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Mailén



Después de atravesar por caminos de tierra arcillosa y desnivelada donde la excesiva vegetación, por tramos no le permitía ver con claridad mas allá que al frente y a lo lejos, Alcides Menditegui montado a caballo logró llegar al primer sitio poblado que a lo largo de su infortunado derrotero pudo encontrar. Era la primera vez que convencido de conocerlo al detalle, se perdía en el monte. Árboles caídos y en contra una tormenta de viento que a mitad del camino lo obligó a desviarse por senderos insondables, sumado a un cielo siempre nublado que no lo dejó, llegada la noche tener por guía a las estrellas, terminaron siendo a su parecer, los culpables mediatos que lo llevaron a desconocer el camino real. Llovía torrencialmente y con mas hambre que sueño, no le importó saber donde había llegado. Su interés se centraba en hallar un sitio donde pasar la noche esperanzado en que a la mañana siguiente el tiempo se compusiera para continuar rumbo hacía el llano. Tras recorrer las calles del pequeño poblado encontró una hostería abierta, la única que había en el lugar. La que supuso sería la dueña, era una muchacha que al entrar Alcides, estaba leyendo un diario apoyada en el mostrador. Al escuchar el tintinear de las varillas de metal de la puerta chocándose, la mujer levantó la vista para ver quien era. –“Buenas noches. ¿Tiene Ud. algo para comer?-. -le preguntó Alcides- La joven muchacha lo miró absorta, como si frente a ella de la nada un fantasma se le hubiera aparecido. Luego de un silencio prolongado, tímidamente contestó: –“Si, claro. Debe haber quedado algo de verduras hervidas y fruta. Si gusta...” -dijo sin dejar de mirarlo embelesada. “Esta bien.” –le contestó Menditegui mientras se sentaba a una de las mesas. La comida le pareció in-apetecible mas aun cuando no tuvo otra salida que acompañarla con lo único que le ofreció para beber; agua. Tras dejar la mitad del plato sin comer, se dispuso a pagar para ir en busca de algún lugar donde dormir. Fue allí cuando la joven posadera se adelantó a ofrecerle una habitación por el mismo precio que la comida. Llovía torrencialmente y hacía varias noches que Alcides no dormía en una buena cama, por lo que no dudó en aceptar de inmediato su propuesta. Iba rumbo a la habitación, cuando subiendo las escaleras reflexionó que era imposible que ese pueblo existiera en pleno monte. Culpó a la tormenta de haberlo llevado a caer lejos del sendero que seguía y buscando ubicarse geográficamente, mirando a la muchacha se animó a preguntarle por el nombre del pueblo.
-Como lo llamaría usted. -le respondió la joven-.
-Bueno... a decir verdad, me llamó la atención una larga hilera de tilos que me sirvió de guía para llegar aquí. Tal vez lo llamaría así... “Los Tilos”.
-Pues así se llama”. –le respondió la muchacha sonriendo-
-¿Y que tan lejos estoy del monte?
-Estamos en el monte.
-No puede ser. No existe ningún poblado en el monte.
-Bueno. Si usted lo dice. Que descanse señor. –respondió la muchacha
para luego entrar a un cuarto continuo a la cocina-
Ya en la habitación, dispuesto Alcides a darse una ducha, entró al baño y fijó su atención en buscar un espejo. No lo había. Aunque extrañado por el faltante, prefirió no darle importancia al hecho y tras higienizarse, agotado se entregó al reposo. En la mañana siguiente, con el alba, recogió sus cosas y bajó con la intención de pagar para irse, pero se descubrió solo en la casa. Recorrió el lugar y a nadie halló. Solo una soñolienta gata siamesa sentada en la punta de un mueble lo miraba extrañado con los ojos apenas entreabiertos. Insistió en buscar quien le cobrara y advirtió mientras lo hacía, que en los sitios donde era habitual ver espejos, el recuadro estaba pintado, dejando por sentado que habían sido quitado deliberadamente. Llamó a viva voz a la posadera y temiendo que algo le hubiera ocurrido, se animó a entrar en la que parecía su habitación, junto a la cocina. Al encontrarla vacía, la recorrió y admirado se detuvo frente a una pared cubierta con fotos. Los retratos mostraban a la posadera siempre riendo, junto a otras mujeres, todas notablemente mayores que ella, pero misteriosamente, a pesar de las remotas fechas que en un ángulo las fotos citaban, 1825, 1930, 1970, 1989... ninguna de ellas parecía acusar físicamente el paso del tiempo. Sus rostros se mantenían invariables, sin muestras de haber envejecido. La atención que le había puesto a las fotos ahora se veía atraída por la sospechosa ausencia de una cama en el cuarto. Repentinamente desde la cocina un olor a té recién hecho lo alarmó. La tetera estaría humeando sobre el fuego a punto de hervir, supuso. Rápidamente salió del cuarto y entró en la cocina con la intención de quitarla de sobre la llama. Al ingresar halló sobre una mesa una gran cantidad de recipientes de barro, cada uno con hierbas, hongos, corteza de árboles y raíces todas distintas entre si, la mayoría desconocidas para él. A un costado un mortero y en su interior pulverizado trozos de algo consistente y blancuzco. Sobre el fuego en una olla, algo parecido a un caldo hervía desprendiendo esa fragancia tan parecida al té pero que ahora sabía, no lo era. Optó entonces por no tocar nada y dejarlo todo como estaba. No podía entender que era todo aquello y menos el descuido de la posadera que abandonó todo a merced de quien se le antojara entrar o salir de allí. Decidió entonces volver al salón y hacer sonar repetidas veces la campanilla que sobre el mostrador de entrada oficiaba de llamador, pero siguió sin conseguir resultados. Se aproximó al ventanal buscándola en la calle y al hacerlo descubrió otras rarezas que nuevamente lo turbaron. Frente a la posada, debajo del campanario de una pequeña capilla sin cruz, un reloj marcaba las seis en punto. La misma hora que anunciaba el que al entrar en la posada, se dejaba ver en la pared de frente. Lo extraño no era que coincidieran en la misma hora, sino que el minutero de los dos relojes a pesar de seguir funcionando, daban siempre en punto la seis. Miró entonces el de su muñeca y leyó nueve y media. Se había detenido a la misma hora en que había entrado al pueblo la noche anterior. Le llamó la atención también ver que en la rama mas baja de cada árbol, faltaban en todos, las habituales hojas que en la generalidad lo cubren totalmente; como si esa rama fuera la que alguien o algo usara habitualmente pasearse o sentarse. Un bullicio avanzando por la calle de tierra, sorpresivamente distrajo su atención. Era la posadera y las mujeres que en los retratos estaban junto a ella. Venían todas tomadas entre si del brazo, trayendo canastas con alimentos. Tomates, lechugas, frutas, legumbres. Su reacción fue correr a una mesa y sentarse en una silla, mostrando desconocer todo lo que había descubierto.
