AL SUR.
Jacinto nació una vez más en cualquier parte y como por milagro, en una cualquiera de las casuchas sórdidas y abigarradas que se multiplicaban dentro de los barrios de miseria que se entretejían a diferentes alturas y rodeaban a la gran ciudad. Y nació una noche de luna redonda y amarillenta como una naranja. Más que venir al mundo nació atrapado entre un techo y cuatro paredes de cartón, rodeado de trastes viejos y sucios y cacerolas abolladas y ennegrecidas en las que bailaba el agua sobre las llamas de madera y de papel. Los alientos del fuego consumían en chisporroteos los olores encerrados del hacinamiento y la penuria. Nació en aquel mínimo espacio que era cuarto, cocina y baño en un recuadro único de una puerta, una ventana y tres camastros. Un ranchito con el piso de tierra, atado al panal de la desgracia en aquellos laberintos de senderos que subían y bajaban en curvas y bifurcaciones donde las cloacas eran desconocidas. De noche, toda esa multiplicación de desdicha y abandono, con sus bombillos tenues y titilantes, vistos en la distancia simulaban adornos y nacimientos navideños de dimensiones colosales.
Las mismas manos toscas y nicotínicas de uñas sucias que ya había conocido desde siempre, lo recibieron en arrastre de fuerza y desnutrición, sin contemplaciones, en lucha contra la expulsión de un parto casi óseo, sin gritos, a puro pujar, pero eso sí, sin desmayos. Tres veces sobrevoló y cantó por los alrededores el pajarraco de la medianoche mientras a él le cortaban el cordón umbilical con cualquier cuchillo cogido al azar. Y tres veces, en instinto y costumbre de defensa ante la posibilidad de otro peligro desconocido, con la mayor ignorancia, todos los presentes se persignaron sin religión levantando la mirada hacia el aletear invisible y temido de la lechuza de los malos augurios.
Bajo el bombillo que colgaba del techo, a medias tan sólo iluminados por éste y por las llamas del fogón, los tres rostros que le miraban y se veían entre sí, sin cariño, indiferentes, se encendían de verano en visos amarillos y grasientos. El hombre, supuestamente el padre, otro Jacinto, que no ayudaba en nada, fumando un masticado y pestilente tabaco, con voz quebrada y ojos cansados de tanto aguardiente, dijo:
-Parece un bicho raro.
Y añadió, con desprecio:
-Este mojón no llega a viejo.
La partera, después de restregarse las manos en un paño sucio, lo agarró por las piernas para levantarlo. Al ponerlo en vilo, también con su cigarrillo entre los labios, dijo:
-¡Mi madre! Es puro hueso. No pesa nada.
Pero si le hubieran preguntado en aquel momento, cuando todavía estaba impregnado de sangre y de placenta en su piel rugosa y fea, se habrían alarmado de su experiencia y de su atávico saber. Conocía muy bien del humo y de los estremecimientos de la tos raquítica que causaban miles de cigarrillos. Y sobre todo sabía de la presión de la mano de su madre apoyada en la cadera, tratando de equilibrar, durante nueve meses de arrastrar la muerte, a la pequeña pero agotadora octava barriga que logró derrumbarle la espalda en menos de diez años y seis padres diferentes.
Pero ninguno de los testigos añadió nada más. Ignoraban que él heredaba la acumulación de muchas generaciones marchitadas en el horror del morir y renacer en cientos de sitios como aquél. Sí, él era un compendio de una historia aparentemente inevitable que se repetía una y otra vez.
Su cuna fue el espesor de varios sacos de yute y un pedazo de sábana percudida que lo envolvía dentro de una caja tambaleante que colocaron en un rincón, casi a ras de tierra. Los sacos, el intento de sábana y el débil guacal en que posaron la caja fueron traídos por el primo Jacinto, también alcoholizado, el que vivía tres casuchas más allá. Sobre este ensayo de cama quedó a merced de cuanto animalejo se pasease sin luz de un escondrijo a otro del maloliente cuchitril. Nada ni nadie lo podía impedir.
