Alice se impacientaba con el paso de los días. Deseaba fervientemente que llegase la Navidad para poder recibir así su regalo, ese que haría que ésta fuera diferente a las pocas navidades que había vivido anteriormente. Hacía tiempo que no se celebraba el entusiasmo de la paz hogareña y familiar de antaño en estas fechas, y todas sus ilusiones recaían ahora en saber si aquella deidad a la que llamaban Sant Nicolae atendería sus peticiones.
Pasaban las horas, los fríos blancos y monótonos, y todo se tornaba lento, aburrido. En los ojos de Alice podía verse el destello de la esperanza. Sabía que debía ser paciente, y su sonrisa afloraba ante la más mínima sospecha de que el Patrón de la Navidad sabría complacerla.
Los niños ya no salían a cantar a los portales vecinos, los dulces y manjares típicos habían quedado obsoletos, hacía siglos que nadie rememoraba el Nacimiento en los hogares. Y, aún así, sabía que todo aquello podía cambiar para ella, que su regalo podría reconciliarla con sus sueños.
Siguiendo la tradición de la que hablaban las leyendas, Alice se retiró temprano a su habitación, dejando algunos obsequios para Sant Nicolae. El cansancio la empujó a quedarse dormida casi de inmediato, con las figuraciones del día siguiente suspendidas entre los párpados mientras escuchaba pisadas sordas en la estancia contigua.
“Olvidado Sant Nicolae, no te diré por qué merezco o no lo que te pido, pues todo lo ves desde tu trono nevado. Me limito a pedirte lo que sería mi mejor, mi único, regalo navideño: quiero ver, aunque sea por última vez, el mundo como era, como lo recuerdo: lleno de vida y belleza. No quiero grises eternos y nieves insondables. Quiero el calor y color que aún veo en mis sueños.
Agradecida,
Alice.”
Un tímido rayo de sol fugado la despertó. Se envolvió en la bata y dirigió sus pasos al salón, con una sonrisa impaciente. El extraño objeto la esperaba, brillante, sobre la mesita de cristal. Lo tomó entre sus manos y dando gracias en voz alta lo llevó a su ojo izquierdo, asentándolo entre las profundas arrugas que lo enmarcaban. Una lágrima de cristal apareció cuando miró a través de aquel magnífico caleidoscopio, que le permitía observar el Mundo como lo recordaba, como era en realidad, lleno de magia y tonalidades vivas, y no esa especie de fantasía de inviernos muertos que le había tocado vivir todos esos años. Alice respiró hondo y se llenó los pulmones del aire envenenado por última vez antes de salir corriendo una vez más tras aquel fascinante conejo.
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