LA GAVETA.
Esta noche está lloviendo. Y llueve, desde hace varias horas, mansamente, cual una bruma, como si el agua se empeñase en brotar y caer ingrávida y sin verticalidad desde una fuente que la fuese esparciendo sin posible extinción. Esta monotonía que no cesa, que disfraza en su mansedumbre un silencio que se traiciona con el suave rumor de millones de gotas apenas perceptibles bañando la fronda del patio y los jardines en derredor, sólo puede inducir al letargo del dejar correr las horas dejando a la vida vagar dentro de uno mismo, abandonado del mundo exterior. Y dejándome llevar por esta mansedumbre, sentado aquí, sobrecogido por este ambiente impregnado del sutil murmurar de la garúa que se adueña de las sombras, me abandono y siento como nunca antes la presencia de mi profunda soledad. Y me veo, aislado en esta enorme casa, como en muchas otras ocasiones, entre el correr de los pensamientos y la magia de las sensaciones. Mi espíritu, de libre ermitaño, se llena de esta lluvia tan vaga, disfrutándola también, sumiéndose en cada partícula de su caída como un hombre primitivo que en la oscuridad se siente protegido de la lluvia en su cubil.
Estas sensaciones alivian un poco el color de mi presente, que en su dejadez y vacío casi no tiene adónde ir y que por momentos parece difuminarse en mis adentros, igual que la lluvia, en un intento por desaparecer sin elegir camino, errabundo, sin destino. El hastío es una celda muy pequeña donde se puede recorrer miles de millas en cualquier dirección sin llegar a encontrar pared alguna. Y este cansancio de ser, que desde hace tiempo dirige mi vida, convierte la orientación existencial en una espiral donde no habitan las brújulas y donde no parece que existiesen salidas.
Así, siguiendo ese sentir, desde este salón en que ahora me encuentro, en el encanto atrayente del retraimiento, puedo ver, como si la observase desde otro mundo, la cortina exterior de la llovizna colmando los espacios. Se puede oler la penetrante humedad y distinguir la brisa empobrecida bajo los faroles amarillentos del patio, apenas moviendo las ramas, más allá de la oscura balaustrada del largo corredor de la terraza. Pero esta llovizna es tan sólo el residuo de la fuerza y el torrente con que llovió durante la mañana y el correr de la tarde, sin parar, hasta las primeras horas de la caída de la noche. Y sentado aquí, en más de una ocasión, observando la mampara exterior del agua, en los momentos de silencio anímico, he sentido cómo me iba sumergiendo una vez más entre las trampas de la inquietud que se había ido sumando en mi interior en los últimos días, permanente, sutil, invadiendo lentamente mi corazón. Y así, todo el día, entre las horas de oficina y el siempre presente fastidio, con la misma sensación de vacío dentro del pecho. Y es en este estado que la soledad y la humedad comunican en el que siempre he podido alcanzar la íntima identificación con el calor de mi cuerpo, con sus latidos y quietudes, con mis escondidos sentimientos y con las sutilezas del mundo que me rodea. Y nada mejor que este ambiente era lo que yo necesitaba. Por ello, mucho antes de llegar a la casa, ya había decidido no salir de nuevo a la calle. La lluvia seguiría siendo por siempre mi mejor compañera.
Por ello, dentro de mis decisiones que raras veces rompen el quehacer de la monotonía, que se iba transformando en una prisión cada vez más imperceptible y dañina, no tenía interés en ningún otro asunto que no fuese estar conmigo mismo. Sabía perfectamente que contaba en mi amparo de hogar con lo que pudiese necesitar, y, hoy, reiterándolo, sin saber precisamente por qué, pero sabiéndome empujado por una fuerza que no dependía de mi voluntad, necesitaba estar aquí como en ningún otro momento de mi vida. Sí, definitivamente, tenía que estar aquí, en la casa, quizás a la deriva, pero con el convencimiento de que llegaría a una situación donde al final se explicaría todo para que mi desazón quedase eliminada. Quería adentrarme en los vericuetos y misterios de mi Yo para encontrar las razones que originaban el estado de ansiedad que había reinado en mí durante todo el día de hoy y en realidad por más de una semana entera.
Pero, desde un principio, extrañamente, aún sintiéndome bien y acomodado en mis espacios más que conocidos, supe que esta pesadumbre no acostumbrada no me abandonaría tan fácilmente. Se presentaba y se iba, como un mensajero que dejaba indicios y que a escondidas me hacía llamadas y advertencias. Siempre dejaba un algo con la impresión de que vendría en otra oportunidad, ladinamente, con sus propósitos hechos realidades. Y esa sensación me decía que tendría que enfrentarme en una cita ineludible con un mensajero que se acercaba por un sendero que nacía mucho más allá del horizonte de mi conocimiento, más allá de los deseos, más allá de una negación interna que no quería reconocer. Nada más.
Y encauzando y estrechando mi atención en ese sentir, escudriñando con aguda curiosidad en las posibilidades y conexiones de los acontecimientos de los últimos días, no encontraba nada en ellos que pudiera ser la causa de aquel ya no tan ligero desasosiego. Presentía que esa emoción era la razón por la cual había germinado en mi espíritu el estado de añoranzas y pesadumbres en que había caído. Y ese estado de ánimo llegaba acompañado por una serie de vislumbres y sensaciones mínimas a flor de piel que me hacían presentir que intentaban contactarme con un pasado muy escondido. Una extraña zozobra se revolvía dentro de mi pecho, inquietándome, haciéndome sentir un cansancio que me confundía y me dejaba en ocasiones con la sensación de una gran debilidad emocional. Debilidad que por sí misma se acompañaba con una apatía que por instantes parecía que llegaría a derrumbarme sin remedio. No sabía cómo ni hacia dónde ir si acaso alcanzaba a penetrar en las corrientes de las emociones y los fracasos que posiblemente estaban rozando las puertas de mis sentimientos. Aquellos mensajes eran indescifrables. Mas, no dejándome engañar por la facilidad de creer que aquello no era nada de importancia, sabía que de estos pequeños conflictos de los últimos días, que ya había ocurrido en otros tiempos, no emergía igual que como había sido alcanzado. Logré percibir y entender en lo más sensible de mis entrañas que a pesar de mis rechazos y negaciones, y de los intentos de dar la espalda a ese otro mundo, mi corazón sí parecía saberlo todo.
