los alrededores a esas horas, pensaba en cómo pudo haber sido la vida en aquellos otros tiempos que le habían contado sus padres desde que era una niña. Le dijeron que todo había sido muy distinto. Ante muchos eventos que se presentaban en el vivir diario de la familia, ellos invariablemente le comentaban “antes no era así”. Sus padres habían sido lo mejor de su vida y habían muerto en la tristeza y la nostalgia de haber vivido un mundo desaparecido y arrasado de cuajo por los dislates de los expertos improvisados que dirigían y gobernaban en la Isla a todos los niveles bajo el manto intocable de la Revolución. Aquel otro mundo, pensaba, como quiera que haya sido, lo habían convertido en aquella presente desgracia que no parecía que terminaría nunca. Por un momento siguió pensando en sus padres y en la fe que tenía en ellos con el mayor cariño. Hasta que, como siempre hacía también, rechazó esos pensamientos que la contactaban con un pasado lleno de recuerdos que la deprimían más de lo acostumbrado al sentir tanta pérdida.
Las luces débiles de los bombillos de las casas vecinas apenas salían amarillentas por las rendijas y remiendos de las paredes. Las dos esquinas de la calle que podía divisar estaban totalmente a oscuras. Los faros adivinados en los postes llevaban muchos meses descompuestos, sin bombillos y en cientos de ocasiones sin electricidad. Y pensó con tristeza que aquél entorno pueblerino y sencillo había sido casi todo su mundo desde la niñez. Allí había vivido tan desde siempre que hasta sin sentido pensaba que posiblemente, si acaso existieron, otras de sus vidas debieron transcurrir también en aquel pueblo. Su hermosa juventud se había marchitado en esas polvorientas calles donde sólo reinaban la temporada de lluvia, el bochorno de la sequía y el aburrimiento de las horas más lentas que se pudiesen imaginar. Muy poco conocía de los pueblos vecinos y a La Habana había ido sólo dos veces en sus casi treinta años de edad. Pero, poco ya importaba, no tenía esperanzas ni sueños, ni verdaderos deseos de ir a parte alguna.
Resignada y consciente de no tener salida levantó la mirada para refugiarse en la negra hondura del firmamento. Las estrellas brillaban en las alturas como si todas fuesen luceros. Fue en ese momento que hizo conciencia de que la noche la rodeaba totalmente. Aquel cielo era un regalo que nadie le podría quitar jamás y con su padre había aprendido a disfrutarlo desde la infancia. Allí estaban el espacio y la mayor libertad imaginables. Ahora se sentía un poco mejor. Ya no le sudaban las manos.
El momento de ese placer de contemplación quedó interrumpido cuando vio en la penumbra de no más de cincuenta metros que su marido, con su andar sin apuro de pantalones anchos, doblaba la esquina y se acercaba por el medio de la calle. Lo observó con cariño y comprensión. Salió del cuarto. Ya en la pequeña sala abrió la puerta un momento antes de que él llegase al portal. Ya afuera, lo miró con ternura, sonriéndole, siempre ocultando su inquietud y preocupación. El hombre tenía muy mal aspecto. La barba naciente de varios días le hacía lucir peor y el uniforme que usaba para trabajar estaba gastado y sucio al mostrar manchas de aceite.
Pero lo recibió amorosamente e inclusive con verdadera alegría. Cruzaron un ligero abrazo mientras ella le daba un beso muy cercano a la boca. El hombre sonrió y le acarició suavemente la mejilla cuando entraban a la sala. Después, él colocó sobre una butaca su maletín de trabajo. Se ocupaba como mecánico de equipos pesados en una planta alejada del pueblo a la que casi siempre acudía caminando. Diariamente andaba más de siete kilómetros al ir y regresar porque la bicicleta se la habían robado hacía más de dos años. Le era muy engorroso conseguir transporte. Uno que otro día algún camión le daba unos kilómetros de auxilio. Pero ya estaba allí, en el único refugio posible, aislado en la casa. Inmediatamente se dirigieron a la cocina.
Estuvieron cenando por no más de diez minutos, mirando la comida acostumbrada y expresando con la mirada que comprendían y aceptaban aquel compartir de escasez. Al terminar, sin levantarse, él estuvo leyendo muy por encima las ocho páginas del único y esquelético periódico que circulaba en el país. Las noticias eran de igual cariz todos los días. Decían que pronto se daría por terminado aquel nuevo período especial, que abundaría el agua en toda la isla, y también la electricidad, y que las cosechas serían las mejores, y que todos los planes marchaban muy bien. Puras mentiras. Cada vez que había una crisis de cualquier tipo salían con la misma historia del período especial y las futuras soluciones. La falta de agua era la más frecuente. Las tuberías secas y los grifos muertos eran en sí una tortura más para aumentar el grado de penuria y de impotencia. No se vislumbraba solución alguna y no se podía ni tan siquiera levantar una sonada de protesta. Había que resignarse.
Cuando más tarde fueron al dormitorio y se acostaron, ella cerró los ojos y a pesar del calor se cubrió con la sábana. Se sentía amarrada a su vergüenza. Él pretendió un juego amoroso observándola y acariciándola en las caderas, por encima de la sábana primero y luego metiendo las manos bajo la tela hasta tocarla y acariciarla directamente sobre la piel. Pero ella no podía responderle. Le mintió avergonzada que se sentía mal, que le dolía la cabeza, que la perdonara, que estaba muy cansada. Le dijo cualquier cosa. No podía resolverse en otra acción que no fuese rechazarlo, aunque también lo deseaba. Cuando él renunció, ella hundió sus penas hacia lo oscuro de su interior. Sentía el cuerpo más sudado que antes y se sabía tan sucia como en los días anteriores. No podía jugar al amor. El llanto se le acumulaba en la boca apretada y en el pecho reducido. Y se dominó para no deshacerse en el grito de los ojos que le ardían, hasta cerrarlos con la amargura de un grueso nudo en la garganta y el no poder contener dos lágrimas brotando lentamente entre sus párpados apretados.
En esa encrucijada era cuando aquel mundo se tornaba más intolerable y cuando se maldecía con más fuerza a la inhumana Revolución. Sí, estaba sucia. Y él también. Y el vecindario entero era una inmundicia de abandono y desagrado. Giró sobre las caderas y le dio la espalda a su hombre. Sí, las cañerías, los tanques y los grifos estaban muertos y ella estaba sucia. Habían transcurrido cuatro largos días sin que hubiese agua en el pueblo. Cuatro días sin una gota de agua. Y para colmo, no llovía. Cuatro días sin agua. Y sin jabón, y sin detergentes, y sin un momento de tranquilidad. El intocable Partido no había resuelto ni tan siquiera el suministro de agua para aquel pequeño pueblo en más de cuarenta años de ejercer el poder más absoluto. Cuatro días sin agua. Cuatro días. No había duda alguna: tenían razón esos malditos del omnipresente Partido, se vivía otro período especial. Otro siniestro período especial. Sí, demasiado especial. Afuera, los grillos seguían con sus chirridos, ahora más lentos, con monotonía de reloj, a intervalos, posiblemente complacidos. Ella, simplemente, revuelta y tensa, pasaría otra noche sin poder dormir.

Texto agregado el 17-01-2011, y leído por 142 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
20-01-2011 Muy bueno, escribes admirablemente, todo un placer leerte =D mis cariños dulce-quimera
 
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