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Llegara el día en que nuestros recuerdos serán nuestras riquezas.
P . G




La niña, su madre,
el muchacho y la Doña


I


La niña tenía trece años. Su bello rostro era el marco ideal donde se exhibían desbordantes de ternura, unos ojos claros con tintes de color que no siempre obedecían al mismo tono. Llamaba la atención y resultaba atractivo encontrar en su mirada, distintos matices del verde original con el que había nacido. También -y aquí lo curioso- según su estado de ánimo, cambiaban repentinamente a otro color que en lo absoluto pertenecía a la gama del anterior, es decir que podía tenerlos de un verde claro a una hora, pasando a un oscuro intenso en otras y culminando al caer la tarde, tal vez en un verde florecido hasta muy entrada la noche, como también acaramelados cuando estaba tensa o algo cansada y marrones cuando se asustaba. Hubo además quién juró habérselos visto grises o turquesas en los días de lluvia, acaso tal vez de melancolía y según por lo que su madre confesó en intimidad: “...las pocas veces que a llorado, sus pupilas se han tornado levemente amarillentas y si es muy grande la pena que la aflige, sus ojos se encienden como brazas hasta quedar rojos como la sangre”. Era lógico suponer que muy en contra de sus pretensiones, cada color la delataba poniendo de manifiesto su mas íntimo y sincero sentir. Aún así, muy pocos lo sabían; su madre cuidó celosamente el secreto por temor a la discriminación que le pudieran hacer. Cada mañana en punto de las siete, marchaba rumbo a la escuela. Despreocupada, silenciosa siempre fresca; jugando discretamente a pisar solo baldosas de color ó persiguiendo líneas de hormigas a las que descubría ocasionalmente. Hubiera pasado inadvertida entre las demás niñas del colegio, de no haber sido por la fascinación que provocaba el mutante color de sus ojos. Algunas mujeres, se animaban a opinar con osada frescura, que su mirada irradiaba en los hombres una seducción enamoradiza tal, que los hacía babearse por ella; cosa indiscutiblemente cierta. Vereda tras vereda, se iba apropiando de la simpatía de los mayores que no por obvio dejaban de comentar ese “algo” que tenía, mientras con disimulo celo sonreían, ante el suspiro exaltado de los adolescentes que por verla aun niña, no se atrevían a una declaración formal de amor. Solo un muchacho, seis años mayor que ella, por miedo a que algún osado se le adelantara, le confesó su idílico enamoramiento prometiéndole eterna fidelidad, aún cuando no fuese por ella correspondido. Trabajaba como operario en una fábrica cercana a su casa, Lo cierto era que cada mañana, cuando ella pasaba rumbo al colegio, lo sentía correr a su lado para reiterarle una y otra vez, que no tuviera prisa por crecer, que él tendría la suficiente paciencia como para esperarla en su lenta transformación a mujer. La niña al escucharlo, ruborizada, sonreía bajando la vista, pero la verdad estaba en sus ojos, que se tornaban mas y mas verdes desbordando de brillo con cada una de sus palabras. Sentía felicidad y por cierto, sobradas razones tenía; era la primera declaración de amor que recibía y eso la adulaba de sobre manera, muy a pesar de no sentir nada por él y además, no admitiendo tampoco el permitirse tal atrevimiento a su edad. El muchacho hablaba en serio y tan seguro estaba de lo que sentía por la niña, que se apresuró a vaticinarle, “que prefería vivir solo el resto de sus días, antes que compartir la vida con otra mujer que no fuera ella” y dispuesto a demostrárselo quiso dar prueba de lo dicho, jurándole que dejaría de rasurarse hasta el día en que le permitiera entrar en su vida, por lo que cuanto más tardara en decidirse, más larga vería su barba y que solo esperaba que la demora no fuera tanta como para que se le llegara a enredar con los pelos del pecho. Las comadres del barrio no tardaron en calificar al muchacho de “perverso” ó en el más generoso término de “infanticida” sin aliviar criticas a la desvergonzada manera de abordar a la niña en plena calle y a la vista de todo el vecindario. Al cabo de unos días, él ya lucia una barba apenas crecida pero que despertaba en ella la seguridad de que todo lo que le había dicho era cierto. El tiempo transcurría mansamente en la vida de ambos, hasta que una mañana, la niña recibió una segunda declaración de amor, pero esta vez, no de alguien mayor que ella sino de un compañero suyo, popularmente conocido como el hijo de “la Doña”, mujer muy criticada entre las comadres, por negociar como alternativa a la insolución de problemas, con hechizos a los que ella denominaba “secretos milenarios”. La niña, no se sintió esta vez halagada y rechazó de cuajo la posibilidad de que hubiera algo entre ellos. Le propuso olvidar lo que había dicho y seguir como amigos, pero el niño convencido de que su oponente barbado había sido el verdadero motivo de ese rechazo, se sintió despreciado por ella y no pudo con el correr de los días, superar aquella humillación. Sumido en una profunda tristeza, fue perdiendo progresivamente el apetito al extremo de abandonar el hábito de comer, consecuencia de lo cual, provocose en poco tiempo, un deterioro tal en su salud, que lo llevó a quedar postrado en una cama, inmerso en un sueño permanente. Cuando la Doña se enteró el porque había llegado su hijo a tal estado, no vaciló en culpar a la niña por lo sucedido y así fue que sedienta de venganza, la emprendió contra ella, sin anteponer como atenuante a esa falsa idea, la generosa y comprensible actitud de la niña, que sintiéndose responsable por lo ocurrido, visitaba diariamente al niño, a quien le hablaba aun viéndolo dormido, pidiéndole una y otra vez que despertara para volver con ella al colegio. Pero nada convencía a la mujer que ensañada, comenzó a pergeñar un plan que ampliamente limpiara el honor dañado de su hijo. Recordó entonces, los comentarios referidos a la niña; lo misterioso del variable color de sus ojos y afirmada en que nadie -solo su madre-, se los había visto en el “encendido rojo sangre” que la infelicidad se los pintaba, encontró la forma más cruel de su venganza; borraría para siempre de su mirada, ese tinte verde que todos admiraban y sabían sinónimo de su felicidad. A la mañana siguiente, la Doña, esperó pacientemente que la niña regresara del colegio y la enfrentó en la esquina, frente a la despensa, donde por lo concurrido del negocio a esa hora, lograría sumar incondicionales testigos que darían por verosímil lo que se había propuesto que vieran. Así fue que parada en la mitad de la vereda comenzó a gritar:

