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EL REGRESO.





Mayra, recién he regresado. Y del aeropuerto he venido directamente hasta aquí. Ha sido una larga ausencia, casi toda una vida, pero no soportaba más la lejanía de este exilio que sólo me ha dado amarguras y abandonos desde el mismo momento en que partí hacia el extranjero. Y me he presentado con el cabello inundado de canas y el espíritu prácticamente derrotado después de recorrer miles de caminos. Esta separación la he vivido anhelando cada día despertar ante una nueva luz, esperando una noticia de alivio que abriese para siempre las puertas del regreso definitivo. Por más de cuarenta años he sobrevivido en tierras extrañas, como un remedo de lo que fui, entre personas que no podían o no querían entender nuestra tragedia.
Y al fin me permitieron venir, sólo por un tiempo breve, como si fuese un despreciable traidor a quien miran con rencor bajo el silencio y la agudeza de las recriminaciones más soslayadas. Pero no importa, puedo soportarlo, porque lo hice por ti, tan sólo por ti he regresado. Y te repito, ya no soy ni remotamente parecido al de aquellos tiempos en que compartíamos nuestro humilde ambiente pueblerino. El tiempo y la tristeza me han vencido. Tú, naturalmente, nunca lo supiste, pero poco después de perderte salí del país con el corazón deshecho, alejándome a la fuerza de nuestra querencia y de todo aquello que tanto amé. Y he dado tumbos hasta casi tocar los límites del aburrimiento del vivir. Y la fuente de las ilusiones está extinguida. En ella tan sólo quedas tú, con tu presencia de recuerdo incólume, como siempre has estado y como siempre estarás. Frente a esto, el pozo anidado de los desencantos sí parece ser insaciable en su profundidad.
Y estoy cansado, muy cansado. La agonía del destierro, la angustia de no encajar en parte alguna, el vivir más que desarraigado con las raíces al aire, me han secado desde siempre. Pero necesitaba regresar y recorrer nuestras calles. Y he caminado por lo que ahora es el residuo de un pasado que no articula con nada de lo que he encontrado desde que salí del aeropuerto y recorrí las calles y barrios de La Habana y los pueblos intermedios de la provincia a lo largo de la Carretera Central. Casi todo está destruido, abandonado, sin vida. Pero vine por ti. Y por la fuerza atractiva de tu remembranza.
Y estuve en el pueblo. Primero te busqué en el saloncito más apartado del colegio donde asistimos desde nuestro primer día de clases. Recuerdo muy bien que tú te sentabas a dos puestos de mí, en la fila de pupitres de las hembras, por donde más luz entraba hacia el aula, cerca de la única ventana. Por ella podíamos ver el patio en que jugábamos durante el recreo, cercado de árboles y matorrales, con un fausto de sombras en el primer patiecito de piso de cemento, con muchas flores, margaritas blancas y buganvillas rojas y anaranjadas, entre las que se ocultaban los postes con tres líneas de alambres horizontales sin púas que frenaban las carreras de nuestras libertades. Allí se refugiaban y movían los insectos y las lagartijas que tanto llamaban nuestra atención. Entre las piedras se ocultaban las ranas silenciosas y blancuzcas que huían de Sol, con las que siempre sólo yo simpaticé y protegí de los demás compañeros que cruelmente querían aniquilarlas. Y por allí volaban las mariposas amarillas que anunciaban el verano y la cercanía de las vacaciones. Y por sus vericuetos andaban los escarabajos, que eran nuestros insectos preferidos, moviéndose con torpeza entre las hierbas y piedrecillas con sus amenazadoras tenazas por delante. Los escarabajos los imaginábamos como gigantes tiranos de los demás insectos miniaturas que por allí se movían. Recuerdo el que disecamos, sumergiéndolo previamente en una lata con barniz y colocándolo luego, brillante y perfecto, en una repisa de mi casa. Siempre entendí que ese escarabajo era como un lazo entre ambos.