Y allí estaba, como lo había estado otras veces y como lo estaría en el futuro. Ya ni sus padres, ni todos los padres anteriores, podrían recordar las razones que los empujaban a la Capital que siempre sonaba a soluciones. Para que al final, ese vivir necesitado de los barrios terminara convertido en algo sin importancia, en una costumbre, una manera, un embrutecer a toda prueba que arrasaba hasta con la memoria de los pueblos dejados atrás donde quedaron los restos de las familias abandonadas en medio del campo.
Pero él era un resumen de niños. Y por eso no lloró cuando nació, ni cuando fue zarandeado porque no lloraba, ni cuando lo bañaron a la intemperie para quitarle la sangraza. Las estrellas y la luna amarillenta brillaron sobre su piel húmeda, y él las reconocía, pero nadie más lo supo. Traía la mudez del sufrimiento y pertenecía a la cascada de los siglos entre la necesidad y la mugre.
Era tanta su sequedad de lágrimas que tampoco lloró cuando estando a solas la rata sucia lo mordió en el brazo mientras lo miraba con sus ojos de agujas brillantes y redondas, eficiente y callada, al son de los bigotes moviéndose en descarado alarde de inquisidor olfato. Él ya la conocía también. Y no tenía miedo de ella ni de cuantas otras se pudiesen presentar.
Y pasaron los días, mas no muchos, porque la muerte lo visitó por primera vez antes de cumplir la segunda semana de vida. La vio llegar lenta y dura, sin ningún tipo de indecisión, entre sombras y siluetas y pasos fatigados bajo el empuje del alcohol. Eran sus padres. Callado y sin protestar sintió el crecer de la absoluta oscuridad cuando su madre le cubrió la cara y lo ahogó con un trapo de cocina. Y se murió. Luego ella botó el pingajo de dos cuartas de carne en un pote de basura que lanzó al descuido a las profundidades del barranco que se hundía frente a la ventana. El acumulamiento de desperdicios lo cubrió para siempre. Y nadie quiso saber nada. Y nadie se interesó por su destino. Dos días más tarde, visita trashumante del volar a olfato, llegó el círculo negro de buitres con su danza de vientos y aleteos sobre el basurero.
Dentro de la casa, barrieron el piso endurecido de tierra, clavaron con alfileres un muñeco en un rincón y devolvieron los sacos y el pedazo de sábana para evitar la mala suerte. No volvieron a pensar más en él. Se respiraba el alivio de haberse quitado aquel estorbo.
La historia era la misma. Pero él era un niño eterno. Cuando otro, que era el mismo Jacinto, cumplió el primer año, con la agudeza de pasar la mayor parte del tiempo a solas, ya conocía sin error los objetos y ruidos del espacio que le rodeaba. A veces, se despertaba de golpe en la noche, con los oídos llenos de gritos y maldiciones en peleas de puños y trastos volando de una carne a la otra. Pero se quedaba tranquilo, pasando desapercibido, con los ojos tanteando en el espesor de la oscuridad y seguro de poder tragarse sus imposibles quejidos en un silencio de sepulcro. Ya había conocido otro despertar bajo el roce quejumbroso y el jadeo del placer sin fuerzas de su madre o su hermana, acostadas con cualquiera del vecindario, o ambas con el mismo hombre, o ambas con su padre, con los cuerpos bañados de sudor a menos de un metro de su espacio. Él sabía como nadie de lo grosera y sucia que podía ser la promiscuidad.
Pero, sin llanto y sin miedo, y pasase lo que pasase, en esas noches de desvelo nunca volvía a dormirse y se quedaba aguardando por el agua con azúcar que había conocido como precario sustento desde el mismo día de su nacimiento. Su madre estaba seca. El hambre de su estirpe, hilo ascendente de generaciones en historias de tripas retorcidas y de horas de insomnio, se perdía en la neblina de borradas memorias, con cientos de lombrices no tomadas en cuenta que le hacían crecer el abdomen.
