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En aquel pequeño pueblo no había gente mala, ni buena, ni de ningún tipo. Llevaba mucho tiempo abandonado cuando llegamos mi mujer, mis dos hijas y yo. Al principio fue difícil para un abogado reconvertido adaptarse al pueblo, luego más aún. El frío era mucho y el calor también, cuando venía; pero el agua era de cristal y los bosques rondaban todas las tonalidades del arco iris y nos sorprendían con nuevos matices en cuanto pasaba más de un día sin dedicarles unos instantes.
Luisa mi pequeña se fue haciendo mayor. Claudia mi mayor se había hecho pequeña después del grave accidente de coche que hacía muy poco tiempo habíamos tenido.
El tiempo pasaba despacio cuando mi esposa y yo mirábamos a Claudia y rápido cuando nos fijábamos en Luisa.
Poco después que nosotros llegó Ernesto. Vivía solo y enseguida Luisa se sintió atraído por él. Era un hombre atribulado, que parecía mucho más solo de lo que realmente estaba. Al cabo de unas semanas Luisa pasó de la atracción inicial a la atracción constante, y se prendó de él. Ella estudiaba Humanidades en la Universidad Virtual, la UOC, y el tal Ernesto resultó ser profesor suyo. Se casaron y se fueron a vivir en una casa al lado de la nuestra. No sabría decir si éramos una o dos familias. Quizás una grande o dos pequeñas. Claudia seguía con nosotros. Desde el accidente, le había costado mucho volver a aprender esas cosas que apenas sabemos que sabemos hacer. Cuando estaba consciente y lúcida, lo cuál era extraño por los daños neurológicos que le había provocado el accidente, decía que ahora que no podía andar se había dado cuenta de lo que molestaban las piernas si no podía hacerlo; y que si no podía comer sin que se le cayera la comida de la boca gastaba el doble para comer la mitad. A veces nos hacía reír, otras llorar y las más reír y llorar a la vez. Claudia parecía vivir entre dos mundos. Unos ratos estaba con nosotros y otros no sabemos con quién, pero seguro que estaba “lejos, muy lejos” como ella musitaba cuando le preguntábamos: ¿Dónde estás Claudia?
Luisa y Ernesto tuvieron un hijo. Lo tuvieron en un pueblo a varias horas en coche del nuestro. Se fueron dos semanas antes de que ella cumpliera por aquello de que no les cogiera el toro. El tal Toro les cogió, pero no el figurado sino el Dr.Toro, un radiólogo algo malhumorado del hospital comarcal que había avisado a Luisa de que el crío vendría sin demasiados trámites ni avisos previos. Pronto se enteró de donde y como vivían ella y Ernesto. Al poco de entablar amistad con ellos y visitar nuestro pequeño pueblo se quiso venir a vivir también. El radiólogo empezó a trabajar desde su casa, en una empresa que se dedicaba a interpretar radiografías y escáneres para un hospital de Londres, cosa que hacía después de darle de comer a las gallinas y de mascar palitos mientras caminaba su media horita de rigor por los campos de nuestro pueblo.
María había conseguido abrir una pequeña escuela rural y después de varios meses de preparativos la escuela se inauguró gracias a las gestiones de un amigo abogado. Después de tal victoria en un mundo tan extraño como el educativo, el abogado que gestionó la documentación a María quiso conocer el pueblo, y así Fernando, que así se llama el abogado, enamorado tanto del pueblo, como de su flamante logro frente al sistema educativo, se unió a Ernesto y a Silvia, al radiólogo Dr.Toro y María y a nosotros mismos en la aventura de vivir allí, trayendo tres preciosos niños más a la escuela, que dicho sea de paso aseguraban su continuidad.