-¡Alto niña!-...
Yo sé que tu no eres la culpable de lo que a mi hijo le pasa, pero sé quién a través de ti, le hizo ese mal. Yo lo sé y ahora todos lo sabrán...

En ese momento hizo un breve silencio y giró mirando a los que se habían agrupado a su alrededor, como invocando que se le tuviera mucha atención a lo que había descubierto.

Tu estás poseída por alguien funesto y malvado, perverso y siniestro, inmoral y salvaje... “Él” es quien se apropió de tu alma para hacer el mal a través de ti. A él solo le interesan tus ojos, niña, porque a través de ellos, sin que nosotros podamos sospecharlo, puede con tranquilidad sembrar las tragedias que va creando. Tu le transmites la desgracia a cualquiera, solo con mirarlo fijo a los ojos. Mi hijo fue la primera víctima de tus ojos...

La gente que estaba en la despensa salió a la calle y la vecina que barría la vereda y el cartero que pasaba y los que estaban en el pequeño mercado y los de la fábrica y los viejos que paseaban y todos los que ocasionalmente pasaban por allí, se sumaron a escuchar lo que a gritos, la mujer repetía. La niña, asustada en principio y avergonzada después por el escándalo, comenzó tímidamente a sollozar. No supo que hacer y tuvo miedo por lo que la Doña le seguiría diciendo y eso fue precisamente lo que la mujer quería; que empezara a sentir... Quería que sintiera miedo, terror, pánico, odio, rabia, abandono... cualquier cosa que le provocara angustia, para que a causa de ello, sus ojos fueran cambiando vertiginosamente de color; pero aún no había terminado; ese era solo el principio. A la vista de todos, tal como lo esperaba, los ojos de la niña fueron virando con rapidez del verde virgen al marrón oscuro; luego se aclararon hasta tomar un tono caramelo; sus pupilas se volvieron amarillentas hasta culminar como el oro. Cuando empezaban a tomar un tono rosado cada vez mas oscuro, preanunciando el rojo esperado si aquello continuaba, fue cuando la Doña dio por exacto ese momento, para la asestada final y está vez con un grito más potente anunció:

-¡ Ahí está ¡ ¡Mírenlo...! ¡Ahí se asoma en sus ojos! Es él... ¡Satanás!... ¡Lucifer!...o como se haga llamar...! Véanlo bien... Viene del rojo fuego del infierno. Yo lo he puesto en evidencia y sale a vengarse..... pero conmigo no podrás.. ¡Atrás... Atrás! Vuelve a las tinieblas maldito... Deja a está niña en paz y devuélveme a mi hijo... ¡perro del demonio... !

Ya, para ese entonces, los ojos de la niña se mostraban como la mujer quería que todos los vieran; encendidos como brasas y... rojos, rojos como la sangre misma, desbordantes de un llanto incontenible y desgarrador. El terror se había apropiado de todos los que azorados contemplaban la escena, petrificados y sin tiempo a reaccionar, no pudiendo definir aquello entre falso o verdadero, sin que tampoco nadie se atreviera a socorrer a la niña, frente al drama al que estaba siendo expuesta. Solo un grito se escuchó en su favor y fue para detener el horror:

¡Basta, déjela en paz! Todo lo que dice es mentira. El único demonio que hay aquí es usted. Váyase de una vez por todas... Quién es para gritarle así...

