A través del espejo
Por más que se esforzaba no lograba salir de aquel lugar, todas las calles que recorría tenían los mismo lupanares, todos iguales, sólo algunas entradas tenían persianas oscilantes y, otras, sólo el espacio de la puerta, pero al fondo, las mismas mesas de aluminio y las sillas de plástico y hasta la luz roja arriba del espejo de la barra; y, si se fijaban bien, hasta el mismo cantinero con la sonrisa forzada. Y al entrar volvían encontrar a las mismas meretrices ofreciendo copas o cervezas nacionales, meneado su grandes culos y masticando el chicle con tal descaro que no dejaban duda de su oficio.
Entonces llegó a la conclusión de que aquello le estaba pasando como castigo de Dios por su vida licenciosa y que -de ahora en adelante- quedaría atrapado en aquel lugar para siempre.
Se asustó al principio pero después, pensándolo bien, llegó a la conclusión de que no era tan malo.
Después de todo le encantaban esos lugares repletos de hedor, moho, mugre, cochambre y con el sabor de incertidumbre y de aventuras inciertas, de noches interminables y de tragos deliciosos con sabor a pláticas superfluas y a veces tratando de inocular a las mujeres ligeras con filosofías profundas... Aquel ejercicio tenían su encanto no por nada, sus ires y venires eran frecuentes.
Ya dentro de uno de los bares se dio cuenta de que incluso la rocola le repetía la misma cancione, y volvió a mirar al parroquiano con el que estuvo hablando en la misma cantina.
Aquello parecía una broma irónica del destino, pareciera que un “deja vu”; se estaba volviendo “deja vu” del mismo “deja vu...” sonrió para sus adentro y pensó que, si quería profundidad de una idea, ahí la tenia.
El parroquiano seguía arengando de que la canción que se escuchaba en la rocola había sido un accidente afortunado del autor: "Este cuate no supo lo que escribió", afirmaba mientras se meneaba al son de la música ("Perfume de gardenias"), se regodeaba en la letra disfrutándola hasta el tuétano, bailaba con la botella de cerveza en alto y cerraba los ojos, seducido por ese instante, la magia que él percibía para lo que, según él, era la sincronía más perfecta entre la música y la letra de una canción.
Para aquel individuo era su Gardel, su Sabines, su Neruda, y en aquella ciudad zapatera era el único acceso que él tuvo a la poesía.
Se rió para sus adentros. Aquella escena la había vivido decenas de veces y aún le seguía pareciendo graciosa. En alguna ocasión intentó hablar de poesía con el susodicho, pero éste se aferró a lo conocido, a lo de siempre: le llevó libros de poetas consumados. Pero el parroquiano lo rechazó, argumentando que las letras -sin lo que para él era la mancuerna perfecta, que eran los acordes de la Sonora- no eran nada.
"El día que le pongan música a esas letras, hablamos", decía.
La mesera se acercó. Él fingió sorpresa aunque conocía a la perfección la rutina.
- ¿Me invitas una copa? –preguntó.
Unos instantes después estaban teniendo la misma conversación que, aunque él se esforzara en improvisar, resultaba idéntica. Él intentó introducir nuevas claves y frases pero él mismo regresaba al script de forma automática.
De pronto la mesa se llenó de meretrices: cinco, todas de diferentes complexiones y edades, y volvió ha repetirse el ensayo psicológico y absurdo que había aplicado en el bar anterior:
- Y díganme, muchachas, ¿qué es lo mejor que le ha pasado en la vida?
Las respuestas de las 5 fueron similares: sus hijos. Todas adoraban ser madres, aunque terminaron “haciendo el sacrificio” de prostituirse por ellos.
La misma flaca cerca de él, jugando con su cabello y besándolo una y otra vez. Todo igual y sin embargo diferente. Después de algunas lágrimas de emoción por las abnegadas madres, vino el cierre de las preguntas:
- ¿Y qué es lo peor que le ha pasado?