-Buenos días señor. ¿A dormido bien? -dijo al entrar la joven posadera-
-Si si. Por cierto que si. -respondió Menditegui-
-Ya le preparo el desayuno. -le anunció la muchacha-
-No se apure. Yo mientras iré ensillando mi caballo.
Rumbo al establo, tomó cuenta que en todo el trayecto no se había cruzado con ningún hombre. Caminó entonces desviándose hasta el borde de una pendiente y admiró un prolijo e inmenso campo cultivado, donde mujeres, solo mujeres trabajaban la tierra. Todas mayores, con pañuelos en sus cabezas, reían cumpliendo relajadas su labor, sin que nadie a la vista pusiera coto a sus excesos. Sacó en conclusión que la única joven que había visto era la posadera y eso aumentó aun mas su curiosidad. Algo extraño ocurría en ese lugar y no se iría sin averiguarlo. Recorrió el pueblo intrigado, y nuevas rarezas lo aturdieron. Entró a un pequeño cementerio, algo alejado, atraído por un inmenso pinar que lo rodeaba. Todas las lápidas que leyó pertenecían a hombres muertos curiosamente en el mismo año: 1825. Imaginó una guerra ó una epidemia como posible causa de la coincidencia. Eso explicaría porque solo había visto mujeres. Exterminados por lo que fuera, solo ellas habían sobrevivido pero ¿y los niños? ¿Y los viejos?. Tampoco recordaba haber visto alguno. El cementerio estaba justo a mitad del camino entre Los Tilos y otro poblado idénticamente pequeño que parecía estar abandonado. Pensó en recorrerlo pero quiso evitar sospechas en la posadera por su demora. Pasó antes por el establo mientras pensaba en detalle lo misterioso de todo aquello. A un costado encendida una fragua, ardía consumiendo los pocos troncos que aún mantenía incandescentes. Se acercó y como jugando, movió repetidas veces el palo del aventador hasta que nuevamente la llama surgió. En el fogón, olvidada como al descuido, una marca de animales descansaba su suerte de abandono encendida al extremo. La tomó del mango y cuidadosamente la apoyó contra uno de los tirantes de madera que sostenían el techo de chapas. Al separarla, humeando quedaron grabadas dos letras: “L” y “T”, Los Tilos. Recién allí se avino a que tampoco en su derrotero había encontrado otro animal que no fueran gatos merodeando por el lugar. Ni perros, ni ovejas, ni gallinas y mucho menos caballos o burros, imprescindibles para arar la tierra. Ya a esa altura, lo misterioso había desafiado con holgura la barrera de su curiosidad. Se quedaría un día mas para averiguar todo sobre ese sitio y sus habitantes. Ya de regreso, mientras la posadera le servía el desayuno, (un té con trozos de pan tostado) Menditegui discretamente comenzó a indagar a la muchacha.
-Me gusta este lugar.
-Me alegra señor.
-Me voy a quedar un par de días más para conocerlo mejor.
-Es tan pequeño que le sobrará tiempo señor.
-No importa. A propósito, cual es tu nombre.
-Mailén...
-Bonito nombre.
-Gracias... Me retiro señor. Si necesita algo llámeme.
-A decir verdad, sí. Necesito por favor un espejo, quisiera afeitarme.
-Oh no. Aquí no existen los espejos. Aquí rechazamos todo lo que sea mentiroso y los espejos lo son. Muestran lo que uno no es.
-Como es eso...
-Si usted frente a un espejo levanta su mano derecha, verá que la imagen reflejada levanta la mano izquierda; si escribe algo en un papel y lo pone frente al espejo, se torna ilegible, porque lo refleja al revés. Aquí pensamos que si no muestra con certeza cosas tan simples como esas, porque deberíamos creer que lo haría con el resto de lo que refleja. Por eso no hay espejos en el pueblo.
-¿Y que pasa con los relojes?
-Usted dice porqué marcan siempre la misma hora.
-Así es.
-Los relojes también mienten señor. Tratar de medir el tiempo es absurdo. Lo que los relojes marcan, cuando intenta ser presente, ya se transformó en pasado. Cada uno tiene su propio tiempo, somos tiempo que va desapareciendo en una cuenta regresiva que comienza cuando nacemos y termina cuando morimos. Los relojes podrán dividir los días en segundos, minutos, horas, pero siempre serán pasados. Ahora ya es pasado, ¿entiende?. Solo sirven para condicionar nuestra voluntad... cuando comer, cuando dormir ó despertar. Nosotras esperamos a que anochezca ó amanezca para saberlo; nos guiamos por las estrellas; ellas nunca mienten, pero los relojes si, porque muestran lo que no existe, porque cuando es... ya pasó. ¿Qué otro ser viviente sobre la tierra mide el tiempo? Si los animales pueden vivir sin relojes ¿por qué nosotros no? Comemos cuando tenemos hambre, dormimos cuando el sueño llega, nadie sabe los años que tiene ni quiere saberlos. Tenemos la edad que nos da sentirnos como nos sentimos. No necesitamos medir el tiempo pasado, le damos importancia al tiempo por venir y eso no lo miden los relojes. Tenemos la edad que a través de nosotros, nuestro reloj interior nos marca y ese es el que pensamos, nunca nos miente. Estamos rodeados de mentiras y aprendimos a reconocer las que lo son de las demás.
