Nadie vuela por sobre mares y cordilleras, y luego se interna en las espesuras de la selva en pos de una quimérica aventura. Nadie, o casi nadie. Jonás, fue uno de los que se atrevió. Imberbe ingeniero, dotado de una inteligencia fantasiosa, conoció a una chica por Facebook, la moderna herramienta en que muchos se escudan para hurgar la vida de los demás, acaso para constatar que no se es más desgraciado que el común de los mortales.
Pero lo de Jonás no era espiar, en actitud voyerista, a los otros, sino buscar un proyecto de mujer perfecta, aún a sabiendas que allí lo sofisticado es una moneda de cambio y las fotografías no son más que un escrutinio digitalizado de aparentes cualidades.
No es que Jonás tuviese mala suerte en las artes amatorias. Su inquietud era más bien la del diletante que de tanto catar, ya se considera un experto y emprende una búsqueda afiebrada en pos de la perfección. En su caso, las mujeres ya no le imponían desafíos, eran todas previsibles y en algún lugar se investían con los mismos falsos ropajes y las mismas triquiñuelas. Por lo mismo, ya no le satisfacían.
Conoció pues a una jovenzuela que le supo a misterio, intuyó cualidades superiores y características que, con mucho, superaban a las de las féminas que ya había desechado. Entablaron comunicación y le gustó la prístina mirada de la chica y lo valedero de sus argumentos, en su paladar se quedó danzando algo parecido a un licor prodigioso que lo embriagó. Supo, en definitiva, que la chica era la mujer diseñada con celestiales herramientas para complacer su singular apetito.
Y sin cotejar ningún argumento que se pareciera someramente a la sensatez, adquirió un boleto en avión que lo dirigiese a la tropical amazonía, en donde creía encontrar a la mujer ideal. El viaje fue breve, no tanto para no ir elucubrando y tejiendo metáforas fabulosas, mientras en su corazón se arrullaba una rapsodia encendida.
Pisó tierra extranjera, tan diferente a la suya, tan anegada de sol y espesura. Todo era descubrimiento, a cada paso se encontraba con singulares postales. Se sentía embriagado en ese paraíso sinfónico, con pájaros multicolores que surcaban los cielos en señal de bienvenida. Sus ojos se humedecieron ante tanta potestad.
Era preciso llegar donde la chica aquella y su corazón latía enloquecido, como queriendo apresurar el encuentro. Hasta que estuvo frente a ella, con dos maletas, una guitarra y todo un mundo de expectativas. Berenice le sonrió y su piel acanelada se iluminó por el reflejo de su blanquísima y perfecta dentadura.
-¡Dame un beso, bribón! ¿Por qué tú te quedas alelado y no me dices ahora esas palabras tan lindas que me escribes?
Jonás, se adelantó e intentó besar sus mejillas, pero ella le ofreció sus labios, tan rojos como las flores que circundaban la modesta vivienda.
Conversaron animadamente durante la cena y la madre, con la que vivía Berenice, se mostraba muy complacida con la personalidad del muchacho, dada su sencillez y simpatía. Berenice, a su vez, le escuchaba con atención y de cuando en vez reía y palmoteaba, haciendo gala de una viveza de carácter que acrecentó aún más el interés de Jonás por conocerla. Era una joven hermosa, de cuerpo esbelto y muy bien formado.
(Continúa)
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