Entonces vinieron las confesiones de algunas situaciones triviales, pero algunas otras desgarradoras.
Una gordita de al fondo no pudo hablar porque las lágrimas se le atoraron en la garganta y entonces exclamo:
- ¿P'a qué nos preguntas esas cosas?
Platicó que su abuelo la había violado. Su mamá se dio cuenta, la culpó y la echó a la calle y desde entonces, como ella dijo, “andaba rodando”.
Se quedó callado. Aquella imagen, aunque él sabía la respuesta y la actitud de la mujer, lo seguía conmoviendo; a veces no entendía cómo en el género humano se puede dar tanta bondad y maldad.
Llegó el momento de detenerse y tomó de la mano a su compañera; se dirigió a la barra, pagó lo del cuarto y subieron las escaleras oscuras que llevaban a "la habitación de los sueños" como ellas le decían, porque la mayoría de los clientes, de tan ebrios que estaban, se quedaban dormidos.
Con la complicidad de la oscuridad se regalaron caricias nuevas, y besó su historia y sus cicatrices de guerra. Asumió de alguna manera el papel de médico del alma, la curó y la preparó para el arduo camino -cuesta arriba- que de seguro le esperaba.
Le dio -como quien regala un trago de agua a un perdido en el desierto- un poco de placer y un recuerdo lindo en aquel lugar de fango.
Amaneció amándola como si fuera una colegiala.
Ella se aferraba a él porque seguramente pasaría mucho tiempo para que alguien la tratase de ese modo: pensó que soñaba y tal vez fue así, porque él se iría a seguir recorriendo ese lugar que le daría las mismas calles, los mismos antros, el mismo sabor amargo de las copas y las misma conversación trillada, pero tan nueva como el mismo día.
Bajó al bar y se puso a charlar con el cantinero. Le contó su descubrimiento de que los bares "eran iguales" y las calles siempre conducían a más lugares como ése..
Pensó que el cantinero no lo juzgaría, sólo pensaría que estaba borracho.
Bebió despacio su cerveza, el cantinero lo miró y le dijo:
- Yo sé cómo puede salir de aquí.
Él lo pensó un rato y preguntó
- ¿Cómo?
- A través del espejo, todo mundo lo sabe...
Se bebió el resto de la cerveza, pidió una moneda al cantinero, la puso en la rendija de la rocola (que seguía negándose a tocar las canciones elegidas) y volvió a tocar "Perfume de gardenias".
Resignado, regresó a la barra y le tiró la pregunta así como al deje:
- ¡Así que ¿por el espejo, eh...?
- ¡No. No por el espejo, a través de el! –respondió enfático el cantinero.
Se lo pensó un rato después de la segunda y tercera cerveza. Regresar a lo conocido, a la rutina, a lo mismo... En cambio en aquel su mundo todo era placentero-
- Y, en cierta forma incierta, ¿me puedo ir cuando quiera? –insistió.
- Así es la ley del libre albedrío. Funciona igual aquí –contestó.
- ¿Y podré regresar también cuando quiera?
El cantinero lo observó, mientras seguía limpiando vasos con una franela.
- Si no se quiere ir, ¿para qué se sale? -contestó, mirándolo de reojo.
También las leyes fisiológicas funcionaban de la misma manera, así que salió en busca de comida.
Se dejo llevar por el aroma de un consomé, que lo tomó del olfato y lo dirigió a uno de esos mismos lugares, pero ahí atendía desde la barra una señora gorda de mirada maternal.
- ¿Te sirvo tu consomecito m'ijo? -le preguntó.
Sólo asintió con la cabeza. Le llevaron la porción más deliciosa que jamás hubo probado; era una combinación afortunada entre consomé de borrego, pollo y res que contenía una ración de verduras que le rejuveneció el espíritu. Bebió deprisa la cerveza oscura y suspiró aliviado.
Era temprano para iniciar la parranda; así que sólo deambuló por las calles; quería aclarar su mente y decidir si pasaba "a través del espejo" de una vez y para siempre.