Era el enamorado muchacho, ahora con barba, que no dudó en saltar por una de las ventanas de la fábrica y correr hasta interponerse entre ambas, enfrentando con su cuerpo a la mujer que descontrolada y lejos de replegarse arremetió nuevamente:

-Tú, muchacho, serás la próxima víctima de sus ojos; estás condenado.

Luego giro y mirando a todos los de su alrededor continuó:

-Lo que vieron ustedes yo no lo inventé. Ahí la tienen... . ¿Han visto alguna vez ojos color... sangre? Que otra prueba necesitan; nadie se los está contando; ustedes mismos lo ven. Sépanlo... Todo el que mire a los ojos a la niña, sufrirá una desgracia irremediable. Ya están prevenidos. Mi hijo no tuvo esta oportunidad y ahora ya es tarde.

Fue allí cuando volvió a girar buscando por sobre el hombro del muchacho, nuevamente a la niña y culminó diciendo:

Estás condenada a sembrar tragedias y sábelo... solo yo podré librarte de ese flagelo... Te estaré esperando.

Mientras el muchacho le repetía a la mujer que se fuera, la niña salió corriendo y entre llantos, no se detuvo hasta entrar a su casa. Él, corrió tras ella pero al llamar a la puerta no obtuvo respuesta alguna, sino después de insistir por un largo rato. La que respondió a su llamado, sin abrir la puerta no fue la niña sino su madre, que estando ya al tanto de lo sucedido le agradeció por su intervención, pero le pidió que se fuera y que entendiera que ese, no era el momento ideal para hablar de lo ocurrido. Al día siguiente la niña se negó a salir de su casa. Temía que nadie se atreviera a mirarla; que todo lo dicho por aquella mujer resultara cierto y por sobre todo, no toleraba la idea de que en verdad sus ojos, pudieran causar daño. Al fin, forzada por su madre, que tildó de irracional creer en almas poseídas, se animó a salir, pero solo si ella la acompañaba. Así fue, que a la mañana siguiente, todos volvieron a verla, aunque nadie se animó a corresponderla cuando ella los miraba; unos por vergüenza; otros por temor y la mayoría por precaución. -no fuera que la Doña tuviera razón y se les cayera el infierno encima-. Lo cierto es que la suerte de la niña, ya estaba echada. A poco de haber andado unas cuadras, un imprevisto que en otros tiempos hubiera pasado inadvertido, terminó por sembrar la duda entre los pocos que aun no creían en maleficios. El cielo que estaba nublado desde la noche anterior, comenzó a ponerse negro; surgieron de la nada fuertes remolinos de viento y se empezaron a ver y escuchar rayos y truenos con acelerada frecuencia para luego desatarse en pocos minutos, una lluvia torrencial que no cesaría hasta después de dos días y una noche. Las consecuencias del temporal fueron nefastas y como era de prever, todos lo asociaron a la aparición de la niña. De allí en más, todo lo malo que ocurría en el barrio se le era atribuido irremediablemente. La niña comenzó a sentir entonces, la crueldad de quienes en un tiempo habían dado muestras de quererla. Algunos cruzaban de vereda para evitar enfrentarla; otros ridículamente se persignaban al pasar a su lado o lavaban con vinagre umbrales o cosas que tocara como picaportes, timbres y hasta el mismo dinero con el que pagaba. Por las mañanas encontraba junto a su ventana y bajo la puerta yuyos, ajo o inciensos de azufre encendidos. Un descontrol enfermizo en la gente había creado ya en la niña una desidia tan duradera que hasta ella misma creyó haber perdido de sus ojos para siempre, la posibilidad de recuperar el color con que la felicidad solía teñírselos. Por las noches no podía dormir, sino hasta después de quedar exhausta de tanto llorar. Cada amanecer, antes de encender la luz de su cuarto, se paraba frente al espejo y abría los ojos lentamente esperando no verlos color sangre, pera era inútil; cada día parecían tomar un rojo mas intenso en la medida que su congoja aumentaba. Durante semanas no salió de su casa y solo una vez, presionada por sus ruegos, aceptó hablar, puerta por medio, con aquel barbado muchacho que a pesar de todo no renunciaba a pretenderla. Sucedió cuando su madre salió rumbo a la despensa. El muchacho, que desde la esquina esperaba una oportunidad como esa para hablar con ella a solas, dio por preciso ese momento y presto, corrió hasta su puerta para luego llamarla insistentemente.

- Contesta... ¿Estás ahí?-

Del otro lado de la puerta, después de un prolongado silencio, ella respondió:

-Si,... pero no voy a abrirte. No quiero perjudicarte; no hay nada que puedas hacer por mí... Vete-

Una falta de respuesta inmediata la hizo dudar que él, aún estuviera allí, por lo que agregó:

-¿ Oíste lo que dije... ?-

- Si - respondió al fin– Es que... ésta es la primera vez que me hablas. Sigue...

