LA PIPA.
Parado en el portal de la casa, con los brazos cruzados sobre el pecho desnudo, observaba los arreglos que tres hombres hacían en el pequeño cuchillo de tierra que se formaba en la esquina del cruce de dos vías al otro lado de la calle. Después de haber pasado el supuesto día libre realizando los mal llamados Trabajos Voluntarios en la fábrica de cables donde laboraba desde hacía más de diez años, a la salida del pueblo, le gustaba salir al portal sin hacer otra cosa que observar la calle y saludar a los que pasaban por el frente. Vio como del poste de la luz, en toda la punta del terraplén, los hombres colgaron un altoparlante que anunciaba música y bulla por el resto de la tarde y de la noche entera. Hasta la casa, pasando junto a él con la cabeza gacha como para no mirarle a la cara, uno de los hombres llevó un largo cable que atravesaba la calle para tomar la corriente eléctrica necesaria para el equipo de sonido y para la improvisada iluminación. Lo enchufaron en el tomacorriente del propio portal, en la pared externa de la sala, donde él solía sentarse en las tardes frente a un ventilador en los días más calurosos para simplemente ver el paso del vecindario. Tenía que permitirlo. Caminó hasta la habitación y se puso la camisa. Recién se había bañado y ya estaba sudando. Afuera, escuchaba a los hombres que se reían y comentaban de él y de su familia casi a gritos. En voz baja le dijo a su mujer que se acomodara y preparara al niño para salir porque tendrían otro largo domingo por delante. Música a todo dar hasta pasada la medianoche. Y borracheras, y gritos, y groserías, y relajo sin límites. Más de uno vendría a pedir el baño para orinar si acaso ellos se quedaban en la casa. Y tendrían también que permitirlo, sin poner mala cara, sin objeciones, porque ya estaban demasiado señalados ante los intransigentes del Comité de Defensa de la Revolución. No podían tener más inconvenientes. Esa era una muy buena razón para salir temprano de la casa. Cuando llegó el desvencijado camión con la pipa cargada de cerveza rebajada con agua, recibida con ansiedad y satisfacción, ya ellos estaban casi listos para salir a la calle y el gentío estaba listo para empezar la fiesta. Su mujer estaba terminando de alistar al niño. Se irían adonde su hermano, en el otro extremo del pueblo. Quince minutos después, cuando los tres salieron al portal, todas las miradas de los presentes en la calle los fueron fusilando sin compasión. Cerró la pequeña reja de metal que separaba el portal de la acera y emprendieron el camino de aquella salida que no era otra cosa que una huída. Se fueron alejando lentamente, sintiendo el peso de aquel odio sobre sus espaldas. Los hombres sin camisa y las mujeres con sus ropas ajustadas de licra que marcaban lo poco o mucho que tenían, rodeaban la pipa con su algarabía, con los jarros llenos de cerveza en las manos y moviéndose groseramente al ritmo de la música que ya sonaba a todo dar. Pronto, más de una estaría con las tetas afuera. Y más de uno de ellos orinaría tras unos arbustos cercanos, simulando ocultarse, pero al rato lo harían en plena calle. Bebían chapuceramente, con la cerveza chorreando de los labios y levantando los jarros, señalándolos y burlándose de ellos, remedándolos como si fuesen señoritas finas y respingadas. Les silbaban, les hacían gestos obscenos, los odiaban. El alcohol les extraía a todos sus deseos e instintos de hacer daño. Mientras caminaban, tensos e impotentes, sin atreverse a mirar hacia atrás, escuchaban los insultos y las amenazas más virulentas. Ante aquella vulgaridad no podían hacer otra cosa que alejarse en silencio. Al final, casi al llegar a la otra esquina, apenas dibujados en la oscuridad, oían cuando les gritaban que estaban criando a un afeminado y traidor mariconcito y que eran unos sucios gusanos enemigos de la Revolución. El niño, de la mano de su madre, mirando hacia ella y hacia atrás con sus ojos asustados, tropezando con los huecos de la calle, los acompañaba sin entender nada. La música se escuchaba en varias cuadras a la redonda.
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