-¿Por ejemplo?
- Por ejemplo... la noche. La noche no necesita de nada para ser. El día es una mentira. La oscuridad está siempre y en todos lados, nada la crea, sin embargo, el día depende del sol para existir. ¿Entiende?. No tiene vida propia como la noche. Algo parecido ocurre con el frío. Si no existiera el sol o el fuego no existiría el calor. Sin embargo, el frío no necesita de nada para ser.
-Continua por favor... me interesa.
-Con la oscuridad y el silencio ocurre lo mismo. ¡Piénselo!
-¿Quién te ha contado todo eso?
-Nuestros antepasados lo creyeron así y nosotros también.
-Bueno... debo reconocer que algo de cierto hay en lo que as dicho, sin embargo, no es solo eso lo que me llama la atención de aquí. Hay otras cosas que no termino de entender.
-Como cuales, señor.
-¿Solo comen verduras y frutas?
-Si...
-¿No beben otra cosa que agua?
-Y té, que otra cosa quisiera tomar.
-Vino por ejemplo...
-¿Qué es eso?
-Olvídalo. No vale la pena que te lo explique. Otra cosa, solo vi mujeres sembrando. Todo es demasiado tranquilo. Parecería que no hay otra cosa que hacer. ¿Dónde están los hombres?
-Aquí no hay hombres...
-¿Cómo...?

En ese momento una mujer sexagenaria se asomó por la ventana abierta que daba a los fondos de la casa. Con gesto de fastidio miró a Mailén y ella sin que mediara palabra alguna entre ellas, interpretó que estaba hablando demasiado. Temerosa que tomara alguna represaría con ella, interrumpió abruptamente la charla. La mujer se fue creyendo que todo acabaría allí.

-Pregunta mucho usted señor. Tal vez deba irme. Perdone.
-¡No, no, espera! ¿Para que entiendas mi extrañeza te gustaría saber como vivimos en mi pueblo.?
Con una mueca de curiosidad se animó a preguntarle:
-¿Y que tan distinto es de aquí como para querer contármelo?
-Bueno... bastante, digamos que se vive mas apasionadamente.
-No entiendo.
-Bueno, claro. A ver si lo entiendes. Las mentiras que tu nombras, a veces son útiles. En mi pueblo se empieza muy temprano con las tareas de todos los días. No nos importa que el día pueda ser una mentira, nos dá ilusión verlo nacer cada mañana y eso es lo realmente nos importa. Por un lado las mujeres van al pueblo, hacen sus compras y después se encargan de la huerta y de dar de comer a los animales del corral. Los hombres aran la tierra y siembran, ordeñan los animales, reparan lo roto y en tiempo de cosecha van juntos a levantar los frutos. Necesitamos de la luz para todo eso, aunque sea como tu dices. Comemos en familia todos los días y para ello y para saber cuando encontrarnos con nuestros vecinos y para cumplir con nuestros compromisos a tiempo, necesitamos fijarnos horas para coincidir en los encuentros. De ahí que necesitemos de los relojes que ustedes descartan. En lo que se refiere a los espejos los usamos para nuestro cuidado personal, no para que nos digan verdades. Gracias a ellos las mujeres se arreglan y se ponen más bellas para ser admiradas por los hombres en las fiestas. Nos gusta mucho las fiestas regionales; la música, el baile...
-No sé que es eso.
-No puedo creer que no lo sepas. ¿Cómo se divierten aquí?
-A veces jugamos a escondernos ó nos revolcamos en el pasto cuesta abajo ó intentamos atraparnos corriendo.
-Claro, debí suponerlo. Con respecto a la comida, nosotros también comemos vegetales como ustedes, pero también carne de todo tipo. Conejos, ciervos, patos, gallinas, vacas, cerdos, corderos y muchos mas que preparados de distintas maneras con o sin hiervas, asadas o guisadas, saben exquisitas. El vino es la bebida con que acompañamos todo en los festejos, claro que también tomamos agua, pero eso es para la sed. Va muy bien para las comidas, y si se bebe en demasía empieza por marearte y luego te duerme, pero pone mas alegre a la gente en las fiestas. Para nosotros la vida es una aventura y nos gusta ese desafió. No puedo entender que nada de eso exista aquí. Jamás conocí algo igual.
-Debe ser hermoso vivir como dice, pero ¿y no tienen riesgos...?
-Claro que si, pero la vida es eso, un bello riesgo que vale la pena afrontar ¿O no?. Ahora cuéntame tu como es eso que no existen hombres aquí. ¿Quiero suponer que alguna vez los hubo?
-Por supuesto. Pero todos murieron antes que yo naciera. Para serle sincero... usted es el primero que veo en mi vida.
-No. No es cierto...
-Si que lo es...
-Entonces no sabes lo que es enamorarte... ¿O si?
-Algo me dijeron. Dicen que se siente igual a como cuando uno está frente a un paisaje bellísimo.
-Digamos que si; algo parecido pero multiplicado por mil. ¿Y nunca sentiste rebeldía?, ó un llamado en tu cuerpo que fuera distinto a lo habitualmente sientes; una necesidad de cambiar esta rutina, de buscar nuevas sensaciones, avanzar... digo...
