Hace mucho tiempo, en un lugar de la sabana africana, al sur del desierto del Sahara, nació Chaquiro; un cachorro de león muy especial. Su tamaño era tan menudo que la madre, a las tres semanas de su nacimiento, se sintió obligada a abandonarlo a su destino; y esto, que parece un gesto de incomprensible atrocidad, era la única solución para esta leona que por cierto no podía amamantar una camada tan numerosa; y como por la ley de la naturaleza la fuerza es el principio de la supervivencia, la elección cayó sobre el elemento más débil; ya que de todos modos habría sido el primero en caer en un ambiente tan peligroso; así que una noche, mientras que el pobre leoncito dormía inconsciente de todo, lo cogió con dulzura y lo llevó tan lejos de la cueva, que éste nunca habría podido volver a su hogar. Lo escondió detrás de un matorral que se hallaba a los pies de una pared rocosa, dejándolo con un último beso y la esperanza de que madre naturaleza le hubiera atendido más que cuanto ella pudo hacer; y mientras que la pobre criatura seguía dormida, se alejaba volviéndose cada tres pasos maldiciéndose por tan cruel decisión.
Fue una noche muy silenciosa, y por lo menos el sueño de un inocente tan desafortunado no fue molestado. Al amanecer, Chaquiro despertó como siempre guardando los ojos cerrados durante varios minutos; era un leoncito muy tranquilo y apaciguado. Pero aquel día, un insólito silencio le extrañó mucho; fue inmediato su temor. Abrió los ojos, y al comprobar su sensación, salió corriendo a la luz del sol. Le era imposible comprender; se encontraba en un lugar del todo desconocido, y sobre todo, estaba completamente solo; no veía nadie a su alrededor. Por primera vez en su vida conoció el miedo y la incertidumbre. Lanzó un grito por si acaso la madre le hubiera oído, y lanzó otros, y siguió gritando y llorando durante horas sin que nadie acudiera a sus llamadas. Estaba tan asustado que no se alejaba más de un metro de su precioso refugio. Con el pasar de las horas sus quejas se hacían cada vez más raras y débiles, y al bajar del sol se desanimó por completo.
Estaba acurrucado bajo la tímida luz de la luna, con la mirada perdida en el vacío, cuando una sombra se le puso ante los ojos.
– ¡mamá! –gritó dichoso levantándose.
Un animal con manto de rayas lo miraba guardándose a tres metros de distancia. Era Manila, una hembra de cebra que durante horas había escuchado, escondida detrás de una roca, los gritos del pequeño, y esperaba el momento más oportuno para acercarse. Chaquiro la miraba algo sorprendido, y por cuanto estaba asustado, de alguna manera se sentía atraído por ella; necesitaba su ayuda, la de una hembra adulta, Manila, que por no poder tener hijos, habría deseado tanto llevarse consigo aquel tierno cachorro; pero como seguía recelando la vuelta de la madre a rescatarlo, tuvo miedo; y por eso, atormentada por tantas dudas y perplejidades, acabó a su pesar por dejarlo ahí.
Pasó otra noche y otro día, y Chaquiro seguía parado en el mismo sitio sin perder la esperanza de que la madre hubiera vuelto a recogerlo. A la puesta, cuando ya estaba medio dormido, de repente sintió algo arrastrarse por el suelo; se irguió de golpe, y al verse cara a cara con una culebra en pie de guerra, dio un paso atrás; solo él sabía cuanto le temblaban las piernas en aquel momento, pero no podía evitar el combate, y como llevado por su misma naturaleza que aún desconocía, el león supo portarse como tal; luchó con todas sus fuerzas para salvarse la vida, y a lo largo de una dura batalla, logró derrotar a la sierpe envenenada.
Después de asegurarse de que ya no había peligro, al dar media vuelta en dirección al matorral, se encontró delante otra vez aquel extraño animal. Manila había vuelto. Tan segura estaba, de que la madre ya no volvería, que se decidió a llevarse a la criatura consigo; el único problema quedaba convencer a la manada, pero esto no le preocupaba demasiado; cogió el pequeño sin pensarlo, y echó a correr. Conocía una cueva a dos horas de marcha, y lo habría criado allí; todo a escondidas; nadie la habría descubierto. Chaquiro se dejaba llevar sin soltar una queja. Aunque de este animal no sabía nada, en aquel momento se sentía al seguro, y aliviado, porque ya no estaría solo; y eso le daba consuelo.
