EL PAREDÓN
A pesar de las condiciones que enfrentaba en ese crucial momento no estaba ni remotamente cercano al temor o a la desesperación. Más que eso, como protegido por una presencia de ánimo que superaba en mucho los innumerables maltratos y las vejaciones que había padecido, se sentía invadido por una quietud que contradecía a todas luces su desolación. Era un raro equilibrio de abandono y aceptación que le proporcionaba las fuerzas y el coraje necesarios para seguir soportando todo sin tener que humillarse ante el poder que lo destruía.
Estaba golpeado por las heridas, por el acoso de las pasadas semanas y por el cansancio acumulado durante los días de aquel encierro que hacía sólo unos minutos había llegado a su fin. Pero no, no sentía miedo. Simplemente esperaba. Y así, a solas, en aquella explanada anteriormente conocida por haberse paseado por ella cuando estuvo apoyado por la misma fuerza que ahora lo aniquilaba, ya no se vanagloriaba de lo que había soñado y hecho en el pasado. Todo le parecía trivial y vacío. Su bagaje de acciones y temeridades en los tiempos que vivió aferrado a los ideales de la Revolución, que en ese pasado reciente fuera su mayor orgullo, estaba marchito y borrado. Ya ese pasado no tenía la menor importancia, ni para él, ni para nadie.
Cuando abrieron la reja y lo sacaron de la celda, abandonando la humedad y la penumbra de aquella prisión soterrada entre los muros centenarios de la antigua fortaleza española, ubicada a la entrada de la bahía, estaba tan frágil y deshecho que apenas pudo dar los primeros pasos por el pasillo de adoquines resbaladizos de la galería que lo llevaría al aire puro del exterior. Sólo escuchaba entre las sombras las voces de despedida de los compañeros que en sus calabozos, harapientos, barbudos, enfermos y en hambruna sin misericordia alguna, cumplían largas sentencias o esperaban su turno para andar aquel camino final que él recorría en ese momento. Por su debilidad, casi tuvieron que arrastrarlo para subir los dos niveles de escaleras que le llevaron al espacio de la noche en que se encontraba. Cuando llegó arriba, a la explanada, la brisa fresca del mar lo reanimó un poco. Pero ya a solas, atado fuertemente de pies y manos, tirado en el suelo, posiblemente olvidado de todos, se recordó y se hizo responsable de ese instante fatal. A duras penas pudo estirarse y sentarse para escudriñar la oscuridad. Sintió que quizá su único deseo en ese momento era saborear un buen café y fumarse un cigarrillo.
Y en su silencio, sabiéndose cercano a su final, supo que nada de lo ocurrido en su vida pudo haber tenido otro desenlace. Y esa conciencia de entendimiento, ese saber el porqué que le corría por las venas, era lo que en realidad le sostenía en aquella calma que experimentaba. No, no estaba desesperado, ni temeroso. Tan sólo temblaba de debilidad. La muerte, presente sin remedio en el elevado patio de fusilamientos, se había convertido en su interior en una salida y una liberación que no le hacía renegar de estar vencido y a solas frente a la enorme pared. Las frustraciones, sus sentimientos de culpabilidad y las penas que destruyeron su ánimo por haber sido partícipe de todo aquello que arrasaba con el país, fueron más dolorosas y acendradas que la amenaza que pudieran representar cientos de pelotones y miles de paredes como aquélla. Y, además, estaba demasiado cansado. Cansado de todo. Ya nada le importaba.
Pero, como si estuviese frente a su propia existencia, pudo ver que su devenir estuvo prefijado por el ambiente que desde la niñez existió a su alrededor. Y sintió en el recuerdo las impresiones que le causaron las decenas de visitantes que durante años se presentaban en su casa para permanecer muchas veces hasta el amanecer en infinitas tertulias alrededor de su padre. En ese momento pensaba que quizás para la mayoría de esos personajes que llegaron y desaparecieron como enigmas de su sentir de niño, en otros tiempos de turbulencias nacionales, habría habido una existencia y un final similares al suyo, con otros dictadores, con otras ideas, con otros sueños, terminando posiblemente ametrallados en las calles o pudriéndose en las cárceles. Después aprendió de las traiciones y los peligros a que conducían el enfrentamiento y la clandestinidad.