-A veces. Hubo una vez en que pensé lanzarme sola a descubrir que había detrás de tanta vegetación.
-Y que te lo impidió...

Nuevamente la anciana asomándose por la ventana, abruptamente interrumpió la charla que ya creía acabada entre ambos. Esta vez su mirada se tornó amenazadora, claramente intimidándola al silencio absoluto e inmediato. La reacción de Mailén esta vez fué drástica.

-Bueno, debo irme señor. Me esperan. Perdone usted. –y sin que Alcides pudiera retenerla, tomó al gato que dormía sobre un sillón y rápidamente se fue-

Muchas preguntas de las preguntas que quería hacerle quedaron sin respuesta ante la inoportuna llegada de esa mujer que parecía condicionar a las demás. ¿Por qué todas en la foto se veían iguales a pesar del paso del tiempo?. ¿Porqué Mailén era la única que se mantenía siempre joven? ¿Porqué su madre la tuvo después que desaparecieron todos los demás seres vivos en la aldea? ¿Qué hizo que únicamente sobrevivieran mujeres y ni siquiera los animales quedaran vivos. Las hiervas, los hongos, las cortezas, las raíces, el mortero y esa harina blanca y verdosa machacada en su interior, las ramas bajas de los árboles sin hojas, sus interpretaciones confusas, su desconocimiento a otras formas de vivir. Todo era muy extraño y Alcides Menditegui se propuso averiguarlo esa misma noche, cuando ella se durmiera, aun desconociendo donde lo hacía.
Llegada la medianoche Alcides salió por la ventana de su habitación a un techo lindante que desembocaba en un baldío. Cuando estaba por saltar a tierra firme, inmerso en la oscuridad que lo ocultaba, divisó al grupo de mujeres que caminando en silencio se juntaban frente a la capilla. Entre ellas estaba también Mailén. Sobre los tejados de varias de las viviendas los llamativos ojos de gatos pardos y grises se encendían como pequeños focos en la oscuridad. Ninguno maulló al verlo pero sorprendido fue testigo de como ante la orden de una de ellas a que no las siguieran, los felinos se mantuvieron quietos obedeciendo. Luego las vio salir juntas caminando siguiendo el sendero que pasaba frente al cementerio y que desembocaba en el pueblo que en el extremo opuesto suponía abandonado. Sigilosamente y a una distancia prudencial, Menditegui pudo seguirlas hasta que entraron a un granero que parecía no haber caído en el mismo abandono que las demás construcciones del poblado. Con exagerada precaución logró ubicarse detrás de la construcción y por la hendija de una tabla rota ver y oir lo que dentro ocurría.
-El hombre no puede permanecer aquí mas tiempo. Si no se va, debemos abandonarlo a su suerte en el sendero del monte. No hay otra salida. –dijo enfáticamente la mayor del grupo de mujeres-
-Es que se irá, me lo garantizó. –replicó Mailén-
-Cuando...
-Pasado mañana.
-Será demasiado tarde. Hoy mismo antes del mediodía es el plazo, de lo contrario con el almuerzo le mezclaras la pócima que ya sabes. No podemos correr riesgos.
-Pero...
-Pero nada. Claro, que si prefieres cargar con los años que detuvieron de ti los relojes, ya sabes lo que tienes que hacer.
-No sé. A veces me gustaría saber que hacer.
-Pues fíjate en nosotras. Quisiéramos pero ya no podemos volver atrás, sin embargo tu, si puedes mantenerse siempre así.
-Me gustaría encontrarle mayor sentido a no poder hacer algo distinto que no fuera siempre lo mismo, o perder ese prejuicio de no poder dar un paso adelante para experimentar algo desconocido y averiguar como es todo lo demás que existe fuera de aquí.
-¿Te has enamorado del extraño Mailén?
-Como voy a saberlo si nunca antes había visto a un hombre.
-Creí que ya lo habías aprendido. Él fue uno de los tantos culpables que exterminó a los de nuestra raza, por eso no llegaste a conocer a los nuestros. Dilo ¿Sientes algo por él?
-¡Oh no¡ Solo que me está pareciendo aburrido esto de cumplir siempre con la misma rutina, sin riesgos, sin aventuras, sin proyectos...
-Debes reprimir esos impulsos juveniles que tienes, ya se te pasarán. Te lo hemos dicho. Lo mejor para ti es esto.
-Yo no elegí esto.
-¿Esto? Deberías sentirte orgullosa de lo que eres; pero ya sabes, tu juventud te concede un privilegio que nosotras ya no tenemos, eres la única que si quiere puede renunciar. Nadie te lo impedirá, solo que si lo haces, tendrás para siempre negado el regreso y el tiempo empezará a correr para tí. Tu eliges...

Todas miraban a Mailén esperando una respuesta que no llegó. Solo atinó a bajar la vista y girándose, encabezar callada la fila que regreso prontamente a Los Tilos. Alcides para evitar ser visto logró adelantarse y espero en su habitación a que Mailén entrara en la posada para bajar y encararla.
-¿Qué significa todo esto? -le dijo-
-Que cosa señor.
-Te seguí Mailén, y escuché lo que hablaron en el establo.
-No debió hacerlo. Ese es nuestro secreto.
-¿Secreto?
-Debe irse de inmediato señor y olvidar lo que sabe.
-Si claro que lo haré, pero no sin averiguar antes que pasa en este pueblo y te advierto que no comeré ni beberé nada de lo que me ofrezcas.
Antes que pudiera darse vuelta al oír ruido detrás suyo, Alcides sintió un fuerte golpe sobre la nuca que lo hizo caer desvanecido.
