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Desde que comenzamos a salir y tener relaciones, Rocío me manifestó su deseo de tener un hijo mío, petición a la cual yo hubiera accedido gustoso de no haber sido por que me encontraba esperando el primogénito de mi esposa, ya que nunca he dado importancia al hecho de la paternidad, sin embargo, la oportunidad económica que el hijo de mi esposa representaba me hacía negarle a Rocío mi semilla. De un rostro angelicalmente seductor, un cuerpo bellísimamente envuelto de juventud cuya piel morena adornaba de una sensualidad gloriosa, sin duda, me hubiera proporcionado un vástago de características apolíneas y espartanas sublimes. Pero no era el momento.
Cada que terminábamos de tener sexo me abrazaba y me decía lo bello que sería tener un hijo mío, a lo que yo prudentemente callaba toda respuesta. Conforme fue pasando el tiempo Rocío pareció darse por vencida ya que dejó de atosigarme con dicho tema, lo cual me agradó en demasía ya que, si estaba saliendo con ella, era para liberarme del estrés que me producía el sentimentalismo idiota que iba tomando mi esposa por su embarazo y el que Rocío hiciera prácticamente lo mismo era de lo más chocante. Afortunadamente dejó de hacerlo.
Pasamos unas noches extraordinarias envueltos en el más exquisito paroxismo orgásmico. Ella me esperaba pacientemente en la noche con unos atuendos tremendamente sensuales, vino tinto, velas y la mejor disposición de entregarse a mis más oscuras pasiones. Sin embargo, cometí el tremendo error de frecuentarla demasiado seguido y la costumbre fue convirtiéndosele en amor, cosa que se facilitó aún más por el hecho de que mi puro físico causaba en ella una impresión vivificadora. Noté de inmediato que su enamoramiento comenzaba a tomar proporciones peligrosas y me alejé poco a poco de ella. Sin embargo, era tarde. El alejamiento no hizo más que aumentar ese amor que Rocío sentía hasta un punto tal que bien podríamos calificar de obsesión. Comenzó a llamarme imprudentemente a mi casa lo que dio origen a ciertas discusiones con mi esposa, discusiones que hube de librar astutamente despejando toda sospecha que tuviera mi esposa. No había más solución: tenía que dejar definitivamente a Rocío.
Fui a su casa decidido a terminar con ella, toqué la puerta y me recibió con una sonrisa de inmensa alegría como pocas veces había visto en mi vida. Me avergüenza reconocer que dicho recibimiento me conmovió al grado de pensar en desistir a la tarea que me había impuesto. Iba yo a comenzar mi discurso de despedida cuando ella de pronto se fue corriendo a su recámara diciéndome que la esperara dejándome solo en la sala. Me quedé atónito y expectante. Cuando hubo regresado al cabo de unos minutos llevaba puesto un vestido rojo que se ajustaba perfectamente a cada una de las curvas de su cuerpo y las enaltecía: el escote mostraba esos pechos redondos y suaves parecidos a los que pintara Tiziano en sus modelos y sus piernas salían del vestido sugerentemente incitantes a que yo lo deslizara sobre ellas. No tuve más remedio que sucumbir ante esa hermosa tentación haciendo caso a Wilde; después de hacerlo por última vez con ella la dejaría. Este segundo error, mi estimado lector, lo encontrarías perfectamente justificable si hubieses tenido la oportunidad de mirarle tan suculentamente ataviada.
Después de que hubo transcurrido un prudente periodo de tiempo después del sexo, me decidí a dejarle a Rocío las cosas en claro de una vez por todas.
-Rocío, el motivo por el que hoy vine –comencé diciendo- era muy distinto de lo que acaba de ocurrir y, aunque después de esto mis fuerzas flaqueen para decírtelo, he de cumplir con lo tenía previsto.
-¿A qué te refieres? –preguntó con el rostro angustiado, como presintiendo lo que se avecinaba.
-Hemos pasado momentos increíbles, noches que serán inolvidables y que supongo que ambos llevaremos en nuestros corazones por siempre –disculpará el lector el tono cursi y ridículo de mi discurso recordando que, para las féminas, normalmente son este tipo de cosas las que agradan y convencen-, sin embargo, el próximo nacimiento de mi hijo y lo que esto representa, me fuerza a terminar con nuestra relación ahora mismo y para siempre.