Sí, no había lugar a dudas, todo, desde el primer respirar hasta el último ya tan cercano, había sido un adelanto de su propio destino. Y recorriendo los caminos de esos trances de arrojos y dificultades, también aceptó que en esa lucha tan sólo había recibido los golpes del resquebrajamiento y las renuncias. En esos tiempos, en las luchas, por dondequiera que anduviese, siempre perseguido y señalado, su vida había sido un infierno de cubiles y de angustias para no ser atrapado y para no sucumbir ante la fuerza y el odio de sus posibles captores. Pero más tarde, desde que se enfrentó a lo que él mismo había ayudado a construir, su destino se había decidido. Sí, contra la Revolución todo era diferente y mil veces más peligroso. Desde hacía varios meses, antes de caer prisionero, el mundo entero se había convertido en algo muy distinto para él. El desaliento lo consumía. No tenía el empuje de antes. Ya no era el mismo que se había enfrentado a la Dictadura de Batista. Estaba vacío, seco, internamente carente de verdaderos deseos. Luchaba, sí, pero acorralado entre su desconfianza y sus fracasos anteriores y con ganas de alejarse del mundo hasta desaparecer sin dejar un sólo rastro.
Y más que unos pocos meses, hacía casi un año que esos sentimientos de prisión íntima eran mucho más fuertes que su voluntad de continuar en aquella infructuosa pugna. Y echado allí, a solas, sabiéndose perdido, sin la magia que la importancia de vivir puede hincar en las venas, sucio y herido brutalmente, era simplemente un nombre más que esperaba su turno dentro de una lista de prisioneros condenados a morir. Para el nuevo régimen él se había convertido en un algo sin importancia que muy pronto quedaría tachado y olvidado para siempre, sin pena, sin gloria. Y pensó, con vergüenza de sí mismo, que aquella pared de manchas y oquedades explotadas en sequedad de sangre que se levantaba a sus espaldas, soporte y fin de miles de impactos, era el nuevo símbolo de la Justicia. Se volteó y se arrastró hasta ella para rozar levemente la fría piedra con las manos, sintiendo su aspereza disminuida por la presencia del cernido de la noche y por las cuerdas que lo ataban. Constituía en su solidez de recuerdo colonial lo innombrable, lo vergonzoso, el final que estremecía de miedo al país entero: el paredón.
Y revivió la escena de su propia sentencia y condena a muerte, emitida por un tribunal improvisado y presidido por un esquelético oficial nombrado a dedo. Este simple miliciano convertido en Capitán y verdugo, de voz tan agria y hostil, y los otros dos oscuros personajes que le acompañaban, determinaron el final de sus andanzas y respiros en una payasada de juicio. Sí, frente a la silenciosa pared terminaba todo. Allí moriría en un instante anónimo y oculto. Imaginó que quizá miles de gemidos deambulaban callados por la oscuridad de su alrededor, como testimonio y conciencia de otras noches como aquélla, que era suya, vividas por los que cayeron antes que él. Noches horrendas convertidas en espacios de esperas bien espesas para que el plomo avanzara entre su seno sin obstáculo alguno. Pero ya nada le importaba. En ese momento, con el creciente pesar de los recuerdos, al borde del abismo, todo lo anhelado y lo vivido parecía haber sido una equivocación. De poco había valido tanta entrega.
Así, en la tristeza de su casa, recordaba que nada consolaría la muerte de su hermano mayor durante la Dictadura, el más puro de todos, con la hermosura de su integridad, balaceado en La Habana durante una manifestación estudiantil después de haber sido apresado y torturado en varias ocasiones. Y más tarde, su turno, siempre a medio andar entre las guerrillas urbanas y las montañas, padeciendo la mordida del hambre y la locura de fiebres recurrentes contraídas en los montes y las cuevas, batallando sin respiro, sintiendo como propios el precipitar y la muerte de los que compartían con él aquella lucha. Porque allí, en ese patio, de nuevo regresando al paredón, le había tocado una vez más la peor parte. Allí se encontraba, hecho un pingajo, en su terrible noche, apenas sostenido por un latir que no quería resistir ni ir más allá, sintiendo el escozor del rostro y el costado quemados, con un brazo deshecho, con el dolor lacerante en las piernas y las muñecas maltratadas por las finas cuerdas que casi lo inmovilizaban.
