Quizá en algún momento quise olvidar
que las burbujas de aire siempre quiebran:
dóciles e infantiles han de llegar
a ceder por el tiempo que desintegra.
Y así, cual videntes, vemos lo que ahora resta:
trozos meteóricos que colisionan,
por el ímpetu de la Tierra,
y, esparcidos por la vida,
se alejan prestos y sin vuelta.
Nadie advirtió de que crecer tuviese el color
de las amapolas marchitas,
que van tornándose cruentas;
y que se yerguen sobre un cielo apagado,
sin estrellas ni cometas.
Las constelaciones se forman en paz,
y los de abajo nos negamos a observarlas,
¿mientras nos consuele una mano en nuestra espalda,
qué importa lo que el firmamento narra?
Mas cuando las noches se pueden contar
de diez en diez, o de doce en doce,
crece la nostalgia de lo que creímos;
y cual niños reímos, al comprobar que de la infancia
acaso quedan roces.
La confianza entonces amarga nuestro paso,
y vocea que cómo pudimos creer en ella:
¡date cuenta, mujercita, que a juzgar por los abrazos,
poco ha de dejar eterna mella! |