Inmediatamente la miserable de Rocío rompió en un llanto suplicante y lastimero que, de no haber estado yo conciente de que así sería, me hubiera resultado sumamente odioso. Me pidió que la perdonara si fue imprudente, que cambiaría, que estaba dispuesta a lo que yo le impusiera, entre otras tantas cosas que no hacían más que reafirmar mi posición frente a ese ser que tan indignamente se negaba a sí mismo en su obsesión por mí. Le advertí que hiciere lo que hiciere no cambiaría de opinión, me vestí al compás de su llanto y salí de ahí dejándole un último adiós y el corazón destrozado. En mi ánimo triunfante, en cuanto llegué a casa dije a mi mujer que hiciera las maletas por que nos iríamos una temporada a la bella ciudad de V… donde quería que naciera nuestro hijo y donde podríamos disfrutar de la más absoluta calma. Mi mujer, encantada con la idea, me obedeció al punto y nos dispusimos a viajar no sin antes dejar ciertas recomendaciones a los criados, incluyendo la orden tajante de no decir a nadie a dónde nos dirigimos.
Llegamos sin inconvenientes a V…, nos instalamos en un prestigioso hotel y comenzamos a disfrutar de la ciudad de su aire cálido y reconfortante. Al cabo de tres meses nació mi primogénito, un bello varón de cabellos rubios y rizados parecido a los ángeles del Renacimiento, y después de otros cuatro meses decidimos regresar a nuestro hogar. Nos recibieron con una felicidad tremenda al ver a mi hijo, y con la buena noticia de que no había ocurrido absolutamente nada fuera de lo normal. Ansioso de charlar con alguien más que no fuera mi esposa, tomé el teléfono y llamé a un buen amigo que para mi fortuna se encontraba disponible.
Fui con mi amigo a cenar a un Restaurante en el cual somos clientes asiduos y tenemos el privilegio de ocupar siempre la misma mesa, y después de ordenar nos pusimos al corriente de nuestros respectivos acontecimientos. Él me puso al tanto de lo ocurrido durante ciertas borracheras en el cabaret de la ciudad (borracheras de las cuales me enorgullezco de ser muchas veces participe y centro), de las nuevas relaciones entabladas subterráneamente, etcétera. Yo me limité a narrar el nacimiento de mi hijo dado que no había nada más interesante acaecido durante mi viaje. De pronto me vino el recuerdo de Rocío, de la cual mi amigo tenía pleno conocimiento, y hube de preguntarle por ella.
-¡Oh, cierto, Rocío! –exclamó mi amigo como gustoso por que yo le hubiera preguntado por ella, indudablemente tenía algo muy importante qué decirme- Verás, estuvo todo el tiempo preguntando por ti.
-¿Cómo es eso?
-Así es, aunque solo preguntó a quien sabía lo de ustedes.
-¡Dime más! –mi curiosidad era increíble.
-Pues bien que te conviene agarrarte fuerte de la silla amigo, por que lo que te voy a decir te hará irte de espaldas. ¿Sabías tú que antes de marcharte tuviste el tino de dejar a Rocío perfectamente embarazada?
La noticia me dejó completamente helado y sentí en el estómago un vacío terrible que ni la cena más abundante sería capaz de llenar.
-¿Pero cómo puede ser eso posible? –pregunté estúpidamente dado mi asombro.
-Pues de la única forma en que la pudiste dejar embarazada, amigo, fornicando con ella. Pero no te preocupes, has tenido la suerte de que solo los íntimos lo sabemos y la gran fortuna de que ella perdió el producto.
Mi sorpresa se hizo aún mayor pero también esta nueva noticia vino a calmar mi espíritu, ya que si el producto no se realizaba yo no perdería nada.
-¿Hace cuánto fue eso? ¡Las cosas que pasan mientras uno se encuentra ausente!
-Dirás las cosas que provocas. Hace aproximadamente un mes nos llamó a varios para decirnos que se sentía mal, que quería que la acompañáramos al hospital ya que nosotros éramos amigos tuyos. Como te has de imaginar, todos la ignoramos y la dejamos a su suerte.
-Bien hecho.
-Lo sé. Pero al cabo de unos días nos enteramos de que había perdido lo que fuera que llevara en el vientre.
-Eso es un gran alivio. Sin embargo me da un poco de pena, ella lo deseaba tanto.
-¿Te pondrás sentimental? Me decepcionas, amigo. Eso es indigno de nosotros.
-Jamás, colega. Los sentimentalismos nos están vedados, sin embargo, creo que iré a verla antes de ir a casa.
De ahí pasamos a otros temas de mayor relevancia como la moda de la nueva temporada, una nueva marca de whiskey capaz de causar la más alucinante de las alegrías, mi adquisición de una cigarrera de oro con encendedor integrado, etcétera, para despedirnos por fin con la promesa de encontrarnos el fin de semana en el club.
Apenas hubo de tomar su propio camino mi acompañante, comencé a meditar si realmente debería ir a casa de Rocío y ver como se encontraba, a fin de cuentas, su bien o su mal era cosa que no me debería importar en lo más mínimo, pero la curiosidad me mataba y decidí dirigirme a donde ella vivía.