Sí, aquel era su destino, no encontrar jamás la tranquilidad y estar siempre a solas, dando manotazos entre la vida y la muerte, esperando un desenlace que siempre sería peor a lo vivido. No podía ni siquiera imaginarse el amanecer que no alcanzaría ver sobre el horizonte que frente a su mirada le era negado por los muros y las tinieblas. Y su cuerpo ya no daba para más. Un error, un mínimo contacto, un roce de finísimos cables en una fracción de segundo de vacío mental, y la explosión le había dejado medio muerto en la sala de máquinas del inmenso Central azucarero que era el principal y último objetivo de sus acciones de sabotaje. Era su décima bomba. De allí lo habían sacado a rastras, ensangrentado y apenas consciente, con los oídos apagados en un torbellino enloquecedor y respirando en ahogos por la boca quemada. Sin asistencia alguna, viendo su propio palpitar entre la sangre y las entrañas que se le revolvían, lo habían conducido a la carrera hasta aquella fortaleza, donde sería fusilado en esa interminable madrugada. Y todo por volver a empezar.
Y pensando hasta el cansancio, iba más atrás, reconstruía las acciones inútiles y las ilusiones deshechas desde los primeros hasta los últimos días de la Revolución. Podía revivir en ellos la presencia a su alrededor de los más amados amigos, en lo mejor de la vida, sonrientes aún ante el peligro, en cierta manera felices de participar en la contienda, terminando la mayoría de ellos en la tumba, en las prisiones o en el exilio. Ahora podía reconocer y ver de qué manera él y los demás fueron utilizados como estúpidos fantoches. Sí, sin lugar a dudas, todos, ciegos, habían sido engañados y traicionados. Y aquel enorme paredón era la culminación de miles de sueños. Desilusionado, prácticamente lo único que deseaba era llegar a un final. Así, para él, como colofón, sin extrañeza ni temor, sólo quedaba el estar allí en aquella espera.
La sombra en derredor, cual manto de luto, se recrudecía en la negrura de una noche plena de estrellas ante la ausencia de la luna. Y podía escuchar al mar rompiéndose contra los peñascos cercanos y sostenedores del castillo inmenso y varias veces centenario, con sus paneles de musgosas celdas, con aquel patio superior donde la muerte era la dueña del pensamiento. Y por un momento le llegó la imagen de ese fortín cuando tiempo atrás él lo veía desde la otra orilla de la bahía. Se recordaba por allí, por aquel otro lado, deambulando por el Malecón de La Habana, con las manos en los bolsillos vacíos hasta de las más míseras monedas, despreocupadamente, soñando con novias y riquezas. En aquellos tiempos podía pasar horas viendo el rompimiento de las olas recostado contra el muro que parecía indestructible en su pasado y añoranza de cañones y conquistadores. Y abriéndose otra herida, más aguda y más profunda al adentrar su alma en las evocaciones de esa época, pensó en lo lejano de la niñez y la juventud vividas junto a sus padres. Y sintió la importancia de lo perdido. Y se imaginó el dolor que les había causado con sus sueños y locuras.
Y rechazando y huyendo de esa realidad de carencias y despojos, renaciendo en su propio daño, regresaba a su presente. No quería pensar en sus padres. Estaba convencido que bien caro ya había pagado los errores cometidos con sus actuales y pasadas miserias. Y hubiera querido comunicárselo al mundo entero con un grito liberador de arrepentimiento que clamase por un perdón y que saliendo al espacio desde aquella plazoleta de muerte llenase todos los oídos. Pero, como siempre sucedía, llegaba tarde y no había corazones ni almas que sintiendo sus latidos y miserias pudieran oír y conocer de su arrepentimiento. Ya nada valía la pena.