A la mañana siguiente despertó en el monte bajo un árbol que no le permitía en absoluto moverse. Apenas si pudo quitarse algunas ramas que sobre el rostro le impedían ver el cielo. Se tocó la cabeza y descubrió sangre en su nuca y en un tronco donde parecía haber golpeado al caer. Permaneció así hasta casi la noche cuando un grupo de rastreadores finalmente lo encontró.
-Pero que fue lo que te pasó Alcides, hace tres días que estamos tras tu rastro y de no ser por tu caballo que regresó y nos guió hasta aquí, todavía te estaríamos buscando. –le preguntaron mientras unos levantaban el árbol y otros lo ayudaban a salir de debajo-
-No sé que estoy haciendo aquí, pero casi dos días estuve en un pueblo próximo donde pude comer y dormir.
Alcides notó que entre ellos se miraban. Sabía que ni él en boca de otro, hubiera creído en la existencia de algún pueblo dentro del monte y eso lo obligó a contar en detalles su aventura.
- Se llama Los Tilos, está entrando a monte tupido y hay solo mujeres que no usan ni relojes ni espejos y que no duermen nunca. Además, se mantienen siempre iguales, no envejecen, son inmortales, es increíble, créanme. Una de ellas, la única, es una muchacha muy bella que nunca había visto a un hombre hasta que llegué yo. Tienen que venir conmigo para darse cuenta de lo extraño que ese lugar. No hay un solo animal, ni caballos ni burros, ni perros, ni nada y en el cementerio todas las lápidas son de hombres y dicen 1825...
Antes de continuar Alcides cayó en la cuenta que ninguno estaba tomando por cierto lo que decía.
-Mirá Alcides, estuviste perdido en la tormenta casi cinco días y encima, para desgracia tuya, algún rayo te tiró este árbol encima. Deberías calmarte y esperar a reponerte para contarnos lo que pasó realmente, ¿no te parece?.
En ese momento recapacitó en lo imposible que se le tornaría lograr que le creyeran sin pruebas fehacientes que dieran por cierto sus dichos, por lo que optó en terminar por aceptar de mala gana que tal vez el golpe lo había perturbado.
-No es que no te creamos Alcides, pero hay cosas que no son fáciles de creer. Mirá, que tal si dentro de unos días volvemos con el viejo Lugurcio, que conoce este monte mas que nadie y le marcás el camino que hiciste, haber si encontramos ese pueblo que decís. -le habló el que llevaba las riendas del caballo donde Alcides viajaba en sus ancas -
-Está bien... lo hacemos. –le respondió Menditegui resignado-
Pasada una semana del episodio volvieron a reunirse, como lo habían previsto, con el definido propósito de esclarecer lo ocurrido. Para ello visitaron al mencionado Lugurcio Benavente, anciano rastreador que como nadie conocía el monte de tanto cruzarlo guiando el traslado de alimentos y personas de un pueblo a otro para ganar los días que se perdían yendo por el camino circundante. Lugurcio, popularmente conocido también como un gran inventor de historias cuando al anochecer, en las rondas de ginebra que después de trabajar reunía a los peones en el boliche del pueblo, negó primero que hubiera algún poblado ó que viviera alguien entre tanta vegetación salvaje. –Es imposible- dijo. –No hay agua ni lugar donde plantar una mísera planta que dé comida- afirmó reiteradas veces. Pero ante un dato que al pasar dejó escapar Alcides, (la fecha de las lápidas del cementerio, 1825) Lugurcio frunció el ceño y frotándose la frente admitió un: -Ahora que lo dice, puede que si exista ese lugar pero...-
-Pero qué... –lo presionó a continuar Alcides-
-En ese año, sé de una matanza de indígenas que hubo.
-Que pasó...
-El gobernador, a cambio de los terrenos que ocupaban en el llano, les ofreció a un grupo de indígenas a punto de extinguirse, el monte entero para que se dejaran de embromar y vivieran como se les antojara allí, así se los sacaba de encima y los metía en un territorio inútil para nosotros pero, como pretendían que fuera, exclusivo para ellos, por cierto mucho mayor del que tenían pero de poco valor para el gobierno por el estado salvaje en que ya desde aquel entonces estaba. Antes de aceptar decidieron explorarlo y así lo hicieron a lo largo de unos meses. Solo un sendero atravesaba el monte y es el que hasta hoy se usa como atajo para sortear el interminable camino que lleva por el llano hasta el ferrocarril. Después, como ustedes saben, todo es vegetación desmesurada, poblado de pumas y alimañas peligrosas, pero eso no era problema para ellos. Conscientes de que no tenían otra salida que aceptar, su mayor preocupación se concentró en hallar un llano apreciable para establecerse. Para ello recorrieron el monte de palmo a palmo, hasta que por fin y de manera casual encontraron una pequeña planicie tras los pantanos que les pareció ideal. Era como un oasis en medio de una selva salvaje y allí empezaron a construir sus viviendas. No eran mas de siete u ocho familias que vivían de trabajar la tierra y criar animales, suficiente según sus creencias, para estar en consonancia con la naturaleza. Pero la codicia de algunos del pueblo, no se los permitió. Enterados de que habían encontrado un oasis en el monte, varios hacendados de la zona no toleraron que los indígenas se apropiaran de algo, que por no haberlo ellos descubierto antes, dejaría de pertenecerles y decidieron tomar dominio de esa tierra de la peor manera que encontraron: eliminándolos. De la noche a la mañana les envenenaron el agua. Todo el que bebió de los estanques donde las almacenaban, en horas terminó muerto. Las mujeres que solo bebieron las que en toneles, un día antes de ser envenenadas tenían recogida para regar lo sembradíos en la mañana siguiente, fueron las únicas sobrevivientes. Los hombres que se habían quedado talando el lugar y cortando troncos para levantar sus viviendas, aparecieron por la noche muertos como moscas. Según cuentan, cuando las mujeres regresaron de los sembradíos a la caída de la tarde y descubrieron la manera dantesca en que habían sido eliminadas sus familias, sedientas de venganza urdieron un plan siniestro. Pacientemente después de tomar las pocas armas que tenían, aguardaron día y noche la llegada de los que sabían volverían para vanagloriarse de su éxito. Cuando al fin los vieron lentamente entrar al pueblo a caballo, salteando inmutables los cadáveres por