Cada paso que daba hacía su casa me ponía extrañamente nervioso, por lo que hube de encender uno de mis cigarrillos para calmarme. Probablemente temía los reproches que me haría por haberla dejado sola y embarazada, peor aún, me reclamaría furiosamente el no haber estado con ella en el momento en que perdió el producto. Pero ¿acaso tenía yo la culpa de ello? ¿No me había ido yo sin tener conocimiento alguno de que estuviera embarazada? Obviamente yo no tenia la culpa de nada. Para mi sorpresa esto no me tranquilizaba en lo absoluto. Por fin llegué hasta su puerta y toqué sin pensarlo más.
-¿Quién es? –preguntaron desde adentro. No podría ser más que la voz de Rocío, sin embargo, el tono de su voz se escuchaba demasiado bajo y sombrío a comparación de cómo yo lo recordaba.
-Soy yo, Oscar.
Se escuchó en el interior de la casa un alboroto, como si se hubiera levantado de prisa a recoger la casa o algo parecido. Esperé ansioso afuera unos minutos y por fin se abrió la puerta. Quedé sumamente sorprendido de ver el rostro de Rocío tan demacrado, pavorosamente avejentado y con ciertos rasgos que vislumbraban una especie de fatal locura. Me dijo que era una grata sorpresa el verme, que no me esperaba y me invitó a pasar. El interior de su casa era un desorden, contrario a lo que solía ser cuando antiguamente la visitaba, y había un olor de humedad combinado con una especie de queso rancio, muy desagradable.
-¿Qué te ha pasado, Rocío? Estás en un estado lamentable.
-¿A mí? Nada. Jamás en la vida había estado mejor. ¡Espera, te tengo una sorpresa!
Y se metió corriendo a su habitación como la última vez en la que salió con su sensual vestido rojo, aunque esta vez, ningún vestido de ningún color y ningún motivo me harían acostarme con ella, tan repugnante la encontraba. Me quedé mirando un retrato mío que estaba sobre la chimenea y que yo no recordaba habérselo regalado ni visto nunca, cuando escuche de pronto tras de mí:
-¡Míralo, es un hermoso varón!
¡Ay de mí, que hube de voltear a ver la más horrible de las visiones que jamás pude creer que mis delicados ojos vieran alguna vez! ¡Esa mujer desquiciada llevaba en sus brazos, entre cobijas, los restos putrefactos de lo que sería mi hijo!
-¡Tiene tus labios! ¡Tómalo!
Seguía diciendo la trastornada Rocío mientras se acercaba más y más a mí, ofreciéndome el cadáver de lo que no llegó a ser, y yo, atónito e inmóvil, siendo víctima del más indecible horror no reparaba en qué hacer, mi vista no podía apartarse de esa imagen espantosa del infante muerto y putrefacto. De pronto volví en mí y salí velozmente de la casa, aun que sin correr, pensando dejar tras de mí a esa loca mujer con su cosa muerta. ¡Pero la maldita me seguía!
-¡Oscar, Oscar, es nuestro hijo! ¡Míralo tan solo! ¡Tiene tus labios!
Y conforme yo apresuraba el paso ella lo hacia también, y era mi funesta sombra reclamando que aceptara como mi hijo a lo que sólo era un cadáver. Tras de mí en la oscuridad, llamándome, seguía insistente el cuerpo de lo que un día fuera Rocío, ya sin alma, ya sin razón ¡ofreciéndome un cadáver como mi hijo! No pude soportarlo más, así que volteé rápidamente y le planté un tremendo puñetazo en el mentón que la derribó desmayada al suelo e hizo que el bulto inerte que llevaba entre sus brazos rodara y se descubriera muerto y podrido a mis pies. Seguí mi camino, y al llegar a la esquina, me encontré con un oficial de policía al cual le pedí que socorriera a “una pobre mujer que se acababa de desmayar” señalándole el cuerpo de Rocío. Aprovechando la oscuridad y el descuido del policía, me fui de ahí sin que se supiera jamás que yo había estado en ese lugar. No es necesario comentar que me fue totalmente imposible conciliar el sueño en toda la noche, a pesar de la media botella de coñac que me bebí.
A la mañana siguiente traté de aparentar la más absoluta calma y normalidad posibles, para lo cual soy demasiado bueno, y pedí el diario para saber si es que algo de lo ocurrido se mencionaba. Efectivamente, el encabezado de la noticia decía así:
“Se encuentra a media noche a mujer desmayada en la calle con un cadáver de infante”.
Posteriormente las autoridades de la ciudad decidieron que se encontraba irremediablemente loca y la trasladaron a un hospital psiquiátrico en las afueras de la ciudad. Los restos del producto fueron arrojados en una fosa común y nadie supo jamás que yo era el padre, solo mis íntimos amigos, claro está.



Oscar Jeraou
12 de noviembre del 2010

Texto agregado el 07-01-2011, y leído por 130 visitantes. (1 voto)


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