En los primeros días de clases, muy concentrados, dibujábamos rayitas y círculos en los cuadernos de páginas opacas con líneas azules que se identificaban con nuestros nombres en la portada también azul. Las letras de esos nombres, que no sabíamos leer todavía, siempre eran de manos ajenas. Vivíamos muy cerca uno del otro, en la misma calle, a no más de sesenta pasos, y podíamos vernos casi el día entero. Las que fueron nuestras casas, que han sido modificadas y divididas como viviendas de varias familias, están sin pintar y agotadas de remiendos. No se parecen en nada a lo que fueron en su antigua sencillez de madera bien pintada. Tu casa la pintaban de verde manzana y la mía, siempre blanca, tenía una tupida mata de picuala que abarcaba medio portal. Tu padre tenía una pequeña finca de frutales y el mío transportaba materiales de todo tipo en un camioncito ruidoso y desvencijado que a duras penas había comprado y que permanentemente necesitaba reparaciones. Ambos lo perdieron todo, lo poco de cosas y lo mucho de nosotros.
A diario caminábamos juntos al ir y venir de la escuela. Yo desde un principio quise llevar tu cuaderno y esperaba ansioso a que salieras de la casa para acompañarte hasta el colegio. Los fines de semana jugábamos el día entero en los patios y las calles. Tenías el cabello rubio, muy claro, bajándote ligero hasta la base del cuello, donde se ondulaba. Recuerdo perfectamente cómo brillaba translúcido al darle desde atrás aquella luz del Sol que entraba por la ventana del salón de clases. Entonces se te ponía más clarito aún. Eras de mirada reluciente, muy observadora, siempre atenta y despierta, ingenua y pícara por momentos, pero invariablemente alegre. Y siempre olías bien. Sí, siempre estabas limpiecita con tu uniforme blanco de cuello azul clarito. Tus piernitas eran bien derechas y bonitas. Sí, eras muy fina y te reías con abierta sinceridad de cualquier cosa mostrando tus dientecitos de leche, separados y cuadraditos. Eras toda una hermosura de niña. Yo tenía el pelo oscuro y lacio, con una raya a un costado, aplastado contra el cráneo por la exageración de gomina que mi madre le ponía en un intento vano para que no me despeinase. El pantalón de mi uniforme era corto y beige, siempre ancho, de bombachas. Y mi madre, a la antigua, invariablemente me despachaba para el colegio con la camisa blanca bien almidonada que ella misma planchaba.
Y ya te adoraba. Creo que te he adorado desde todas las eternidades. Y he vuelto por ti. Porque siempre te he soñado con mi corazón alejado de cuanto amó y ahora aquí con el mismo corazón en nuestro terruño y a pesar de tu ausencia. Y allí, dentro de la escuela, como un extraño explorador, te busqué sin cesar en mis recuerdos por cada rincón. Sentí el olor de las maderas de los pupitres ahora arrinconados y el de la humedad y el tiempo en las paredes y las puertas. Y vi el polvillo y los restos de tiza de años sobre las repisas de los destruidos pizarrones verdes que antiguamente nos lucían enormes y que ahora cuelgan ladeados como pasmosos fantasmas. Por un momento llegué a escuchar la algarabía de los que allí habíamos estudiado los primeros grados de nuestra infancia. Igualmente alcancé a sentir el recuerdo del aroma del pan que calentaban las maestras a media mañana, en la cocina que estaba más allá de las aulas, al final de la casa. Todavía guinda del techo el viejo ventilador que funcionaba tan lentamente y que unía sus aspas con algunas telarañas. Y pude verte correr por los pasillos con tu alegría de siempre. Y por la misma ventana vi los sauces del patio cercado de alambres, con sus llantos de ramas movidas por la brisa. Pero no había nadie. Y no había flores. El silencio era casi total. La escuela está tan en ruinas que ni siquiera vive alguien en ella. Ya las maestras hace tiempo que murieron. En la vieja casa, bañada de tiempo y de abandono, sólo reinan el abandono y la soledad. El viento es lo único que sopla igual que antes al refinarse entre las hendijas de las paredes de postes y tablas. Nuestra escuela es un lugar inmensamente triste.
