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El Muro

El muro era por cierto, demasiado alto como para de un solo intento, lograr saltarlo sin ser visto por alguno de la casa. Claro que si probaba subirse a un cajón, podría tal vez, parándose en puntas de pie y estirando bien los brazos, lograr aferrarse al borde superior del muro y entonces si, intentar trepar hasta la cima para luego sencillamente saltar a ese lugar del mundo que no por desconocido se le negaba. Fue entonces cuando recordó que Doña Tota, la cocinera, usaba para apoyar las enormes ollas donde les preparaba su asquerosa sopa, dos cajones vacíos de soda. El único momento del día en que podía quitárselos sin que se diese cuenta, era mientras ella y sus ayudantas le servían el mate cocido a los demás chicos, más o menos a eso de los ocho de la mañana. Ese era sin duda, el mejor momento para hacerlo, además quien podría verlo si también el director y las enfermeras solían desayunar a esa misma hora en el salón grande, claro que no mate cocido, sino café y no con pan solo, sino con tostadas. A la mañana siguiente, se despertó antes que cualquiera de sus compañeros y luego de vestirse silenciosamente, fue hasta el jardín que rodeaba el internado y se escondió bajo la ventana que daba a la cocina. Cuando escuchó que las enfermeras palmeaban y descorrían las cortinas de los dormitorios llamando a desayunar, saltó la ventana y se apoderó de los cajones. Ahora el bullicio se escuchaba en los baños. Decididamente corrió hasta un arbusto que se erguía frondoso junto al muro y allí los ocultó. Por unos segundos se sintió insignificante, nadie había notado su ausencia. Pensó que de haber nacido oveja, no le habría resultado tan fácil escapar de su pastor. Un ruido a jarros de aluminio y esta vez el bullicio que partía del salón grande, le dio por justo el momento para intentar el salto. Apoyó entonces los cajones contra el muro, se subió a ellos y tal como lo había calculado, logró aferrarse al borde del muro. Dispuesto a trepar, dio un último vistazo a su alrededor para confirmar que nadie los estaría viendo. Fue cuando de pronto, un sudor frío le recorrió el cuerpo. De frente a la ventana, en el segundo piso, vio la avinagrada figura del director, limpiando con su pañuelo esas abominables gafas que usaba y que solo le servían para afear aún más su imagen de hombre serio y represor. Parecía no haberlo visto, era como si estuviera meditando mientras con la mirada, recorría lentamente los jardines. Optó entonces por mantenerse inmóvil, tratando así de no llamar su atención. Para su suerte antes de llegar al muro donde se hallaba, el director giró bruscamente como si a su espalda alguien lo hubiera llamado, segundos después había desaparecido de la ventana. “Ahora si –se dijo- solo resta trepar y saltar a la vida”.

Ya cuando el crepúsculo dejaba de ser, emprendí su búsqueda. Sabía a los sitios que iría porque no era la primera ni la última vez, si volvía a intentarlo, que repetía las mismas rutinas. La calesita de la plaza, los caramelos que inocentemente robaría del supermercado y la estación del ferrocarril, el último sitio que recuerda antes de su internación. Ya el calesinero y los dueños del supermercado al verlo sabían que buscaba, y generosamente aparentaban ignorarlo para que se diera el gusto sin cargar con la vergüenza que le devendría saberse descubierto. Lo encontré dormido, entre unas bolsas de semillas, dentro de un vagón de carga. Lo alcé en mis brazos y lentamente, bajo las primeras gotas, entre relámpagos y leves truenos lo regresé al instituto. Cuando lo dejé sobre su cama aún dormía. Le quité la ropa, lo tapé y silenciosamente me fui. Sabía que al despertar volvería, a la rutina del mate cocido a las ocho, a las charlas semanales con esas señoras que todo lo preguntan y todo lo escriben, al baño que Doña Tota les daba, refregándolos como si fueran una olla mas de su roñosa cocina. A las zapatillas de segunda mano con un agujero en la punta, al pantalón remendado, al pelo rapado y sin forma, como una etiqueta de su condición de retraso, al sermón del padre Siro, que siempre les repetía: “Que Dios los bendiga” pero que nunca les explicaba para que les serviría la bendición de Dios. A la lástima de los que al otro lado del muro, limpiaban sus culpas con limosnas que para nada cambiaban su marginal y solitaria vida, a la televisión blanco y negro de seis a ocho, a los cumpleaños sin tortas ni velas que apagar, al extraño racismo de un Papá Noel que siempre les traía juguetes gastados. Estaba convencido también, que yo volvería a ser para él, el avinagrado rector que desde el segundo piso, en su oficina, limpiaba y relimpiaba nerviosamente las abominables gafas que usaba y que solo le servían para afear aún más su imagen de hombre serio y represor, mientras simulaba no ver a un niño que sobre dos cajones de soda vacíos, aferrándose al borde del muro, intentaba una vez mas escapar a la vida. Era consciente de todo eso y de que pronto lo vería nuevamente sentado frente al muro, mirándolo inmóvil, dejando correr las horas, solo pensando, pensando que: “El muro era por cierto demasiado alto para de un solo int...”.

Texto agregado el 10-01-2011, y leído por 138 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
08-06-2011 Hermoso cuento que una vez más nos demuestra que la vida está compuesta de avances y retrocesos; pero que lo importante es no dejar de perseguir nuestros sueños, sino no es vida. 5* Susana compromiso
13-01-2011 Es bueno, con su metáfora de vida a la medida de muchos. Buen estilo. Salú. leobrizuela
10-01-2011 que leccion de vida nos das...nos lleva a la refleccion.un final con broche de oro.felicitaciones.atte perres perres
10-01-2011 Me encanto, es triste y real. Muy buena la descripcion. kimei
 
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