La niña sonrió halagada y brevemente continuó:

- Debes irte; no insistas más. Esto no tiene sentido.-

- Debe tenerlo. -retrucó el muchacho- Si nos miramos fijamente a los ojos durante unos minutos, horas si quieres, en algún sitio donde todos nos vean, será la mejor prueba de que tus ojos no hacen daño. Si nada me ocurre, se convencerán de que todo fue una patraña de la Doña... ¡Qué dices!

- No sé. A veces tengo miedo que sea verdad lo que dijo -

- No puedes creer en eso. Tu madre se mira todos los días en tus ojos y sin embargo, nada le ha pasado ¿ O me equivoco? Contéstame... -
-
La respuesta fue el silencio y aunque insistió no pudo sacarle una palabra más. Vencido se dejó deslizar por la pared donde estaba apoyado hasta quedar sentado sobre el umbral y allí encendió un cigarrillo. La niña, creyendo que se había ido, abrió la mirilla de la puerta y miró; pudo oler entonces el tabaco y ver algo del humo.

-¿Estás fumando... ? –preguntó-

- Sí.. – respondió él –

- No deberías... -

- Es cierto, pero lo hago desde que tenía tu edad y ahora me resulta difícil dejar.-

Pensativa la niña, le confió un recuerdo.

- Mi padre fumaba en pipa. Me encantaba sentir el aroma de su tabaco perfumando toda la casa. Era algo que me tranquilizaba, nunca supe porqué pero oler su tabaco era como saber que estaba allí y eso me hacía sentir protegida. Me haría mucho bien sentirlo ahora... Bueno... tu tabaco no es pipa pero me hizo bien. Ahora por favor vete...

- Esta bien... - contestó el muchacho - pero de ti depende que alguna vez, el olor a tabaco de pipa vuelva a tu vida... -

El tiempo transcurría y nada mejoraba. Solo pisaba la calle para ir al colegio y lo hacía colocándose unas gafas tan oscuras que apenas si podía ver. Su madre comenzó a no tolerar aquella situación y víctima de la constante tensión en que vivía, un día enfermó. Nada hacía prever una mejora inmediata y a consecuencia de ello, la niña comenzó a desesperar. Ya no le servía la reflexión dicha por el muchacho: “... tu madre se mira todos los días en tus ojos, y sin embargo, nada malo le ha pasado”; las palabras que le sirvieron para emplear la lógica, ahora parecían inocentes utopías creadas para negar una realidad. Había esperado demasiado y ahora era su madre la que estaba en juego, por lo que no dudó en usar la última carta que se había propuesto jugar... “la Doña”. Esa misma noche, muy tarde, fue hasta su casa y le pidió hablar con ella. La mujer accedió de inmediato y después de hacerla pasar, con altivez la incitó a que empezara.

-...y bien. Te escucho.

Tras las gafas oscuras, los ojos de la niña comenzaban a llorar, pero rápidamente se repuso para luego decirle:

Todo lo que ocurrió en este último tiempo me está volviendo loca... Ya no lo tolero y para gota que rebalsa el vaso, mi madre se acaba de enfermar...

Hizo un silencio como tomando coraje y continuó:

-Quiero que usted me ayude; estoy dispuesta... haré lo que diga... -
-
La Doña sonrió satisfecha; la larga espera había tenido al fin su fruto, por lo que cambió de inmediato su actitud agresiva y condoliéndose falsamente, la invitó a que se sentara para luego responderle:

- ... por supuesto que te ayudare, hija. Yo nunca quise hacerte mal, solo te advertí la realidad. Ya verás... sacaremos a Satanás de tu alma y hasta podrás recobrar ese maravilloso verde que todos admiramos en tus ojos... pero antes, debo recuperar a mi hijo. Tu sabes... las heridas de amor solo son curadas por quien las provoca. Ayúdame y te ayudaré... ¿te parece bien?

Desconcertada la niña, mirándola extrañada preguntó:

- Que debo hacer....

Es muy simple. Evidentemente a causa de sus pocos años, mi hijo idílicamente se ha enamorado de ti; a la edad que ustedes tienen, como es lógico de entender, todo se idealiza demasiado y aún mas cuando ese algo es una persona; las pruebas están a la vista. Fíjate mi hijo; apenas trece años y toda una vida por delante; el muy tonto... ¿qué hace ante su primer rechazo amoroso?...se encapricha en no vivir. Esto que tiene contigo se le pasará, estoy segura; pero debemos sacarlo de donde está, sino morirá. El médico me ha dicho que siente y escucha perfectamente; es su mente la que se niega a volver y solo volverá si tiene por ganado lo que lo encaprichó y ese capricho niña... eres tú. Tu debes hablarle, decirle que lo amas, que te diste cuenta ahora, cuando le viste así y que solo sueñas que despierte para... –en ese momento la Doña izo una pausa reflexiva antes de seguir y luego retomó añadiendo-... y sé que lo que voy a decirte, por la edad que tienen, es un disparate, pero miéntele, ilusiónalo con su propia fantasía, dile que quieres que despierte para... casarte con él y tener hijos; dile que jamás lo dejarás... y júraselo también... Eres la única esperanza que tengo. Cuando se reponga y la gente los vea por la calle pasear, ya no creerán que tu trasmites el mal. Yo misma saldré a decirle a todos que te exorcicé; que ya en tu alma el diablo no está y lo creerán porque también les diré que tu has sido la que ha curado a mi hijo. –concluyo la Doña-