Ahora en el pueblo, hacia la salida de la carretera que va a La Habana, hacia el Norte, hay una escuela enorme, también deteriorada por la falta de mantenimiento, con muchos salones y un gran campo deportivo, pero sin el espíritu ni la alegría que vivimos nosotros. Parece un cuartel, o una cárcel sin murallas ni alambradas. Después, desilusionado, me fui hacia el parque y te busqué en la glorieta que aún se levanta en todo el centro del mismo, frente por frente a la puerta de la iglesia, entre las acacias y los bustos de los patriotas. Un buen rato estuve parado bajo su bóveda rosada amarillenta que en aquellos tiempos nos parecía un cielo de cemento inalcanzable. Cuando pudimos venir solos al parque ya teníamos alrededor de doce años de edad y jugábamos como locos con nuestros amigos por todo aquello, corriendo y pasando como flechas entre las columnas de esa glorieta. Bajábamos los cuatro escalones que nos separaban de las aceras como si los mismos no existiesen, dando saltos y gritos de exagerada energía. En esos correteos, donde yo no te perdía de vista, el cabello se te humedecía y se te pegaba a la frente de tanto sudar y tanta agitación. En aquellos juegos sin respiros tus ojos claritos brillaban como después nunca llegué a ver otra cosa que ni tan siquiera se pareciese a ellos. Éramos felices. No teníamos pasado, la vida era un presente lento y hermoso donde el mañana siempre parecía distante. Y todo era un goce de estar juntos en aquel mundo donde el cansancio no existía y en el que la seguridad de ir y venir de un lado a otro era absoluta. No se pensaba en el peligro.
Y yo veía, y presentía, y lo siento hoy mismo cual si fuera en este instante, cómo ya se apuntaba en ti esa belleza dulce y serena que más tarde se haría una realidad. Pero, aunque disfrutaba esos momentos como lo mejor de mi vida, porque tú estabas a mi alrededor y sólo tú podías brindarme tanto regocijo, también presentía que en mí se asomaban ya los primeros esbozos de la soledad y el retraimiento que con el tiempo serían mi marca en la frente. Yo fui una premonición de mí mismo, pero más que de otra emoción o sentimiento, lo fui de mi tristeza.
El Sol, la hierba, la lluvia, el viento y el abandono han arrasado con el parque, con las acacias y con la vetusta iglesia. La bóveda y las columnas de la glorieta están agrietadas y manchadas. No está ninguno de nosotros. Ni las huellas. Ni las risas. Nuestra presencia sólo está en mis sentimientos y en las fechas y los nombres ya borrosos que escribimos con clavos en el cemento de las aceras y los bancos. Allí sólo queda el espíritu de lo que fuimos.