Emma la mujer de Fernando, era una pintora de renombre y la siempre deseada soledad de artista, se le transformaba día a día en insoportable aislamiento. Le costaba vivir privada del lisonjeo propio de su trabajo y nivel artístico, y pasó por una época de esterilidad creativa. Ernesto y Luisa los invitaron a cenar y Emma que hizo buenas migas con mi hija y su marido fue aproximándose al estudio de las Humanidades dirigida por Ernesto. Este la hacía participar de las mismas actividades que a sus alumnos en la universidad, y poco a poco Emma se fue desbloqueando, simplemente porque estaba aprendiendo a olvidar todo lo que de accesorio le había aportado su profesión, y retornaba a gran velocidad las fuentes primarias de su inspiración: su inquietud por la vida, el centrarse en lo esencial y el vivir dejando vivir. Ernesto le hizo leer distintos textos, de diferentes épocas y personas muy dispares, pero que facilitaron que Emma encontrase su propio camino del que tan solo se había apartado un poco en los últimos años.
Al cabo de pocos meses la exposición de Emma en Madrid fue un rotundo éxito. Tanto que el propio director de la sala de exposiciones no dudo en comprar una casa en el pueblo, para poder estar más cerca de su artista estrella. Otros muchos artistas quisieron conocer tan idílico lugar, desde el que se podía combinar la vida con la vida y acudieron a visitarle. De los ocho que acudieron cinco se vinieron a vivir al año siguiente con toda la familia, a dar continuidad al colegio, a seguir formándose humanamente y sin hipotecas, porque con lo que que obtenían tras liquidar sus antiguas vidas se hubieran podido comprar la mitad del pueblo.
Mi hija volvió a andar después de haber sufrido un gran parón en su recuperación que no sabíamos a que se debía. Pero un día de repente llegó Trinidad una fisioterapeuta que también llegaba quemada por su vida en la ciudad. Trinidad enseguida se hizo con Claudia. La entendía como si siempre se hubieran conocido. Leía sus emociones, se anticipaba a sus quejas y premiabas sus esfuerzos. Trabajar con Claudia no era fácil, pero Trinidad con más devoción que justificaciones técnicas la iba haciendo trabajar día tras día, ratito a ratito, en una suerte de intervención-gota malaya que obraba milagros con mi Claudia, tanto era así que un día la vimos andar unos pasitos con Trinidad y sentarse con ella en nuestra pequeña plaza central.
La escuela de María estaba llena y poco a poco en lugar de una sola aula fueron dos y luego, casi sin darnos cuenta tres. Los niños aprendían en y de la naturaleza. Los pintores les daban clases de plástica pero también de historia y lengua. Ernesto les daba filosofía y el radiólogo ciencias naturales. Los niños salían bien preparados, iban al instituto a examinarse y aprobaban a la primera y con buenas notas. Sentían el gozo de aprender, el gozo de compartir y ayudar. Yo me encargaba de los pocos que no quisieron estudiar una carrera y les enseñaba lo que a mi me enseñaron de albañilería, carpintería y algunas cosas más otros amigos del pueblo que se apiadaron de mis allí inútiles conocimientos de Derecho.
Todos los niños que formábamos se colocaban con facilidad a trabajar como oficiales en algunas de las pequeñas empresas que se había ido abriendo en el pueblo. El pueblo estaba cada vez más vivo, pero no tenía nombre.
Todos nos referíamos a nuestro pueblo como “el pueblo”, pero ninguno sabía cuál era su nombre. Quizás lo tuvo, pero nadie lo recordaba, en los documentos no constaba, ni tampoco en mapas, ni en registros, simplemente se había borrado, o quizás nunca lo había tenido; aunque la verdad es que a veces, cuando los vecinos nos reuníamos, teníamos la sensación de que todos habíamos decidido ya el nombre
Y el nombre, que surgió en una de las reuniones y al que todos asentimos a la vez por coincidir con el que teníamos pensado fue el de “Nuevo Cielo”. Y con ese nombre tan rimbombante, tan definitorio y a la vez tan sencillo, esperanzado y real nos fuimos todos a dormir aquella noche en nuestro “Nuevo Cielo”.
A ninguno nos costó conciliar el sueño ahora que sabíamos que nombre tenía nuestro pueblo, quizás porque siempre lo habíamos conocido, pero más por que por fin habíamos tenido la valentía de verbalizarlo. Pensé en mis hijas, en los niños de la escuela, en mis amigos del pueblo y luego me volví a dormir

