Llevaba tiempo sentado en la playa cuando divisé a lo lejos una muchedumbre de personas, un grupo humano de más o menos treinta personas.
- ¿Vienen hacía mí?
Conforme se acercaban por la orilla, podía ver sus rostros, sus gestos, sus vestidos con mayor detalle. Eran ropas de pescadores con gorros bastante grandes. El gesto en su rostro no era muy amable.
- ¿Qué querrán?
Cada vez se acercaban más y más. Me levanté por que el miedo empezó a apoderarse de mí.
- ¿Eres el cartero que viene del otro lado del mar? – preguntó uno de ellos, con un tono de molestia e incomodidad. No sabía qué responder.
Se adelantó otro pescador, un joven y me preguntó si yo había venido del otro lado de la orilla.
Ante la ansiedad que veía en esos hombres, les dije que sí. El primer pescador que habló me pidió que los acompañe mientras los demás hombres me cercaron, sin dejarme otra opción que ir dónde ellos quisieran.
Caminamos en silencio durante unos quince minutos. De rato en rato volteaba para ver si mi maleta seguía en el mismo lugar o lo traía uno de los pescadores porque no me dejaron levantarlo. Ellos me empujaban cada vez que volteaba, era difícil ver bajo esa situación.
Llegamos a la entrada de lo que parecía un pueblo en medio del bosque. La entrada eran dos troncos muy gruesos y bien clavados en la tierra. Había un camino hecho de troncos más delgados que las columnas de la entrada, puestas una después de otra, en forma de escalera. Poco a poco se perdía el horizonte y la playa a nuestras espaldas y la oscuridad del bosque no atrapaba. Un pequeño pueblo se dejaba ver al otro lado pero aún no se podía distinguir todo aquello que había.
- Ya vamos a llegar viajero – dijo uno de los pescadores. Sólo pude asentir.
A unos pocos minutos y después de bajar por unas rampas, me llevaron a los que era la casa más grande del pueblo, justo en el centro de todo lo que parecía, estando ya abajo, ser un valle, rodeado no por montañas, por lo menos no por montañas a secas, sino por montañas llevas a árboles de diversas alturas, grosores y colores.
- Jefe, este es el viajero que llegó del otro lado de la orilla – dijo el mismo pescador que me hablo por primera vez. El jefe, que estaba sentado sobre unas hojas secas, que parecían de un árbol de plátanos.
- Siéntate viajero
- ¿Qué es lo que desean? – pregunté, sin hacerle caso a su orden.
- Dije que se siente viajero-. Me senté.
- Queremos ir a la otra orilla, qué debemos hacer- me preguntó.
- ¿Acaso no puede usar uno de sus barcos para zarpar al otro lado? – les dije. El jefe se molestó. Dijo que habían intentado eso muchas veces pero muy pocos habían vuelto y los que volvieron estaban asustados, dijo que tuvieron que aislarlos en una finca a dos días de viaje, con dirección a la casa del sol.
- ¿Para qué quieren irse? – pregunté. Me calló. –Queremos conocer otros lugares pues la selva no sirve para que mejoremos- dijo con un tono de tristeza. Pidió a los demás pescadores que salgan de la habitación. – No somos de aquí, estamos varados en estas cosas por mucho tiempo, hubieron muchas generaciones ya en este lugar, es hora de volver a casa- dijo con algo de molestia y esperanza.
- Pero si llegaron aquí desde hace muchos años, al punto que los primeros de ustedes están muertos… ustedes no están varados, ustedes están ya en casa – le dije.
- Queremos regresar del lugar donde provenimos.
- Eso será muy difícil
- ¿Por qué?
-Por que no sé cómo llegué aquí, simplemente desperté en la orilla.
- Estamos perdidos entonces.
- Sí, creo que todos estamos perdidos. ¿Intentaron caminar por la orilla para saber a dónde llegan?
- Sí
- ¿Y qué pasó?
- Hemos llegado siempre al mismo punto
- Lo han intentado varias veces creo… entonces, están en una isla.
- ¿Tú crees eso viajero?... ¿Qué es una isla?
- Sí, una isla es donde ustedes están: un pedazo de tierra sobre la masa de agua.
- Tenemos que regresar al otro lado de la orilla.
- Hagan un barco más grandes, con postes, con velas que puedan manejar y dirigir el viento.
- ¿Servirá?
- Estoy seguro que sí- dije.
- Miguel, es hora de almorzar, ven pronto- dijo su mamá. Miguel dejó sus juguetes en mitad de la aventura. Bajó por las escaleras hacia la cocina. Sus muñecos seguían varados en la isla que estaba sobre su escritorio, y mejor que no intentaran llegar al otro lado de la orilla por que encontrar el peor temor para un juguete, el que fuera: el tacho de basura.
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