la calle principal, se prepararon para ejecutar el ojo por ojo. Esperaron el momento en el que se detuvieran y sincronizadamente, sin darles tiempo a nada les descargaron con furia una lluvia interminable de balas que terminaron por acabar con la vida de todos. Solo uno y mal herido pudo antes de morir llegar a todo galope hasta el poblado y contarlo todo. Los soldados del fuerte rápidamente salieron en tropilla a enfrentarlas, pero al llegar misteriosamente habían desaparecido. Solo encontraron los cuerpos calcinados de los hacendados, ardiendo en una inmensa hoguera en el centro del pueblo. Las buscaron minuciosamente por todos sitios habidos y llegaron a la conclusión que sin caballos o burros que montar jamás podrían haber salido con vida del monte. Durante una semana entera rastrearon huellas, recorrieron los pantanos, no dejaron sitio sin revisar, pero nunca mas se supo que fue de ellas. Algunos dicen que eligieron refugiarse en lo alto de los árboles para que los soldados no las encontraran y que allí aprendieron a sobrevivir comiendo hiervas, hongos y la corteza de los mismos árboles, esperando que pasados los días cansados de buscarlas se fueran. Y así fue. Otros aseguran que el reloj que sobre una capilla pequeña anuncia las seis, lo detuvieron ex profeso para que por la eternidad quedara fija la hora en la que eligieron transformarse.
-Transformarse en qué... –preguntó Alcides intrigado-
-Bueno... Para buscar una explicación a lo ocurrido, popularmente se inventaron muchas historias. Una es que sabiendo que las buscarían por muchos días, antes de subir en los árboles, aprendieron a combinar todo tipo de hongos, cortezas, yuyos, hierbas, hojas, frutos, flores, musgos, algas, melazas, cactus, sabias, raíces, bulbos y cuanta cosa rara fuera alimenticia que les permitiera subsistir sin bajar. Un ejemplo de lo que digo es que a los animales muertos les faltaban las uñas y las orejas, que seguramente se las quitaron para molidas suplir la falta de calcio y fibras que padecerían. Hay otros que sostienen que pactaron con el diablo la matanza a cambio de la eternidad, por eso quemaron sus cuerpos. Lo cierto es que con el tiempo los comentarios fueron mayores y por temor nadie quiso volver al lugar. Comenzaron a llamarlas, “las brujas del monte” convencidos de que habían mutado a eso: “brujas”. No faltó tampoco quien asegurara que la venganza indígena se ensañaría con todo aquel que volviera a pasar por el lugar. Con el tiempo, la vegetación cubrió totalmente el sendero y supongo que en la actualidad todo se habrá transformado en una parte mas del agreste monte.
-No es así. Aun viven, yo las e visto, lo juro. Un sendero de tilos me llevó hasta allí.
-En el monte no hay tilos.
-Si que los hay y es más, le dan nombre al pueblo: Los Tilos.
-De donde sacó eso.
-Ellas me lo dijeron y además lo ví en una marca para animal: L y T
-Esas son las iniciales del pueblo que yo le menciono: Luyún Tulué y no Los Tilos como usted dice.
-No puede ser... ¿Se anima a llevarme hasta allí?
El anciano algo dubitativo, sacó en conclusión que a su edad poco podía perder yendo, y accedió no sin antes pedir que por lo menos diez hombres más lo acompañaran. –Yo no creo en brujas. -aseguró Lugurcio- Pero es mejor que seamos muchos, por las dudas-. Salieron de madrugada, en fila india y a caballo. Lugurcio marcaba el rumbo camino al monte, Alcides lo seguía en orden, atento a los lugares donde los hacía desviar en el sendero. Al cabo de seis horas de andar llegaron a un sitio del monte donde por la densa vegetación ya no podían avanzar más.
-¿Y ahora qué? Para llegar a Luyún Tulué hay que atravesar esto. -dijo Lugurcio señalando los matorrales- ¿Alguien sabe como lo vamos hacer?
-Si. –intervino Alcides- Recuerdo que el viento me llevó barranca abajo por ese sendero que muere en los pantanos. Lo seguí porque no tenía otra salida y unos metros antes fue que descubrí los tilos alineados y me guié por ellos para seguir adelante.
-Bueno, vamos entonces. Ahora es usted el que guía.
Tal como Alcides lo advirtió, antes de llegar al pantano vieron lo que ciertamente eran tilos, árboles nunca vistos en un monte. Coincidieron en reconocer que fueron deliberadamente traídos a la zona, seguramente plantados por los indígenas para guiarse si al alejarse del pequeño llano se perdían. A poco de atravesar el sendero que los árboles marcaban, llegaron al buscado pueblo abandonado, llamado Los Tilos o Luyún Tulué según quien lo citara primero, Alcides ó Lugurcio. Todo parecía estar dejado al abandono desde hacía décadas. Las construcciones de maderas se mostraban derruidas por el moho y la vegetación que dentro y fuera habían crecido desmesuradamente hacían inhabitable cualquiera de las casas. Las calles lejos de estar transitables, se veían cubiertas con restos de ramas y enormes bolas de yuyos que el viento traía y llevaba sin dirección fija. Una nube de tierra y polvo sumado a todo aquello, dejaban la impresión de un panorama desolado y tétrico donde nadie se animaba a suponer que alguien pudiera vivir allí. El reloj de la capilla ciertamente marcaba las seis como había dicho Alcides, pero el minutero no se movía contradiciendo su primera versión. Después de desmontar ingresaron a la hostería en la que también había dicho estar Menditegui. Tuvieron que derribar la puerta que semidestruida trababa la entrada desencajada del marco. Dentro solo telarañas, vidrios rotos y un excesivo olor a humedad hablaban del tiempo de abandono que tenía todo. Alcides contempló la escalera que desembocaba en la habitación donde había dormido y notó que le faltaban varios peldaños y que se hallaban rotos los pocos que le quedaban. No podía creer lo que estaba viendo. Corrió al cuarto donde estaban las fotos cubriendo la pared y al verlas respiró aliviado, aunque poco fue el tiempo de su alegría. A pesar de ser las mismas en ninguna figuraba Mailén ni las fechas que había mencionado. El minutero del reloj de la posada también estaba detenido y los espejos que había jurado no ver, estaban en su sitio pero rotos, tal vez producto de la intensa balacera que terminó destruyéndolos. En el establo encontraron la marca de animales con las iniciales L y T pero semidestruida por el óxido y el abandono.