Sus pasos lo llevaron por las calles empedradas del lugar; el sol calaba y él buscaba una respuesta en los laberintos de su pensamiento.
Algunas rocolas ya tocaban, una que otra meretriz barría la banqueta al frente de su lupanar y de pronto pudo percibir un murmullo bajo, como aquellos rezos fúnebres de los novenarios de su niñez.
Sólo para perder el tiempo decidió buscar el origen y se encaminó despacio, disfrutando de la calidez del sol y el aroma rancio de los establecimientos; de alguna manera se sentía en su ambiente. El sonido lo guió a uno de los barecitos que había sido acondicionado como santuario. Abrió las persianas y se coló dentro del lugar. Varias mujeres hincadas rezaban en pos de una imagen que de alguna manera habían editado; como al de una virgen, una composición burda: le habían sobrepuesto una corona de latón dorado y le habían improvisado un altar. Las mujeres, en ausencia de una capilla, habían inventado su propia santa y le rendían tributo de forma particular, la llamaban: “Santa Magdalena”.
Santa Magdalena –según decían- les había hecho infinidad de milagros: les regresó amores imposibles, las libró de embarazos no deseados y las ayudó a completar la cuota de tragos para que se les pagaran las “fichas”.
Se decía que un día, en una mesa del rincón, comenzó a llorar con un cliente y su llanto fue tal que la Santa se desvaneció en el llanto, desapareció de puras lágrimas y se escurrió por la coladera.
- Lo milagroso -decían, es que el llanto no dejó rastros y se secó en pocos minutos.
Cuando él se acercó para ver la imagen de la santa, la recordó: había sido una de sus farras memorables, de ésas que dejan buen sabor...
Estuvo hablando con ella y desde el primer momento se conectaron. Tenían tantas cosas en común...
Era una mujer que sobresalía del promedio: inteligente, educada, afecta a la lectura, a las ideas y con la sensibilidad a flor de piel se comunicaron con el código antiguo de las palabras; pero también en el silencio.
Se acariciaron con la mirada e hicieron el amor sólo con la intención; se fundieron en una complicidad añeja a pesar de haberse conocido hacía unos instantes; se descubrieron en esta realidad pues ya se conocían de siempre.
Callados, uno frente al otro, entendieron el significado de la palabra “destino” y también supieron que ese momento y ese lugar eran una cita ineludible.
Él recordaba una situación diferente, pues según sus infieles recuerdos se habían ido juntos y habían disfrutado de la intimidad de forma desbordante, exploraron los limites de la lujuria y de lo ortodoxo hasta tal punto que la mañana los encontró agotados, aún abrazados por el deseo de seguirse amando, pero la conciencia y la fuerza física los abandonó ya entrada la madrugada.
Él se asustó al tercer día, pues confundió una infección venérea con una rozadura que adquirió por el ímpetu de seguir de frente en la conquista del placer.
Cuando las lágrimas asomaron a sus ojos, la flaca lo tomo del brazo y le susurró:
- ¿No me digas que la conociste?
Él, secándose el par de lágrimas, le contesto:
- Más que eso, yo la hice Santa.
El mediodía había tomado ya las calles, el lugar estaba en efervescencia.
Con la nostalgia a cuestas y postergando la decisión de atravesar el espejo, se dirigió al primer bar que encontró en ambiente. Al cruzar el umbral no creyó lo que estaba viendo: en la mesa del centro, con la festividad acostumbrada, encontró a su grupo de amigos, como si lo estuvieran esperando. Le extendieron una silla y la primera cerveza helada de la tarde.
Se dejó consentir y de medio trago tomó el contenido de la mitad de la oscura botella; entre palmeos y bromas todos celebraron su llegada como si nada. Pareciera de alguna forma que el tiempo ahí transcurrido no hubiese pasado en su mundo ordinario y recordó a Calderón de la Barca, dejándose llevar por el onirismo de la vida al cabo del tiempo "los sueños, sueños son".
