Cuando entré a la habitación, vi su silueta suspendida en el aire colgada del cuello. Inmediatamente mi corazón se empezó a acelerar. Mi mano, temblorosa, se acercó lentamente al apagador del foco y encendí la luz.
Mi rostro, reflejado en el suyo, me hizo caer de rodillas. Impactado, y con los ojos empapados en lágrimas, solté un grito sordo, mas bien un alarido, que camuflándose con el estruendo de los relámpagos me hizo despertar de golpe envuelto en sudor.
No llevaba más de diez minutos que me había acostado a dormir. Al mojarme la cara, vi en el espejo, reflejado, un rostro cadavérico envuelto en canas, y sus ojos, desvanecidos entre ojeras que anunciaban no haber conciliado el sueño desde hace poco más de una semana; desde la muerte… de mi esposa.
Ya mis manos temblaban de desesperación, débiles de cansancio, mi cuerpo se tambaleaba al caminar, mientras las siluetas atormentadoras me empujaban tratando de vencerme. No recordaba a mi esposa, ni la causa de su muerte, su partida había pasado a segundo plano, sin embargo, siempre la veía.
De ella recordaba gritos y exigencias, pero no podía dejar de amarla, soportaría de ella lo que fuera, mi miedo más grande era llegar a odiarla. Llevaba meses, insoportable, tratando de obligarme a escribir mi siguiente obra, de inútil nunca me bajó. Aunque me duele, su muerte fue lo mejor que me pudo haber pasado, no obstante, también fue lo peor.
Cada noche era una guerra entre esas sombra y yo. Al llegar a la cama la veía a ella recostada a mi lado, pálida, fría, con sus ojos abiertos que, al mirarlos, me hacían sentir culpable. ¿Por qué no la cuidé? La pude haber salvado. Pensaba.
Y al cerrar los ojos me veía de nuevo frente a la ventana, viendo aquel cuerpo levitando sobre la cama, pero esta vez, vi en su rostro, el de ella y, en mis manos la soga que la mantenía atada del cuello. Y abrió los parpados y me observó; su respiración era fuerte, acelerada. Mientras más profundizaba en su mirada, más fuerte respiraba hasta dar un enorme grito y me desperté.
Con miedo a las sombras me levanté asustado, ella continuaba colgada mientras aquellas esencias me empujaban hacia atrás, topé con pared y la vi una vez más, inerte, fría. Recibí un golpe en el estomago y rompí el cristal de la ventana y caí desde el tercer piso. Al chocar con el suelo, escuche romperse algo en mi espalda y enseguida un enorme vidrio callo sobre mí atravesándome el estomago, y apareció de nuevo frente a mí, riéndose y tomando mi cuello, mientras sentía la sangre hirviendo correr por mi cuerpo y desprendiendo mi alma de éste.
Y desperté, y no habían pasado diez minutos.
C. R. Monge.
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