Pero entonces... no es verdad que el diablo está en mi. -agregó la niña-

Esperando esa reflexión, la mujer tomó un frasco de los tantos que sobre una vitrina lucía entre yuyos y ungüentos; la miró y dijo:

- Colócate dos gotas de este líquido en cada ojo cada noche antes de dormir; si no sientes nada, reconoceré que me he equivocado; ahora, si durante unos minutos, un fuego abrasador te quema hasta el celebro y te hace llorar, entonces sabrás que tengo razón y que hemos empezado a eliminar a Satanás de tu cuerpo. La noche que te las pongas y, ya no sientas nada, podrás empezar a festejar: él se habrá ido de ti. –
-
Esa misma noche, la niña comenzó a colocarse las gotas y tal como le había indicado la Doña sintió un ardor punzante, profundo, que no le dejaba abrir los ojos sino hasta después que su rostro se empapara en lágrimas. Día tras día, cuando ella acudía a cumplir con su parte de lo pactado, entregaba un frasco y recibía otro. Al cabo de una semana el ardor había disminuido notablemente, cosa que empezó a llenar de alegría a la niña convencida de que estaba alejando al diablo de su alma. Lo que ella ignoraba era que había sido víctima de su propia ingenuidad; las gotas solo eran una mezcla de agua y zumo de cebolla que diariamente la Doña, regulaba para eliminar lentamente el ardor, logrando así convencerla sobre la eficacia de las mismas. Por su parte la niña, cumplía estrictamente con lo convenido por ella; le hablaba al niño dormido devanándose en promesas falsas y proyectos inciertos jurando que todo sería verdad si él despertaba. Con desesperación le acariciaba las manos y besaba su frente rogándole que reaccionara, temerosa de que si no lograba que volviese de su sueño, el ensañamiento de la Doña con ella sería crucial. Al cabo de unas semanas, lenta pero progresivamente, el niño comenzó a reaccionar. Primero apretó su mano, luego abrió los ojos y así poco a poco sumando progresos cada día, a los dos meses ya la recuperación había sido total. La Doña rápidamente divulgo en el barrio que había exorcizado a la niña y que su hijo gracias a sus favores se había recuperado. El primer día que los vieron juntos sonriendo y paseando tomados de la mano, todos olvidaron el nefasto pasado de ambos y aprobaron la nueva relación nacida. La niña pasó de ser mensajera del diablo a emisaria del señor. Lo único que a todos extrañaba era que sus ojos, a pesar de mostrarse feliz, habían variado de color, pero no al verde que la caracterizaba en ese estado, sino a un tono acaramelado con vetas claras y semioscuras. Por otro lado, la madre viendo el cause que habían tomado las cosas, mejoró de su depresión y hasta llegó a perdonarla por su inconsulto proceder, pero no podía evitar preocuparse por no saber, hasta donde llegaría aquella falsa relación. Sabía que la niña era capaz de someterse indefinidamente a esa situación antes de caer otra vez en el infierno del que había salido; temía también que la Doña, abusara de la inseguridad que le había quedado como vestigio del miedo, y la tomara como una pertenencia exclusiva de su hijo, digitando así su futuro con él, y a decir verdad, no se equivocada en lo más mínimo. Pese a ello, alentaba una esperanza y era que aquel muchacho, su devoto pretendiente, pudiera más que todos sus miedos. Lo cierto era que durante semanas era común ver al hijo de la Doña donde la niña estuviera; iban juntos a todas partes y hasta se había hecho inimaginable ver a uno sin que a su lado estuviera el otro. Solo el domingo, cuando regresaba con su madre de misa, se la podía la ver lejos de él. El muchacho consiente de ello, se sentó en uno de los umbrales próximos a la esquina y allí la aguardó. Sabía que una cuadra antes, como era su costumbre, la madre cruzaría a la despensa y que ella vendría esa última cuadra sola. A la distancia la niña lo reconoció, cosa que no la inhibió y al pasar junto a él se detuvo y lo miró silenciosamente. Sin ponerse de pie, el muchacho le pidió que se sentara junto a él: “solo un minuto... nada más” –le dijo-. Ella en un principio dudó, pero a poco de meditarlo, accedió; luego fijó la vista en las cuatro baldosas donde se apoyaban sus pies y por cortesía lo escuchó:

- Dime... ¿qué voy a hacer contigo, niña... que voy a hacer?