Hasta que una tarde, cuando ardían los primeros leños que calentarían el caldo de la noche, en medio de la humareda, oyó la voz imponente del trueno volando con el viento sobre su cabeza. Y el miedo de todos comenzó a dar carreras y gritos dentro de aquel cubículo y en todos los alrededores cuando la lluvia, haciendo temblar la debilidad del techo y las paredes, se hizo presente con el empuje de las aguas que comenzaban a correr colina abajo. Y por instantes el tremor se agigantaba con la potencia del aguacero. Pero él no sintió nada, tan sólo esperó. Otras aguas habían sido su lecho en otros tiempos. En ellas se había dormido para siempre al ser arrastrado como lo sería ahora por la corriente hasta quedar cubierto por el fango y los desperdicios menos imaginables. En esta nueva muerte, tampoco pudieron encontrarlo. Y entonces, hundido en las entrañas de una acumulación mayor de basura y lodo, los buitres quedaron despistados.
Pero en su eternidad, siguió creciendo. Y durante años soñaba con el movimiento alucinante de la ciudad que se alargaba allá abajo, sentado sobre una lata en el mismo borde del barranco en que vivía, con la mirada triste del vacío hipnotizado. Desde allí veía bajar y subir los huesos de su madre con una cubeta que llenaba de agua más abajo del cerro en que morían. Aquel andar de arrastre dibujándose contra la pequeñez lejana de los inmensos edificios, amenazada por otra barriga en ciernes, se había hecho inclinado y deforme para siempre. El próximo Jacinto sería como él, con el color del cobre prieto y el pelo de azabache.
Y así creció, rodeado de calamidades, sin profundizar más allá del cauce de un hablar elemental y de tres o cuatro cuentas para entender las denominaciones del dinero. Su espacio vital fue la obscenidad, la música con el volumen a todo dar, la gritería y los vahos del alcohol, los juegos de bolas criollas y las interminables partidas de dominó con los ensalivados cigarrillos y tabacos colgando de las bocas de pocos dientes.
Después, con ligeros bríos de pasos cortos, con las costillas afuera y el fondillo del pantalón adornado con los gastos del abuso, conoció los vericuetos de la base de su miseria y las primeras calles de la ciudad. Al principio, muy poco a poco y siempre rezagado, pero con el tiempo la camaradería lo llevó por todas partes. Y los brazos, como líneas de tierra y poca carne, se amalgamaron al papel de los periódicos y a la inevitable caja de limpiar zapatos.
Ya en el nuevo quehacer, entre el bullicio de la ciudad, las pretensiones ansiosas que le ardían en la cara lo llenaron de contactos y maravillas que al principio no entendía ni imaginaba, pero que pronto llegó a reconocer. Semáforos, cientos de anuncios luminosos, avenidas gigantescas, zapatos muy distintos a los que conocía, idiomas extraños, automóviles de todas las marcas, miradas extrañas y miles de otras cosas que le fueron creando el atractivo de siempre desplazarse hacia el Este de la ciudad, hacia las zonas donde más fácilmente se movía el dinero.
Y muy pronto, bajo el eco del canto del pájaro agorero de la noche de su nacimiento, en un descuido de periódico entregado y cuenta no saldada a tiempo en medio del tránsito, la muerte lo arrancó de cuajo del respiro cuando fue descuartizado en arrastres entre las ruedas de un autobús. No había cumplido los nueve años. Recogieron el cuerpo y los periódicos mientras el hombre que guiaba el colectivo se doblaba en los ojos y abandonaba en la calle a la razón. La noticia no subió a los cerros. Y si acaso llegó, por el imperio de la voz de algún compañero de travesuras que no sintió nada al comunicarlo, a nadie le importó.
Pero siguió por las calles. Y a pesar de los policías que no dejaban de acosarle día a día y que a su vez también le quitaban los pocos reales que conseguía, siguió prefiriendo aquella parte de la ciudad. Allí, en el Este, donde los edificios eran más elegantes y las vitrinas de las tiendas eran más luminosas y refinadas, la pulida de zapatos representaba más dinero y por el periódico le solían dejar también el vuelto.
- Déjalo así- le decían. Y guardaba las monedas en el pequeño bolsillo de la camisa que ya se había alejado del pantalón sin cinturón.