Y me fui. Salí del parque dejando tras de mí un mundo de recuerdos y nostalgias que aprietan en el pecho hasta el dolor de lo inalcanzable. Caminé un rato por las calles, viendo los restos de las casas conocidas y detallando los edificios que como colmenas, apilados y monótonos, se construyeron después y están en una zona apartada, más allá del tanque del acueducto. Luego me encaminé hacia el centro del pueblo y terminé subiendo las escaleras de imitación de mármol de lo que queda del Club Social de nuestra antigua y provinciana sociedad de pocas pretensiones. Aquel local siempre nos fue suficiente para complacer nuestras vidas antes del triunfo de la Revolución. No aspirábamos a más. En su sencillez era un centro más que especial de alegría y entusiasmo. Las tertulias sabatinas nos reunían en ese lugar con los amigos y los compañeros quinceañeros del Bachillerato, apenas iniciado en ese tiempo. Entonces, para nosotros dos, todo comenzaba a ser distinto. Todo. Cuando bailábamos la música lenta de los primeros boleros que nos contactaron con el romanticismo de los años cincuenta y tanto, y que nos permitieron los iniciales acercamientos y roces en que fuimos intercambiando y descubriendo palabras y miradas que aunque tímidas dejaban de ser inocentes, ya olías diferente. Sí, ya olías exquisita y sensualmente muy diferente. Y respirabas distinto también, porque los pechos tenían que contenerse y la sangre de nuestra juventud nos excitaba hacia el deseo y la liberación de nuestros empujes. Ya te hacías mujer. Te convertías en una mujer bellísima. Tu risa era perfecta y más abierta. Y tu cabello era entonces más oscuro. Ondulabas con naciente y natural voluptuosidad cuando caminabas, pero sin coquetería, con gracia y finura. Y tu mirada también se hizo más fija y profunda, penetrante, posiblemente llena de promesas y ofrecimientos que quizás en esos tiempos yo no podía descifrar pero que aparentaba dominar a plenitud. Y bailabas muy bien, casi sin peso, fácilmente. Yo era bastante lerdo en esos quehaceres, aún siendo un ferviente amante de la música. Sobre todo, me ponía más torpe cuando bailando contigo quería abrazarte cercana y sentir tu aliento contra mi mejilla. Ahí, perdía el ritmo. Y tú, comprensiva y deseosa, te dejabas acorralar, y te ceñías a mí, y te reías.
En esa época, nuestros padres, gente humilde y sencilla, amigos de toda la vida, nos observaban y vigilaban algo turbados. Nos miraban bailar mientras conversaban en voz baja, cuchicheando sin animosidad, socarrones, inclinados unos y otros para no ser escuchados. Yo, intentándolo todo, pero no muy convencido, comenzaba a creer que ya era un hombre y hacía alarde de muchas actitudes que no eran de mi dominio para que tú también lo creyeras. Una que otra vez me viste fumando de mis inaugurales cigarrillos y bebiendo mis primeras cervezas y yo llegué a creerme entonces más hombre todavía. Puedo ver y sentirlo todo con claridad. Todavía me suenan en el alma las antiguas melodías de los boleros de aquellos tiempos. Cuando después las escuchaba en el exilio, te sentía junto a mí. Y estando aquí de nuevo, aún logro revivir el ambiente del salón de aquel segundo piso, con nuestro grupo luciendo las mejores galas de fin de semana.
Éramos pobres y felices. Y puedo verte a ti reinando en mí, siempre mirándome desde cualquier ángulo, sin esconder nada, hablando de mí a tus compañeras, sin disimular que no lo hacías cuando yo descubría tu mirada. Nada pudo ser mejor que tú y tu absoluta sinceridad. Y ese edificio del Club es ahora una caricatura de lo que fue. Lo han transformado en una tienda para turistas de tercera categoría que funciona en la planta baja. Cuando entras en ella te sientes un extraño. Y el piso de granito, salteado de crema y gris oscuro, está rayado y gastado de tanto abandono. Los ventanales de la segunda planta tienen rotos casi todos los cristales y las escaleras están vencidas y sin pulir. En el salón de baile ya no hay nada. Y en el pueblo no queda casi ninguno de aquellos amigos. La mayoría se fueron para siempre, diseminados por cientos de caminos y montones de países. Los que se quedaron, son, como yo, irreconocibles en cualquier incierto contacto del azar al cruzarnos en las calles.
Y ahora estoy aquí, recordando de nuevo nuestro tiempo de despertares, para evocarte a través de sus días y encontrarte en mi espíritu y en mi sangre. Pero aquel lapso quinceañero, pleno de música y bailes, de miradas cómplices y amorosas y de encuentros maravillosos, duró poco, menos de dos años, porque después ya tú no estabas. Tú, inexplicablemente, unos meses antes del arribo de las ilusiones que nos traían los rebeldes que bajaron de las Sierras en aquel primero de enero de 1959, te apagaste en un instante. Y sin tu luz, ahora lo sé, yo también me quedé muerto. Y han pasado cuarenta años más, sin tu mirada, sin tu risa, sin tu aliento tibio en mi cara, sin tu voz ni tu fina cintura sujeta por mi brazo cuando bailábamos. Y te quise tanto, y te amé y te deseé como después nunca volvió a sucederme con ninguna otra mujer.