La niña mantuvo la vista baja y sin decir palabra, como si estuviera recibiendo un reto; solo atinó a fruncir el seño como reafirmando su decisión. El muchacho asumió entonces, que si bien ya no estaba frente a una niña, ella se comportaba como tal. Un silencio prolongado se hizo de la situación tras lo cual continuó hablándole:

-Esperarte... que otra cosa me queda. No soy buen perdedor; si lo fuera me resignaría, pero no estoy dispuesto a eso. También pensé que sería un problema para ti si me quedara... además de serlo para mí, porque no podría acostumbrarme a verte siempre con él. Creo que lo mejor es que me vaya, eso si... solo por un tiempo. Tal vez este verano... quizás el otro ó quien sabe en cual, voy a volver, no tengas dudas. Al fin y al cabo, esta bien que todo sea así; en ciertas cuestiones que no se pueden modificar, es el tiempo quien finalmente trae la solución. –
-
Luego buscando sus ojos le pidió:

- ¡ Mírame... ! -

La niña levantó la vista y lo miró calladamente.

-Te pedía una oportunidad pero ahora solo anhelo que recuperes el verde en tus ojos. Si alguien lo logra antes que yo... no sé que haré; lástima si eso ocurre, porque tendré que acostumbrarme a caminar pisándome la barba... -

Ella respondió a la ocurrencia con una sonrisa y continuó escuchándolo sin negarle la mirada.

- Sabes... en este tiempo voy aprender a fumar en pipa; eso me hará sentir mas cerca de ti... Pero no creas que me voy vacío, me llevo algo tuyo; “las ganas de volver a empezar”. Las voy a conservar hasta el día en que me las pidas.-

Luego se puso de pié y tras encender un cigarrillo se fue caminando calle abajo. La niña mirándolo irse, experimentó un puñado de sensaciones diversas que no supo definir. ¿Qué era lo que exactamente estaba sintiendo?... angustia; congoja; tal vez bronca, pero ¿por qué?. Saber que ya no lo vería durante mucho tiempo, la había irritado al extremo de ponerla casi furiosa. Lo odió y se prometió olvidarlo, pero a medida que se calmaba fue dándose cuenta, que el muchacho, no solo se llevaba sus ganas de volver a empezar, sino también algo que no imaginó jamás perder: la ilusión.


II



Transcurrieron luego, tiempos de calma y sosiego. Pasaron uno y luego dos veranos más. La niña ya no tenía cuerpo ni mente de niña. Su silueta mostraba ahora líneas propias de mujer, sus pechos habían crecido delicadamente y una esbelta silueta femenina y sensual había surgido con el desarrollo de sus formas. Vestía ropas informales y su cabello lucía tan largo como siempre, solo que ahora lo llevaba suelto. Con la llegada del cuarto verano, la niña experimentó un cambio en el color de sus ojos. Su madre fue la primera que lo advirtió.


-¿Te diste cuenta que tus ojos son ahora de un azul intenso?
-
No – respondió la niña-

¿Qué es lo que estás sintiendo para que hayan cambiado? –pregunto su madre-

No sé... nada extraño. Estoy igual que siempre. –contestó-

Pues algo nuevo debe ser porque nunca te los vi de ese color. Dime... ¿Cuándo te dijo el muchacho que volvería? –repreguntó la mujer-

-No sé... Este verano, el otro ó el otro... No dijo específicamente cual... pero ¿qué tiene que ver eso?

-Ahora entiendo... Ya pasaron cuatro sin que regrese. Ese azul intenso delata la ilusión que tienes de que vuelva. Eso demuestra que esperas que algo te salve de caer a lo que vas en camino inevitablemente: el casamiento con el hijo de la Doña...

Quitándole certeza a lo dicho por su madre la niña respondió:

-No es cierto. Sé bien lo que hago. Estoy por cumplir diecinueve años y sé resolver sola estas cuestiones.-

-No lo creo pero igualmente tenemos que hacer algo para que nadie se entere de este nuevo color. Estás creciendo deprisa, por lo tanto es lógico que experimentes nuevas sensaciones y con ello sumarás otros colores y tonos a los que ya son habituales en ti. Imagínate cuando todos sepan a que sentir corresponde cada color... Pero insisto.. eso no es lo que mayormente me preocupa; deberías replantearte hasta donde llegará esa relación que inventó la Doña; ella quiere verte casada y hará lo imposible para cumplirle el sueño a su hijo. Tú eres consciente de ello pero, yo ya no puedo sobre ti.-

Esa noche la niña antes de dormir, reflexionó sobre lo dicho por su madre y aceptó que tenía razón; también reconoció que su miedo a volver sufrir el pasado, la presionaba a no romper esa relación; se aterrorizaba pensando en la venganza que la Doña tomaría como represaría si no accedía a sus pretensiones; pero por otro lado sentía un aprecio sincero por su hijo; después de todo se habían criado juntos y era, mas allá de lo que pensara su madre, un buen candidato; que más podía pretender una mujer que un esposo elegante, educado, con buenos modales, estudioso, y que por sobre todo no le hiciera faltar nada. Ningún hombre después del escándalo se atrevió a pretenderla por miedo a la Doña, y lo que su madre decía ser “ilusión a que volviera el muchacho” en realidad no sabía bien que era; estaba confundida pero no podía demorar más una decisión. Al otro día, resuelta, le comunicó a su madre que estaba dispuesta a casarse lo antes posible, tal como la Doña se lo había propuesto.