-Ahí está... Esa marca sobre el tirante de madera; la hice yo. –dijo señalándola-
Pero nadie le creyó. Tenía la madera, viruta que se notaba desecha después de años de haberse quemado. Las Lápidas del cementerio estaban rotas como si alguien con una maza intencionalmente las hubiera destruido. El pueblo que había mencionado equidistante pero abandonado, había desaparecido como por arte de magia. Alcides caminó sobre el mismo terreno donde dijo estaba el granero de la discusión, sin encontrar ni una ruina que ratificara que realmente hubiera existido algo en ese sitio. Lo que alarmó a Lugurcio al extremo tal, de que temeroso propuso el regreso de inmediato, fue el encontrar muchos gatos merodeando en cada lugar que recorrian. Hasta vió como algunos afilándose las uñas, despellejaban las primeras ramas de los árboles casi dejándolos sin corteza.
-Ya es suficiente Alcides. Creo que tenemos que volver. Ya ve, aquí hace mas de un siglo por lo menos que no vive nadie, tal como le dije. –afirmó Lugurcio- Nada confirma lo que dijo. Volvámonos de una vez.
Resignado y soportando los compasivos pensamientos que sabía tenían sobre su versión, montó a caballo y lentamente con los demás emprendió el camino de regreso. Era el último de la fila y nadie se dió cuenta, cuando en más de una ocasión se giró, descreyendo aun que era cierto lo que había visto. Mas confundido que resignado, mientras pensativo buscaba una explicación a todo, misteriosamente escuchó a espaldas suyas un chistido. Al girarse, sentada sobre la rama de un árbol sin hojas, riéndose contenidamente y acariciando a su gata siamesa, como saliendo de la nada, inexplicablemente la vió. Era Mailén que luciendo ahora un sombrero de ala ancha y alto que terminaba en punta lo llamaba con una mano en alto. En un acto reflejo intentó alertar a los demás sobre su presencia, pero un segundo antes de hacerlo se contuvo suponiendo que ella no se dejaría ver ante los demás. Y así fué. No quería parpadear para retenerla en su retina, pero cuando no pudo mas y lo hizo, ya no la volvió a ver en la rama. Desde entonces, todos los días al caer la tarde, Alcides sale a caballo para luego perderse en la densa y oscura vegetación del monte, aventurándose a buscar solo, el insólito y remoto pueblo donde asegura haber estado durante dos días, convencido que lejos estaba de ser el que abandonado y destruido había recorrido días atrás con Lugurcio y los demás. Quizás podía entender como precisa la aseveración de que allí sin lugar a dudas, se había producido la matanza de 1825, pero en lo que seguro estaba se equivocaban, era en descreer que no pudiera existir otro pueblo idéntico a ese, construido intencionalmente con premura, en otro lugar del monte. Pronto la posibilidad de que Alcides hubiera enloquecido comenzó a instalarse en la comunidad y cobró mayor certeza cuando una mañana alarmados, ya no lo vieron regresar. Lo buscaron durante semanas, hasta que convencidos de no encontrarlo, lo dieron por muerto, devorado en la oscuridad por algún puma hambriento ó en un descuido tragado por el repugnante y mal olido pantano. Los comentarios sobre su historia se repitieron anecdóticamente durante meses hasta que un día, tal como se había ido, regresó, pero no solo. Entró una mañana en el pueblo cargando en las ancas de su caballo a una muchacha morena que aferrada a él por la cintura, maravillada todo en detalle lo contemplaba sonriendo feliz. Traía consigo una gata siamesa y cruzado en el pecho un bolso de cuero como único bagaje. Su pelo largo y lacio, flameaba suelto en el viento. Nadie se atrevió a preguntarle quien era y a nadie Alcides le mencionó que aquella mujer era Mailén, la mas joven y bella de las nefastamente llamadas “brujas del monte”, ahora ya con algunas canas recién nacidas sobre sus sienes y una que otra arruga en los pliegues de su cuello, justo debajo del mentón, pero que apenas si se le notaban. No hubo quien dudara que él mismo contaría, llegado el momento, donde había estado todo ese tiempo en que nadie daba un peso por su vida, aunque algunos íntimamente lo sospechaban. Como que también, porque muchos lo imaginaban, que la mujer que había traído consigo, no era ni mas ni menos, que una de las brujas de las que había dicho encontrar en el monte. Nadie se permitió la cortesía de aceptarla en la comunidad y mucho menos las mujeres que coléricamente organizaron una pueblada promoviendo quemarla viva para liberarse de los maleficios que traería su presencia. Pero todo quedó en la nada cuando ella misma enfrentó a la multitud asegurando ser una mujer común y corriente y que su magia, si la tenía, solo consistía en conocer los beneficios, que por su origen indígena sabía, resultaban de la mezcla de hierbas con algunos agregados. Aun así la indiferencia general no la abandonó y tuvo que acostumbrarse a vivir repudiada por algunos, ignorada por la mayoría y discriminada en general. Solo las más ancianas del pueblo, secretamente la visitaban para pedirle la ayuda de sus hierbas como último recurso, cuando los galenos no acertaban con la solución a sus males. Ella, tomaba entonces su bolso de cuero y eligiendo cuales, les decía como y con qué combinarlas para lograr la cura a sus padecimientos. A veces usaba uñas de gato molida, telarañas negras, cenizas de