Indagador como pocos, el napolitano no tenía nada que envidiarle a nadie, a pesar de no tener ningún título que avalara sus reflexiones sentía que tenían un valor sin igual, cuando una idea tomaba forma en su cabeza él la vivía como un fuego artificial que de pronto explotaba iluminando, junto a un estruendo, su cabeza. Cómo disfrutaba hablando consigo mismo, poeta insaciable el napolitano no dejaba de ponerle nombre a las cosas. De su diario se podían leer pasajes que hablaban sobre la condición humana y su breve pasar por la tierra. Llama la atención que en sus escritos siempre aparece una pregunta que retorna y retorna:
-¿Por qué entregarse a la gran costumbre? ¿Por qué entregarse a la gran costumbre? ¿Por qué entregarse…?
Garabato tras garabato en su cuaderno y en sus papeles sueltos, aquella pregunta se resistía a desaparecer.
Con pensamientos así, de apariencia profunda, para el napolitano era difícil entablar reales conversaciones, amaba a las personas, le gustaba estar con ellas: las fiestas, los gestos, los enojos, pero su risa era siempre agridulce, siempre al medio de algo más. Él deseaba reírse de verdad al menos una vez y para siempre. Alejándose de este sentimiento agridulce las personas comenzaron a quedar atrás, luego era él y su humilde pieza a dos cuadras de la plaza que cortaba la ciudad a la mitad.
El napolitano no leía, devoraba libros, a veces se quedaba sin ver la luz del sol hasta sentir que el libro era suyo. Tras la terrible soledad que lo empezó a rodear los vecinos comenzaron a cuchichear, historias y cuentos empezaron a circular en torno a la figura del napolitano. Los vecinos gozaban a su espalda mientras el napolitano, como buen solitario, se volvía duro como pocos.
“El napolitano de la plaza”, “vagabundo”, otras “ciudadano”, en ocasiones era: “Señor”. “Pasajero”. “Comprador”. “Lector”, “escritor”, “el tipo de ahí”. Qué manera de metamorfosearse, qué bagaje de palabras para señalar al tipo incomprensible que vivía junto a ellos. Aún así a veces había encuentros entre el napolitano y sus vecinos, estos eran algo así:
¿Usted es de alguna extraña religión? – Preguntaba la señora del almacén- Como nunca lo vemos fuera de su casa, la gente chismosa cree que usted sigue un culto de esos que se escapan de la senda del señor.
¿Extraña religión?- Respondía, sin ganas el napolitano- Sí, quizá. – Y se iba sin pedir el vuelto-
Por la puerta de su casa pasaban predicadores de todo tipo, el napolitano simplemente estaba en otro mundo y no les contestaba.
Por largo tiempo el napolitano desapareció del pueblo, todos lo olvidaron, las leyendas y fabulas en torno a él desaparecieron. El pueblo, sin él, seguía su ritmo normal, su maldito ritmo normal, sus santos domingos, los lunes de trabajo arduo y de penas terribles.
La gente decía a veces, cuando el aburrimiento los comía por dentro y escapaba en forma de palabras como estas:
¿Qué habrá sido del napolitano junto a la plaza?- Decía uno-
¿Habrá muerto solo?- Decía otro-
Pobre infeliz, ni esposa tenía. –Decía el uno-
Pobrecito, no fuimos capaces de darle ayuda.- Decía el otro-
* * *
Un día de frío otoño apareció luego de su larga soledad, lo vieron, sí, era él, ahí estaba impasible con la cabeza gacha, sentado en la plaza mirando fijamente un tornillo pequeño que sostenía sin pestañar en la mano. Asombrados quedaron los pobladores que lo veían contemplado aquel tornillo:
¡Qué idiota más grande! -fue lo primero que se le vino a la cabeza a los que pasaban por ahí-. ¿Qué no tiene sesos? – Decían otros riéndose largamente.
Mejor sería no volver a aparecer, este mundo está cada vez peor. ¿Para qué volvió?- decían entre risas algunos vecinos-.
Al comienzo, el napolitano y su actuar fue considerado como “falta a los deberes cívicos”, una tremenda irritación rodeaba su figura. Aunque intentaron encerrarlo, no lo lograron así que sagradamente, a pesar de todo, el napolitano se colocaba todas las mañanas en medio de la plaza a contemplar aquel tornillo.
Todas las mañanas el napolitano se sentaba a contemplar aquel tornillo en medio de la plaza, las personas que se iban a las fábricas lo miraban de reojo como si se tratara de una mala broma. Por las tardes las personas que volvían del trabajo se lo encontraban ahí mismo guardando alegremente su tornillo en el bolsillo y volviendo, luego, a su pequeña casa. El paso del tiempo fue decisivo, las personas que por las mañanas pasaban por ahí se reían, el napolitano era risa, una mala broma, tomada de pelo. El napolitano era tema común de chiste para los vecinos.
Los meses pasaron y las personas ya no reían, la irritación a su figura se detuvo, el tornillo fue entonces encogimiento de hombros y suspiro en quienes lo veían ahí sentado. Ya no les causaba nada a los vecinos que lo veían, un manto de indiferencia rodeo su figura.
Los años pasaron y el napolitano comenzó a envejecer y la gente envejeció con él, los que pasaban por ahí en las mañana no podían llegar al trabajo sin al menos mirar de reojo el tornillo y sonreír hacia dentro, nadie podía ya, comenzar su jornada sin ver el tornillo y sentir que ahí estaba la paz. Sí, finalmente el tornillo fue la paz.
* * *
El tipo murió en invierno congelado y el tornillo desapareció apenas los vecinos acudieron al lugar del suceso. Alguien de seguro lo tomó y desde ese día lo saca en secreto de su bolsillo para mirarlo y al guardarlo siente una angustia terrible, solo se calma cuando lo saca nuevamente y lo mira en silencio, hasta que escucha pasos y se ve obligado a esconderlo rápidamente.
Algunos piensan que el tornillo debía ser otra cosa, un Dios quizá. Solución demasiado fácil. El error puede estar en creer y aceptar que ese objeto pequeño era un tornillo, simplemente, por tener la forma de un tornillo.
Vivimos en el Gran tornillo, lo creamos y recreamos, quizá el napolitano era un idiota pero pudo ser también un inventor de un mundo, del tornillo a un mundo, de un reflejo a sol…. ¿Por qué entregarse a la Gran costumbre?, ¿Por qué entregarse a la Gran costumbre? ¿Por qué entregarse…?
Vivimos en el Gran tornillo, lo inventamos cada día, salimos y volvemos a entrar en él y quizá eso sea la elección, quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina esponjándose, el sí sin el no y el no sin el sí, de una vez para todas en paz y basta.
|