II

La enfermera tocó en el hombro a Claudia que estaba sentada en su mecedora. No le respondió. Por joven se asustó y se fue a buscar a Sara por experta. Sara era la supervisora de enfermería.
-Creo que Claudia ha muerto le comentó.
-Crees bien –le dijo la supervisora buscándole un pulso que sabía ausente. Ahora la llevaremos arriba. Avisa a la familia.
-No hay familia a la que avisar Sara. -respondió la joven enfermera ¿No sabes su historia?
Sara le dijo que no con la cabeza mientras cerraba los ojos de Claudia que se habían quedado fijos mirando una carpeta que desde hacía años siempre tenía apretada entre sus manos.
-Sus padres y su hermana murieron en un accidente hace ya varios años. El era un famoso abogado. Claudia fue la única que se salvó, pero pocas veces parecía estar en este mundo, por sus problemas neurológicos. Unos ratos estaba con nosotros y otros no sabemos con quién, pero decía que estaba “lejos, muy lejos” cuando le preguntábamos: ¿Dónde estás Claudia?.
-Pobre mujer –dijo Sara tomando una de las inertes manos de Claudia. La vida es más dura de lo que somos capaces de pensar, dijo mirando a la joven con cariño.
-Y encima –prosiguió la joven enfermera, tenía una relación estupenda con Trinidad, la antigua fisioterapeuta, que en paz descanse. Estuvo a punto de volver a andar; pero tras la muerte de Trinidad de cáncer hace ya cinco años se quedó estancada.
-¿Qué llevaba en esa carpeta? – le preguntó la supervisora a la vez que tomaba la carpeta entre sus manos.
La abrió con mucho cuidado y más respeto, encontrando varios recortes de periódicos antiguos: en uno se hablaba de un accidente en el que murió un profesor de Humanidades llamado Ernesto. Otro recorte explicaba el accidente de una afamada pintora y su marido Fernando. Luego leyó otro referido al accidente de un famoso abogado que había muerto al caer al río su automóvil junto con sus tres hijas y su mujer, maestra de profesión. Mirando este Sara se estremeció y atusó el cabello de Claudia que tenía un rostro tan sereno que en cierto sentido la envidió. Había otros sobre el accidente de un autocar que llevaba a varios artistas a unas jornadas en Madrid, de un autobús escolar en Guadalajara y del asesinato de un radiólogo de Alcoy llamado Dr.Toro.
Cuando iba a cerrar la carpeta, la supervisora vio que caía una hoja de papel doblado. Tomó la hoja y al abrirla pudo leer: “POR FIN ESTAREMOS JUNTOS EN NUEVO CIELO, POR FIN HABREMOS ENCONTRADO LA VERDADERA FELICIDAD”.

III
Aquel día en Nuevo Cielo organizamos una gran fiesta. Gracias al trabajo de Trinidad, y sabe Dios a que más, Claudia se levantó, caminó y habló como nunca supusimos que fuera capaz de volver a hacer. No nos explicó gran cosa sobre donde había estado. Seguía sin responder a la pregunta: ¿Donde estás Claudia? Solo nos decía que por fin estábamos juntos y que era muy feliz, y la entendíamos a medias, pero nos gustaba oírla tanto hablar que apenas nos importaba lo que decía. Comió sin que se le cayera nada de la boca y volvió a ser la Claudia que siempre había sido. Sonreía, nos miraba, nos sentía, nos quería.
Nuestros amigos y los niños se acercaban a nosotros. Nadie se extrañaba de aquella mejoría, nadie preguntó, nadie se alarmó. Todos lo sabían. Todos la esperaban.
Manuel Armayones

Texto agregado el 11-01-2011, y leído por 120 visitantes. (2 votos)


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