alas de murciélago, orín de rana, ojos secos de culebra, rabos de comadreja, dientes de lagartija, pelos de zorrino, esenciales según ella para la efectividad de sus fórmulas, aunque esto indujera al asco y al desconcierto entre las demandantes de su magia. Lo cierto es que poco a poco, los descreídos fueron reconociendo el éxito que lograban sus pócimas, devolviéndole por ello en principio, tímidamente el saludo hasta brindarle, por la demostrada efectividad de sus métodos curativos, el respeto que le habían negado. Aun así jamás se la consideró como una mas de la comunidad. Para todos, por mayor que fuera el mérito que lograra, jamás dejarían de considerarla una “bruja” con todas las letras, con la justificada acepción que pertenecía al bando de las buenas. En general los hombres se resistían a creer que tuviera facultades extra-terrenales. La veían como una mujer mas, algo rara pero mujer al fin, aunque hubo quienes por ser devotos creyentes de almas cautivas, fantasmas descabezados y de la temida magia negra, convencidos de su condición real de bruja, se persignaran cada vez que al paso se cruzaban con ella. Algunos minimizando esos temores difundían su teoría de que en el supuesto caso que fuera cierto su condición de hija de bruja, no tenía porque haber heredado las facultades de su madre. Lo cierto es que nunca se supo que tanto había de verdad y que de mentira sobre lo que decían de ella. Con Alcides tuvieron cuatro niñas, según cuentan, aparentemente normales, a no ser por las notables habilidades que desarrollaron. Por ejemplo, la de pasearse sobre las primeras ramas de los árboles sin sostenerse con la docilidad de quien lo hace sobre tierra firme ó extrañezas tales como, caminar bajo la lluvia sin mojarse ó de un salto caer de pie en la rama de un árbol descartando por innecesario hacer equilibrio para sostenerse ó en la mas pequeña de las niñas la llamativa facultad que tenía de correr en una habitación a oscuras sin tropezarse con nada aun cuando adrede se le incluyeran objetos pequeños en el piso. Solo cuando eran sorprendidas en esas acciones, sospechaban sobre si en realidad habían heredado la sangre bruja de su madre. Alcides terminó callando para siempre cómo había logrado convencer a Mailén de que renunciara a ese presente fácil que tenía en el monte para seguir el mandato de lo que deliberadamente sentía como un llamado de su destino. Algo que lógicamente ya todos sabemos, solo se permiten obedecer los que libres de culpas y arrepentimientos asumen la realidad de sentir como sienten.


Ronald Bergg, estudioso del tema, afirma que realmente existen las brujas, y que las hijas de Mailén y Alcides no fueron otras que: Nerina, que dominaba todo lo que fuera vegetal, Otissa que gobernaba a su placer las tormentas, Selís, dueña de una agilidad extranatural y Pulpita la menor que podía ver de noche como los gatos y caminar sin ahcer ruido alguno aunque paseara sobre un campo de hojas secas.
Asegura también que son miles y todas distintas y cada una nacida con una facultad diferente a la otra; que no son ni parecidas entre si; que las hay buenas, malas, feas, lindas y que no siempre se cumple que las buenas sean lindas y las malas feas. Que nunca fueron aceptadas en sociedad por no saber como distinguir unas de otras y por el temor que generaba desconocer el límite de sus poderes. Que debido a ello y a la marginación a la que fueron sometidas, debieron recluirse definitivamente en soledad, en montes, bosques, y lugares tétricos ocultos e intransitables para no ser perseguidas por el común de la gente que pretendía exterminarlas en una hoguera común. Que se marcharon un martes 13 y que debido a eso cada vez que se repite esa fecha, el temor a que regresen impera, atribuyendo en ese día todo lo malo que ocurra a un maleficio dejado implícitamente por ellas, para vengarse. Que antes de irse, confiaron a unas pocas “elegidas” (siempre mujeres) muchos de sus secretos, imponiéndolas como representantes ó discípulas de su magia. Hoy son reconocidas popularmente como “curanderas” y logrando (ellas si), la aceptación general por sus efectivas curas con cintas rojas, hilos, vinagres, tintas chinas, ventosas de azufre, inciensos, etc. a males ignorados por los médicos y clasificados por ellas mismas con apelativos tales como: mal de ojos, culebrilla, empacho, envidia, trabajos malignos y una infinidad más, la cual no vale la pena describir por lo sobradamente reconocidas que están hoy en la sociedad. A pesar de haber emigrado a otros sitios, las brujas dejaron como informador de lo que ocurra, (para no interrumpir el contacto), a varias de sus mascotas favoritas: los gatos pardos. Dicen también que entre ellas se prometieron protección mutua para evitar auto-extinguirse con el tiempo; que para lograrlo aceptaron obedecer códigos comunes cuando a la hora de enfrentarse, defiendan a rajatabla sus diferentes postulados, y que gracias a ellas y a sus discípulas le debemos hoy la equidad que entre nosotros, los normales, siempre reina entre el bien y el mal.

Texto agregado el 07-01-2011, y leído por 102 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
07-01-2011 EXCELENTE. APLAUSOS. RICO IDIOMA Y MAGNIFICA HILACIÓN. GRACIAS. luis daywaskya
 
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