Y seguía deambulando y apenas creciendo. Los clientes de la pulida de zapatos y de los periódicos, que originalmente eran llamados “señores”, bajo la labia de la picardía se fueron convirtiendo en “bachilleres y doctores”. Y el negocio funcionó mucho mejor. Pero aún aprendiendo todo lo necesario para no perecer, seguía por las aceras de su camino bajo el signo del hambre y del acoso hasta pasada la medianoche. Y a esas horas, cuando en las calles sólo estaban los noctámbulos de miradas retiradas y ojeras violetas, llegaba la parte más difícil. Tenía que quedarse a dormir sobre sus periódicos, tirado en el pasillo de algún edificio que no cerró sus puertas, en un banco en la acera, o en el parque.
En las primeras noches de su vagabundear esperaba al esquivo y último autobús que lo dejaba a cuatro cuadras de la base del cerro. Pero a esto también tuvo que renunciar. Y no era fácil. Quedarse a dormir en la ciudad era estar a merced de asaltantes y maricos, y de la policía, y de los borrachos tirados en el suelo entre sus vómitos y orines. La hediondez lo llamaba con gestos lascivos. Y volver a la casa en esas horas era encontrarse con grupos fumando marihuana de una boca a la otra en profundas haladas y silbidos; y enfrentarse con miradas que miden y preguntan en silencio recostadas a un poste; y pagar el peaje para llegar a la casucha; y ser golpeado sin contemplaciones; y hasta encontrar otra muerte. Entonces la vida aumentaba lo poco de siniestro y funesto que le podía faltar.
Además, volver a la casa significaba escuchar la misma cantaleta del hombre que en ese momento viviera con su madre para acrecentar el desagrado y los deseos de no regresar algún día. Sus dos hermanos mayores se habían ido para siempre. Y su hermana, la que tenía catorce años, cargaba a su propio Jacinto en otro cuartucho vecino, siempre con una barriga más, marchitada igualmente.
Sólo en una oportunidad se había encontrado al mayor de sus hermanos en un bar adonde había llegado con sus noticias bajo el brazo. En un instante, sin siquiera saber de dónde había salido, éste le quitó el dinero que llevaba y lo sacó del bar y lo empujó con los periódicos al medio de la calle. Las risas de aquel bruto, los rasguños y la amargura de la impotencia, quedaron encerrados en una nube de sal al perderse por una bocacalle. Cuando esa noche regresó a la casa, sin un centavo, después de sobrevivir en el ascenso por el cerro, esto le costó una tremenda paliza.
Y las mañanas también eran invariables en su desagrado y penitencia. Como siempre, varios leños ardiendo en un rincón, un pedazo de pan duro para un transparente café con leche, ausencia total de ligaduras en el afecto y las mismas palabras del macilento hombre de turno que sólo se levantaba con el sol bien alto en poca sombra. Y los gritos de éste llamando a su madre:
- Edelmira... ¡Edelmira!
Y cuando ella se acercaba, con su cigarrillo y con su humo, dando un paso hoy y otro mañana, añadía:
- Mira a ver cuánto trajo Jacinto anoche. ¡Y que sea bastante porque lo voy a tener que matar! ¡Ese descarao ya está medio alzao también!
Las palabras salían de una sombra y una cara desencajada allá en la cama. La voz era un aliento de aguardiente y de cloaca. Anunciaba una guerra inmediata y sin cuartel.
Cuando le contestaba en negativa la costumbre infeliz de su madre, entre agrietados dientes y echando el cigarrillo a un lado de la boca mientras tosía para inundar el espacio de pulmones, el hombre se restregaba la boca reseca con el antebrazo tendinoso, chasqueaba la lengua y añadía:
- Bueno, que se joda. O que se vaya al diablo. Y tú, vete abajo y me traes una carterita de ron blanco. ¡Y no te demores una hora dándole a la lengua con tus amigotas!... ¡Qué mierda! ¡Ustedes las mujeres no sirven pa’un carajo!
Hasta que ya ciego de aguantar, no pudo más y se fue. Una noche cualquiera no volvió. Ni a la siguiente. Ni nunca. Se perdió entre las calles en un vagar de treces años y menos de setenta libras. La memoria ensombreció los rostros que quedaron atrás para quedar en el olvido y los pies aprendieron todos los caminos.