Fue una tarde memorable. Los cinco visitantes fueron atendidos por las 5 damiselas.
Así como ellas, también ellos eran plurales en carácter y formas de ser; pareciera ser que los yings se juntaban con los yangs. Hasta la flaca estuvo sorprendente, animosa, menos posesiva, más anfitriona.
Cándido la sorprendió tratando de acomodar para que aquella tarde fuera histórica: a Javier (el jefe de Cándido) le vendió la idea de que su mejor partido era Mía, una güera delgada, de hermosos ojos grises, alocada e inmadura.
A Pedro le arrimó a Paola, una caderona, nostálgica y deprimida crónica e insalvable que la pasó acurrucada en el hombro de éste.
A Mauricio le acercó a La Zarca, una morena delgada, puta de vocación, que se la pasó agarrándole el falo a Mauricio, quien lo celebraba con risas desbordada y con invitaciones de ronda cada que se lo acariciaba.
Adán tuvo por compañera a Mirna, una morena jovencísima, tímida e introvertida que sólo consentía que "la tuvieran bajo el ala".
Pero comenzó una rivalidad con Mía, que abandonó a Javier y se dedico a propinar sendas nalgadas para Adán, las cuales tenían como trasfondo una invitación sexual.
Lalo se mantenía al margen pues no había tenido (ni quería) la oportunidad de elegir y le había tocado Juana, una inmensa gorda de carácter jovial y encantadora, sensible al extremo y que ya tenía empalagado al pobre hombre; le tenía alborotado el poco cabello y lo besaba hasta en los dientes.
Éste, a pesar de su seriedad, era adulado y endulzado por la susodicha, que incluso le manipulaba sus manos para llevarlas hasta los voluptuosos senos y quien, ya con su ruido y desparpajo, había hartado al pobre, que no encontraba el momento de salir corriendo.
Javier se acercó a Cándido y le dijo:
- Compadre, esta flaca me encantó, pero está fascinada con las nalgas de Adán.
Cándido sólo acertó a decirles:
- Igual que es aquí, es en el mundo: la infidelidad, la traición, la lujuria y la avaricia... Funcionan igualito como funcionan en el mundo.
Cándido era experto en lupanares (tanto así que, quien lo conocía, decía: “si el putero existe, Cándido sabe dónde está y cuánto cobran”).
La parranda se prolongó hasta bien avanzada la mañana, pero Cándido tenía un pacto con ese mundo y se quedó dormido sobre la mesa, hasta que el cantinero lo despertó y le dijo:
- ¡Ya es hora!-.
Ni en el cielo, ni en el infierno hay paz, siempre hay que rendir tributos.
Salió a caminar. La Flaca lo había abandonado. No era extraño: en aquel lugar no había nada cierto.
Sus zapatos gastados lo encaminaron por los eternos senderos de calles empedradas y cantinas irreales, hasta que un sonido mágico de una canción imposible lo arrojó hacia uno de tantos bares.
Entró y encontró al mismo mesero y le preguntó qué porqué ahí, en ese bar, sí se tocaban canciones diferentes. Y él le contestó que "porque habían logrado conectar las luces de navidad con el espejo y que por eso las canciones que elegían los clientes se escuchaban en la rocola".
Cándido se sentó toda la tarde a disfrutar de música variada, incluso clásicos, algo de rock, rock pop, corridos, banda romántica, mariachi, baladas… La Flaca llegó y lo acompañó en silencio, lo abrazó, se quedó quieta mientras él por primera vez en muchos meses de estar encerrado en ese mundo onírico se saboreaba un tequilita en su caballito, con su sal y limón, despacio sin prisas, y se volvieron a decir todas las cosas que le dijo Cándido a Santa Magdalena para hacerla Santa y La
Flaca le preguntó:
- ¿Por qué a mí no me haces santa?
Y Cándido le contestó:
– Porque este lugar no necesita más santas.
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