Por fin llegaron a la cueva, donde el cachorro, brincando y jugueteando, mostraba sentirse a su gusto; era muy parecida a su viejo hogar. La cebra en cambio, mirando a la luna, se puso algo inquieta; se le había hecho muy tarde, y tenía que agregarse a la manada. Habría vuelto el día siguiente, pero mientras que intentaba explicárselo a Chaquiro, éste la miraba algo distraído; y al divisarle las ubres, empujado por el instinto y el hambre, se le aferró de inmediato. En aquel momento, Manila se sintió madre de verdad; nunca había probado una emoción tan grande. El corazón se le llenó de amor hacia aquella criatura que quien sabe si un día, por causa de su índole natural, no se le habría metido contra. Se detuvo mucho más de cuanto podía; esperó que el pequeño se durmiera y se marchó. Desde el día siguiente, Manila, se ocupó de él en todas sus necesidades; era una óptima madre. Pero con el pasar del tiempo, los problemas se le complicaron un poco, ya que el leoncito, haciéndose cada vez más grande y fuerte, empezaba a necesitar alimentos diferentes a la leche recibida hasta aquel momento; así que la cebra tuvo que ingeniarse, y como un buitre, iba a robar los restos de las comidas de los leones. Toda la carne que Manila le llevaba, Chaquiro se la devoraba en un instante, y con el tiempo el felino aprendió hábilmente a procurarse la comida por su cuenta. Por el hecho de vivir muchos ratos a solas, se había vuelto mucho más listo que cualquiera de los leones de la sabana. A la edad de cuatro años, era una fiera enorme y fuerte, y a pesar de su naturaleza seguía queriendo a Manila como si fuera su verdadera madre, y nunca se habría permitido comer carne de sus parecidos. Pero en la manada, alguien había descubierto el secreto de Manila, y como según las razones de los ancianos, un día no muy lejano este león se habría vuelto muy peligroso para toda la comunidad, la obligaron a dejar de verlo; pero ella se rebeló a esto, y como no quiso obedecer a las órdenes, la encerraron amenazándola de no liberarla hasta que no hubiera abandonado esa absurda idea de tener un hijo león.
Chaquiro, después de varios días sin verla, empezó a preocuparse, y fue a buscarla. Entre tanto, en el campo donde estaban las cebras, irrumpió brutalmente una manada de leones. Las cebras empezaron a correr dondequiera olvidándose de Manila, que aún encerrada no podía huir de ninguna parte; y de tal situación se aprovecharon los felinos, que al ver a la yegua ya inmovilizada, la circundaron, despreocupándose de las demás. La pobre presa gritaba por el miedo, y como Chaquiro, que ya estaba muy cerca del campo, la oyó, acudió de carrera a su llamada; y viéndola en peligro lanzó un rugido tan fuerte que incluso los leones más feroces se quedaron petrificados. Se acercó rápidamente fijándose en ellos que ya estaban a punto de atacarla, y se les puso delante guardando Manila a sus espaldas, y rugiendo de nuevo y aún más fuerte que antes intentaba disuadirlos, pero ellos eran muchos, y hambrientos; demasiado para que dieran marcha atrás. Pues les habría sido imposible salvarse; si no fue por aquella leona, una fiera enloquecida, que de entre la feroz pandilla, empezó a lanzarse contra todas y todos; nadie podía imaginar lo que le pasaba. Solo Manila comprendió:
– ¡Es tu madre! –le dijo a Chaquiro rompiendo en su compleja reflexión.
Chaquiro no movió ni un paso; se quedó parado observando la batalla. Sentíase trastornado por antiguos sentimientos, de odio y amor, que lo atormentaban desde siempre por causa de aquella hembra de león; y fue sólo cuando la vio herida al suelo que se lanzó en su ayuda. Los leones retrocedieron; y arrepentidos por haber pegado tan duramente una hembra de su propia manada, se retiraron. Chaquiro se agachó al suelo llorando con el hocico pegado a el de su madre que aquel día había sacrificado su vida por la suya, y por la de sus hermanitos un tiempo; y sintiéndose por ella amado por fin, su único deseo fue acompañarla por lo menos en sus últimos respiros. Las cebras, que ya no le tenían miedo a este virtuoso león, adelantaron muy cuidadosamente algo sentidas por lo acontecido; y desde el día siguiente, Chaquiro no sólo fue legitimado como hijo de Manila, sino que además, fue nombrado como protector y miembro honorario de la manada. Sin embargo, prefirió seguir con su vida de siempre, en su preciada cueva, donde Manila siguió visitándole como antes; y aunque él nunca fue visto en la cercanía del campo, dicen que desde entonces, mientras Chaquiro vivió, ni una fiera se atrevió a tocar una cebra en este lugar.
|