Durante los diez primeros años desde el casamiento, la niña mantuvo ese azul intenso en los ojos que la madre se encargó en justificar divulgando que el estar enamorada se los había puesto de ese color, aunque según los días variaba a tonos más claros y hasta grises intensos que ya todos sabían de melancolía ó nostalgia. Una mañana su madre enfermó y meses después moría dejando a la niña por primera vez en soledad después de veintinueve años de estar juntas. Fue un duro golpe para ella; y para el barrio el comienzo de una seguidilla de misterios que ya no tendrían la justificación que les daba la mujer. A la Doña le preocupaban los comentarios que referían al tiempo que la pareja llevaba casada sin tener hijos. Se hablaba desde una imposibilidad para quedar embarazada de ella, hasta una supuesta impotencia de él, consecuencia tal vez de que los ojos en la niña, habían vuelto al rojo sangre de cuando llevaba el demonio en su alma, sin suponer nadie que a ese color volvieron por la pena que le produjo, el haber perdido a su madre. Cuando luego de otro año volvieron al azul intenso, todos pensaron que tal vez pronto tendrían la buena nueva, pero algo ocurriría antes que sembraría para siempre la duda.





III



Dicen los que dicen saber, que las malas lenguas comentaron que el barrio entero se conmocionó una mañana, tras ver a la niña caminar alegremente por las calles luciendo un extraño y deslumbrante color en sus ojos. Habían vuelto a ser verdes nuevamente, como cuando era pequeña; pero que este no era un verde prado, ni un verde musgo ni como ningún verde que se le hubiere visto antes. Eran de un verde esmeralda espectacularmente bellos y relucientes tal como la piedra. Dos meses después de ese día, la Doña se encargó de anunciar a los cuatro vientos que la niña estaba en cinta. Al tiempo nacería una beba, heredando el verde color de los ojos de su madre, no así el don que ella tenía. Los comentarios fueron acordes; el embarazo le había devuelto a la niña la más absoluta felicidad, por eso sus ojos mostraban el más bello de los verdes que jamás tuvo. Sin embargo, esa no fue la única versión que se dio al respecto. Doña Eulogia Miranda, la mujer más anciana del barrio, dijo haber estado en el momento preciso en que sus ojos cambiaron de color y afirmó saber el verdadero motivo de tan imponente cambio. En un principio nadie creyó lo que luego contaría. La anciana tenía noventa y dos años y sufría de una controlable deficiencia mental por lo que vivía la mayor parte del día, en la puerta de su casa, sentada en una silla, hablando sola ó contando historias sin fundamentos lógicos. Si embargo, ante su relato todos asociaron una posibilidad de certeza. Contó la tal doña Eulogia Miranda, que estaba en la puerta de su casa, cuando vio venir a la niña caminando por la misma vereda. Estaba oscureciendo pero aún no se habían encendido las luces que alumbraban la calle. Cuando llegó a unos pocos metros de ella, la vio detenerse misteriosamente y notó que su mirada quedaba fija en algo que estaba en el otro extremo de la vereda, más precisamente en la esquina.

-¿Qué fue lo que estaba viendo la niña doña Eulogia, cuente...? - apuraron a preguntarle -

-Cuando giré la cabeza para ver que había en la esquina, me encontré con un fulano vestido algo desgarbado, pelado... o casi pelado, porque tenía pelo pero a los costados de la cabeza y largo hasta los hombros; fumaba pero lo realmente extraño en él, era que tenía una barba inmensamente larga, le llegaba casi hasta el ombligo, y ojo que no exagero... Era desprolija y toda canosa, como el pelo; el hombre aquel también miraba fijo a la niña y sonreía. Cuando volví a girar la cabeza buscando a la niña, allí se produjo, en ese mismo instante, la transformación..