Pero he vuelto, aquí estoy, en el pueblo, buscándote, cercano, en un día gris de extraña tristeza, entre el aroma de las flores amarillas y blancas y el olor penetrante de la tierra fresca y húmeda. Y aquí, en el cementerio, también están volando las mariposas y andando los escarabajos y otros miles de insectos, como siempre. Y llegué hasta donde estás para decírtelo. Busqué tus vibraciones y tus presencias imborrables en cada rincón que conocimos juntos. Y te repito, he ido a todas partes. A la escuela, al parque, al club, al antiguo local de la dulcería, a los alrededores de las casas y al río donde nos bañábamos ateridos de frío y en cuya orilla comíamos los mangos y el berro lavado en el manantial que nacía a un lado de la corriente, bajo los laureles y los bambúes. Y sí, el pueblo entero es una ruina, como lo que llegamos a ser todos nosotros. En la orilla de ese río, en otros tiempos tan limpio, fue que nos dimos el primer beso que no fue de amigos. Después de ese beso y de las caricias inexpertas y nerviosas, después de estar seguro de vivir en tu corazón, pude llegar a mi casa y sollozar y reír de contento para quererte sin freno. Sí, pude llorar de alivio y felicidad sin importarme nada. Lloré para sentir y afianzar lo que debí comprender desde un principio: que te amaba con la mayor locura desde que era un niño. Y siempre ha sido así. Como no ceso de repetirme en todas partes, sólo tú, desde aquellos días tan remotos, has podido sacarme de mi soledad y mi tristeza. Sólo tú, con tu calidez, con tu belleza, con tu naturalidad y tu dulzura. Y sé que no podré abrazarte ni tocarte por mucho que te siga soñando. Pero sigues en mí, de siempre. La cruz que te acompaña y te identifica en este campo santo apartado, desde donde sólo se divisa la torre de la iglesia del pueblo, es lo más injusto que he conocido en mi vida. La flor de tu juventud fue cortada de un tirón y ya no estarás nunca más junto a mí, recibiendo la luz y la lluvia con tu gracia y tu frescura.
Y no puedo llegar hasta ti. Pero sé que estás ahí, en lo profundo, porque puedo verte igual que antes, viviendo en mí con tus diecisiete primaveras que vencen a la muerte, con tu sonrisa inigualable y con tus ojos claros que por siempre superarán a cualquier oscuridad. ¡Cuánto te extraño en esta cruel soledad! Y cuánto te he necesitado. Y qué angustia tan horrible es este nudo en la garganta al regresar de perder casi toda la vida en el destierro después de haberte perdido a ti, trayendo en el corazón tan sólo este desvarío de una nueva despedida. Este volver, sin ti, sin mí, sin un resto de lo vivido, ha sido devastador. Ni tu muerte ni mi vida han tenido sentido. Desde ti, hasta hoy, adelantándome en el paréntesis de vivir como un fantasma de un lado a otro, sin el arraigo de todo lo perdido en el pasado, como un hijo demolido por la Revolución, sólo alimenté mi propia muerte al ir construyendo la vida sobre las bases del dolor y la nostalgia. Y he de regresar a la nada que significa el vivir con la pisada en tierra extraña. Sí, no tengo otra salida que irme de nuevo hacia otro tipo de pasado. Adiós, no creo que pueda volver nunca más. Fuimos, vivos y muertos, una generación desarraigada.

Texto agregado el 31-12-2010, y leído por 151 visitantes. (0 votos)


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