Y escuchando los preparativos que se movían en la oscuridad, oyendo pasos deslizantes sobre la arenilla del patio y las aceras que lo enmarcaban, sintió como nunca antes la presencia de la muerte. Y entonces supo de la nulidad de su vida. Y ya al final, en un cerrar de sentimientos, latiendo en cada poro su destino, terminó pensando en ella. La sintió como una fuerza que penetraba hasta lo más profundo de su alma, con la mayor pasión y ternura imaginables, con el dolor más acendrado y presente que lo que pudiesen sumar miles de heridas y millones de otros recuerdos y paredones. Ella, única, valiente, entregada sin exigir nada a cambio, siempre dispuesta, siempre hermosa. Su mujer, su joven amante inigualable, su compañera, apretada hasta las lágrimas en su propio sacrificio y con una madurez que no conocía de reproches ni de negativas. Ella, lo mejor de su vida, siempre presente para seguirle hombro con hombro junto a sus locas ideas y renuncias. Nunca más la vería. Nunca más la abrazaría contra su pecho para sentir su respirar y para besarla y quererla en suavidad con toda la intensidad de sus sentimientos. Jamás volvería a consumirse en las sacudidas del placer en aquel cuerpo que ella le entregaba suave y ardientemente, aceptándolo entre sus pechos generosos y las redes de su vientre tibio y sediento. Ella, la que sabía desplazarse como nadie entre el gozo, la serenidad y el arrojo. Ella, que como ninguna otra persona no conocía la traición. Sí, podía sentirla en cada parte de su cuerpo y de su sangre, adentrándose con sutileza sin par en aquel amor que se agigantaba en ese momento cuando ya no tenía alientos ni esperanzas. Y entonces, y sólo entonces, pensando en ella, y sintiéndola como nunca antes, se permitió derrumbarse y pudo sollozar suavemente en un frágil desplome que fluía sin resistencia alguna. Se abandonó para que unas lágrimas sin gemidos rodaran en alivio y pena ante tanto infortunio de aquel vivir sin sentido que él mismo había construido. Ella, lo sabía mejor que nadie, se había quedado también en la vacuidad de las pérdidas, sin sueños, envuelta en soledad, defraudada, cada día más triste y desconocida de sí misma. Sí, todo había terminado.
Cuando lo levantaron, le aflojaron las cuerdas de los tobillos para que pudiera sostenerse contra la pared. Y no quiso la venda. Y no respondió a lo que cínicamente y entre risas burlonas le preguntaron para insultarlo aún más. Casi no lo escuchó. Quedó cegado por unas luces que aparecieron de la nada. Y sólo vislumbró, y apenas llegó a ver frente a él, con sus uniformes borrosos y distantes, con una visión de tristeza y sin asomo de miedo alguno, a los cinco milicianos con sus cinco rifles que un instante después le apuntaban y esperaban al unísono la voz que habría de ser definitiva. Sintió en la espalda el frío y la aspereza penetrantes de la pared al recostarse en abandono y lasitud contra ella. Pero no llegó a cerrar los ojos ni a pronunciar las palabras que a sí mismo y a su propio destino quiso decir en despedida.
En la madrugada, compactándose en la voz de la fuerza y del espanto más canalla, el sordo y múltiple disparo se adueñó del espacio en violencia y explosión para hacerle estallar el pecho y la cabeza entera. El estallido avanzó hasta llegar a las celdas y penetrar cual latigazo en cada compañero de cárcel y tortura y en todo corazón despierto e insomne de aquella noche alucinante. Y entonces, tras la rasgadura de la muerte, el aire se abrió en ahogos y gemidos para llenar espacios y acrecentar mensajes de maldades e injusticias. Y en la imagen y el ensueño de otro mundo que supiese de tanta maldad, un niño que corría y jugaba alegremente soñando su futuro, se transformó en un joven mutilado cayendo por un pozo sin luz, con el cráneo estallándole en pedazos. Y la Naturaleza se revolvió, las aves invisibles se borraron de colores y se alejaron emitiendo chillidos llenos de terror, renegando enloquecidas de plumas y de cantos y de vientos al volar en caóticas direcciones. El mar se desató en bramidos de violencias y furores y en arrebatos de frenéticas espumas contra las rocas y la fortaleza entera. Las novias más amadas no volvieron a reír y vistieron de negro corazones y sueños. Los hijos más queridos no corrieron nunca más al regazo de sus madres donde encontraban caricias que terminaron ahogadas en las agujas del dolor. Y el mundo entero, con lo poco de sensatez y de nobleza que hay en él, se estremeció hasta las raíces para estallar en el ardor de un llanto incontenible. Sí, todos habían sido traicionados. Y los rifles, fríos, ciegos y terribles, en manos de la perversidad más abusiva, volvieron a cargarse.
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