-Siga... siga... no se detenga. ¿Qué vio? Cuente... –le exigieron los que escuchaban su relato-
-
-Ahhhh... lo que vi fue tan maravilloso que me persigné no sé cuantas veces mientras se producía. La niña estaba allí, parada, como petrificada; sus ojos azul oscuros no parpadeaban y estaban fijos en los de él. De pronto sus pupilas empezaron a perder color se aclaraban más y más y más; de aquel azul viraron a un celeste y luego a uno más claro hasta quedar casi grises por no decir blancos; en segundos nomás sus ojos volvieron a tomar color, pero paulatinamente como lo había perdido solo que en la tonalidad del verde. Primero del gris a un verde agua, luego a un... ¡cómo decir! ... si... eso... a un verde prado; luego a un tono musgo y en ese momento comenzaron a brillarle tanto, que costaba poder mirárselos sin quedar deslumbrada... Cuando pude distinguírselos nuevamente, habían adoptado un color tan verde y reluciente como la misma esmeralda en su pureza máxima. Bellísimos... infinitamente bellísimos; tanto que era imposible dejar de mirárselos. En su rostro se había dibujado una enorme sonrisa, tan grande como nunca antes pude vérsela. Luego lentamente empezó a caminar en dirección a ese hombre pero tan abstraída en él, que al pasar junto a mí, me ignoró por completo, -ella que siempre fue tan amable conmigo-. Sin decir una palabra, acompañé con la vista su recorrido hasta que se encontraron frente a frente. Vi cuando aquel hombre le tomaba la mano y se la besaba, y también cuando ella con esa misma mano le acarició la barba suavemente, después se fueron juntos calle abajo. Tal cual así pasó, doy fe...

- ...y no pudo escuchar nada de lo que se dijeron. –preguntó una mujer-

- Si... algo como: “Tienes algo que me pertenece... ¿quisieras devolvérmelo?...- dijo ella- a lo que él respondió: “Por supuesto, no quise volver hasta no estar seguro de que me lo pedirías”... y no pude escuchar más porque después se rieron y se fueron...


- Que cosa rara... – dijo uno de los presentes- ¿Usted está segura de haber visto lo que cuenta?

¿Segura?... ¡Segurísima!... –replicó la anciana-

Todos se miraron, silenciosamente intrigados.

- ... y decís ¿cosa rara?...Cosa rara fue lo que vi al otro día –agregó la mujer-

-¿Qué vio... cuente? – le exigieron –

-A la misma hora al otro día... La niña se encontró con otro hombre en la misma esquina. Este no tenía barba y fumaba en pipa... aunque también era pelado como el otro o casi porque tenía...

La anciana esta vez, no pudo terminar su parte del relato. Repetidas voces de fastidio de entre quienes la escuchaban comenzaron a hacerse sentir; “ Esta loca, no se como podemos perder el tiempo escuchándola” ó “Ya no sabe lo que vio... desvaría”; “Dentro de un rato va a decir que era negro y fumaba habano”; “Vámonos... esto es absurdo”. Muchos se fueron dudando que aquello no fuera cierto y otros convencidos de que la anciana en su delirio, inventaba historias para llamar la atención. Durante muchos años, el verde esmeralda en los ojos de la niña se mantuvo invariable. Envejeció viendo a su única hija crecer saludable y feliz. La Doña por su parte, si bien sospechó una infidelidad de la niña, nunca tuvo pruebas y se negó a buscarlas por miedo a las consecuencias que pudiera causar en su hijo enterarse de un engaño. Pasaron los años y el misterio se mantuvo. Murió la Doña y poco tiempo después, la niña enviudó; ni aún con la muerte de su marido sus ojos dejaron de ser verdes, cambiaron si de tono pero al tiempo volvieron a ser esmeraldas. Su hija se caso y al año siguiente la hizo abuela. Terminó viviendo sola, acompañada por una nodriza que la cuidaba. Solía sentarse en su mecedora, todas las tardes a la misma hora; junto al teléfono, a esperar una llamada; la misma de todos los días. Había que verle la cara, como se le iluminaba de alegría cuando escuchaba sonar la campanilla; bastaba mirar sus ojos para descubrir lo feliz que era. Nunca nadie supo quién la llamaba puntualmente y sin fallar, todos los días. El tiempo transcurría mansamente aquella tarde de otoño, -contó la nodriza- cuando la vio atender el teléfono, como siempre, solo que esta vez la escuchó llorar y cortar de inmediato; asustada corrió a su encuentro. Cuando le preguntó porque lloraba, le miró los ojos y notó que estaban encendidos en un rojo sangre ardiente, pero la niña nada contestó; solo se puso de pie y caminó hasta su cama; allí se recostó y cerrando los ojos no hizo otra cosa que sollozar y sollozar. Según dijo su hija, se mantuvo así durante un día y una noche hasta que una mañana al fin, la vio abrir nuevamente los párpados y mirar al cielo; dejó entonces de llorar y sonrió... y que allí, por ultima vez sus ojos cambiaron de color; luego expiró. Murió con los ojos abiertos, mostrándolos en un inmensamente puro azul intenso, como el cielo y para siempre misteriosamente lejanos... como el infinito.

Texto agregado el 08-01-2011, y leído por 156 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
08-01-2011 No pude parar de leer hasta terminarlo, un misterio magnificamente relatado, el cambio del color de esos ojos, ese final que deja pensando, creo que ella se reencontró con él, no se si me equivoco, pero muy interesante novela.De película diría yo.****** silvimar-
 
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