La última vez que vi mi cara no fue un espectáculo muy alentador. El espejo estaba sucio con manchas de pasta dental y los dedos de un niño marcados en el vidrio. Estaba empañado en mugre. Pero tras esa suciedad había otra aún mayor. Una que había caído en manos de promesas falsas y de ilusiones que creyó verdades. Esa cara, crédula e inocente, era la mía.
Los ojos a media asta delataban el duelo y la boca semiabierta delataba mi falta de aire. La barba espesa demostraba que el interés por mi se había perdido hace varios días. El pelo, sucio y sin amarrar, se dejaba caer en mis hombros. Supongo que estaba perdido en la inmensidad de mi melancolía y en el horizonte sin fin del espejo.
Reaccioné por unos segundos y aspiré profundo. Fue como dar a mis pulmones un viento de tsunami. Ni siquiera levanté mis hombros al respirar. Mi nariz y su respirar automático me mantenían con vida. Cuando quise apoyar mis manos en el espejo, se resbalaron. Mi fuerza no alcanzó a mantenerlas firme. Cayeron lentamente dejando en el vidrio líneas de mugre que hicieron más borrosa mi cara.
Recordé momentos felices y sonreí. Aquellos que me daban satisfacción. Aquellos de los cuales me enorgullecí alguna vez. Cuando saltaba en un escenario, guitarra en mano, tocando el grunge con mis amigos. Cuando le gritaba desaforadamente al mar y a sus olas. Cuando estuve bajo en abrigo de una mujer. Cuando esa calidez llegó a mis venas e hizo circular más rápido la sangre que fluye en ellas. Cuando de un momento a otro vi como uno de mis amigos le doblaba la mano al destino y despertaba de una muerte segura. Cuando cada una de mis sonrisas declaraba el momento más grato de mi vida.
Pero el espejo estaba allí, y al frente no había una persona feliz. Por el contrario, había, como dije, un infeliz. Un infeliz que en ese momento estaba ligado a los recuerdos más amargos de su vida. Después de todo el espejo nos muestra todo lo que somos, sin distinguir sentimientos. Y esta vez el espejo estaba sucio, enmugrecido.
Y comencé a recordar lo que hacía a mi corazón sangrar. Aquellas notas nostálgicas de la
última canción que hicimos sonar como grupo, cuando se nos acabó el grunge. Aquel grito sordo que lanzó mi garganta afónica de tanto insultar al mar. Recordé aquella soledad que cobija mi corazón, después de perder a la mujer que enseñó a amar. Después de perder el abrigo femenino que me daba calor y me subía al cielo con las alas de un amor naciente, y que de pronto se estrelló en el suelo. Recordé la agónica vida de un amigo, que aunque le ganó a la muerte, yace postrado en su cama. Él ya olvidó que el mundo tiene un sol. Me desangré pensando que la represa de cemento que construí en mi pecho para aguantar mis lágrimas no pudo resistir más. Y lloré. Lloré pensando en todo lo amargo que es necesario sentir para alcanzar lo dulce. Lloré en nombre de la muerte, de la rabia, del dolor, del amor, de la angustia, de un corazón destrozado, de la impotencia, de todos aquellos sentimientos que hacen llorar a un humano. Todos de un golpe.
Y me di cuenta que yo ya casi caía al suelo, desfallecido. Mis pulmones lanzabas gritos angustiosos. Y mire al frente. Y vi el espejo. Y el seguía ahí. Fijo, sucio, como si sus ojos no se compadecieran nunca de mí. Como si mi presencia le resultara indiferente. Estaba manchado como yo, enmugrecido como yo. Pero, seguramente no sentía como yo. Él no sentía. No sintió ni sentirá jamás lo que yo sentí. Sólo estaba ahí para mostrarme quién soy. La mierda y el encanto que soy. El espejo no mata ni hiere. Sólo muestra lo que vemos. El espejo ayer estaba sucio y me mostró sólo la suciedad que hay en mi. Hoy lo limpié y me miro en él….sonriendo.
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