Aquí comenzó lo mejor de su vida. Se inscribió al poco tiempo en el mundo del alcohol y de la nariz metida entre los potes de pegamento. Luego, la marihuana y después la droga dura. Después se graduó de ladrón robando en el tumulto de los mercados libres. Sabía del gordo o del cojo que no podían correr tras él; del camión por un momento abandonado con su carga; del radio o el estuche que quedaban distraídos en un estante; de la vieja que vendía quesos y perdía la atención al conversar con la que vendía papas y tomates en el puesto de al lado. Sabía todo. Más de una cartera voló con él por los senderos de los empujones entre la gente y las mercancías.
Y así, unos días se embriagaba y otros esperaba a los borrachos descuidados para asaltarlos con su pandilla en cualquier callejuela perdida entre las horas de los gatos y los carros fantasmas de la noche. Más de una vez conoció en estas trastadas el sabor de la sangre en la boca que no debió haber dicho lo que dijo; y supo del frío del calabozo de una jefatura civil en la madrugada; y supo del retén a medio año de prisión; y de la pérdida por la fuerza de su pretendida hombría al ser violentado por el sometimiento de varios pares de manos; y de la pasión de entrega de otro hombre; y del pus que no deja orinar manchando los calzoncillos; y del abandono total tirado en medio de sus excrementos; y del suplicio de ser maltratado sin misericordia alguna; y del dolor; y de la muerte. Sí, la muerte. En la mayoría de esos años que avanzaron sin tregua ni clemencia, con la grotesca crudeza de sus consecuencias, también cantó el terrible pajarraco las veces que faltaban en su cita ineluctable.
Una noche murió de tres soberbios cabillazos en la cabeza, en un bar de mala muerte, por disputar los favores de una ajada prostituta. Otro día murió intentando robar en una casa, cayendo de la ventana, sin escuchar los últimos disparos que se le incrustaron en la espalda. A los veintitrés años, ya alcoholizado, amaneció sin vida tirado en suciedad en una zanja. Y a los veinticinco, por décima segunda vez internado en la cárcel, murió desangrado cuando otro recluso, Jacinto, le abrió el brillo de las entrañas con un chuzo.
Y entonces no hubo más lunas amarillas ni más estrellas refulgentes que lo reconocieran. Y no hubo alarma, ni dolor ajeno, ni llanto. Ni siquiera hubo una despedida. Era una muerte más sin importancia, repetida sin cesar miles de veces. Y el aire siguió entrando por los valles, y los pájaros agoreros siguieron cantando, y la ciudad no dejó de crecer con sus dislates.
Pero lo mismo por el torrente y el desborde de las aguas en las quebradas tupidas por deshechos, que por su propia madre, o bajo el tremendo peso del autobús, que de cualquier otra manera, Jacinto está siempre en el camino sin futuro ni ayer. Y así, una y otra vez, por la gracia supersticiosa del manantial del pajarraco que no muere, él sigue corriendo por la maraña de las calles de la ciudad con su cara de tierra, con su costilla afuera, con sus manos endurecidas y sin letras que aprendieron fácilmente a robar y a matar. Y rodeando a la ciudad y dentro de ella siguen en la noche las mínimas luces de las villas de miseria, contrastando con las más poderosas que brillan en otras zonas más aisladas y prepotentes.
Y alguien, que no será un ejemplo de Jacinto y que ni remotamente se le parecerá, con ropa muy fina, satisfecho y bien alimentado, con los ojos blandos de otro trago en la mano, estará parado en la terraza de la lujosa casa que se hizo construir sobre otro tipo de colina, aún más allá de lo que representaba lo exclusivo del Este de la ciudad. Y desde allí, este personaje inaudito, con una visión panorámica y distinta sobre la curiosa iluminación titilante de los barrios y cerros de la ciudad, comentará, soberbia y despreocupadamente:
- ¡Qué bonito se ve todo desde aquí!
(Y en silencio, entre los arbustos que rodeaban la casa, casi imperceptible, con un diseño promocionado y bien articulado de barba y boina roja y un rifle venido de lejos, otro tipo de futuro lo observará, esperando su oportunidad, con la seguridad y el sueño inevitable de que los más violentos cambios eran necesarios para terminar con tanta miseria. Equivocado o no, este nuevo Jacinto estaba bien convencido de que algún día el futuro sería distinto y entonces todos los Jacintos dejarían de existir.)
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