Porque en esta calma que proporciona la lluvia y la confianza de estar en casa, podía medir en el pecho y en las angustias las variaciones del ritmo de sus palpitaciones ante una y otra situación. Y en esa lucha de emociones con las que arribé a la casa, mucho antes de este instante de discursos y argumentos, y sabiéndome atrapado sin escape en aquella premonición, pero intentando apartarla por instinto, llegó un momento en que me decidí a luchar conmigo mismo para encontrar algún alivio. De la ansiada y lograda tranquilidad sucumbía sin remedio en la perturbación que definitivamente no me abandonaría. A la menor oportunidad llegaba como antes, porque estaba ahí, dentro de mí, en apariencias de seguir aumentando hasta llegar a abofetearme con su mensaje.
Y ya en esta situación, subiendo con ella entre las venas, quizás algo derrotado, salí del salón y me encaminé escaleras arriba hacia la planta de los dormitorios. En este piso, entré en mi cuarto. Al estar en él, por un instante tuve la confortable sensación de que el resto de la casa, desde las tejas y el maderamen de los techos y paredes hasta el apoyo de los cimientos, eran un mundo aparte que de cierta manera no me pertenecía. Este dormitorio, mi privacidad, había sido desde siempre mi espacio de libertad. Aquí me sentía en el punto de mi mayor confianza. Prendí un cigarrillo y me acosté sobre la alfombra, con la cabeza apoyada en un pequeño cojín de fría seda que lucía un dragón rojizo y amarillo resaltando entre cerezos, viendo el quemar azul del tabaco y el papel dispersándose bajo el soplo de la brisa que suavemente se infiltraba por la ventana. Me abandoné con la intención de encontrar la calma esquiva en la relajación y en el dejar pasar las horas en ocio y libertad. En aquel intento de hallar la tranquilidad, me acompañé de la noche, que se había apoderado del espacio y del conflicto de mis emociones en avance sin tregua y en riego de penumbras que fueron borrando las figuras y los muebles mudos que se aprisionaban en los rincones. Momentos antes, al entrar al dormitorio, había puesto a funcionar el envejecido tocadiscos que aún podía reproducir los temas que ya se olvidaban en el polvo y el desuso. Cogí uno cualquiera de los discos, sin identificarlo, sabiendo de antemano que allí se arrinconaban los escogidos intérpretes de canciones y las mejores orquestas y directores para los clásicos preferidos. Inmerso en la carrera de mi mente, tardé mucho en darme cuenta que en el mismo se había repetido el primer movimiento de la Sinfonía Inconclusa en incansable automatismo. Pero entonces, bien consciente de ello y disfrutando de las armonías de Schubert en un viaje de la imaginación por los parajes más apreciados, me acompañé de los instrumentos y la melancolía al adentrarme con la música por bosques llenos de gorjeos y silbidos, escuchando arrastres y movimientos deslizantes de hojarasca húmeda y carreras furtivas de animalillos huidizos. Llegué a sentir en ese viaje el mensaje de la misma lluvia que caía afuera, acompañándome en la casa y también en aquel recorrido de la imaginación por los bosques que descifraba la música. Y no quise interponerme en esa falla de aguja y acetato que casi junto a la puerta se empecinaban en reiterar la maestría y las saudades de Schubert. Y me embriagué en aquel Andante pleno de majestuosidad que por siempre iría perfecto con el sonsonete y el espíritu misterioso de una débil llovizna, que como aquella, se regodeaba, manteniéndose en el engarce de una noche sin luna. Y escuchando las melodías que me transportaban mágicamente a una manera mucho más fina de sentir, vibrando en las notas de cada pasaje al rozar sus acordes y sutilezas mis entrecerrados ojos, sentía el agua sobre el techo y su batir contra las ramas que se mecían cerca de la ventana, al son de cientos de tejas y hojas golpeadas por infinitas gotas.
Al rato, con una extraña calma que no sabía de dónde había surgido, quizás empujado sin saberlo por la música y por la verdadera razón de estar allí, me puse de pie y me encaminé hacia un rincón. Encendí la lámpara que a un lado de la cama apenas se distinguía entre las sombras. A través de su pequeña pantalla, la luz blanca amarillenta se regó para renacer en cada objeto y así aumentar por un instante el tamaño del cuarto y el contraste de la luminosidad interior de la habitación con la densidad de la oscuridad que apenas se bañaba tras el recuadro de la ventana. Me sentí curioso y con deseos de escudriñar en aquel mundo de la habitación, más que conocida desde siempre, pero en ese momento tan distinta y tan íntima que podría servir para aliviar mi soledad y mis ansias de penetrar en todos los olvidados ensueños que allí me acompañaron en otros tiempos. Y sentado en el piso, frente a la cómoda de varias gavetas, con las piernas entrecruzadas, y sin saber y ni siquiera imaginar que había sido llevado de la mano hasta allí, con un cenicero de cristal azul sobre la alfombra y un nuevo cigarrillo entre los labios, a solas con Schubert, me dispuse a revisar calladamente entre las gavetas y los recuerdos.
Los cajones más espaciosos contenían la ropa blanca, las sábanas, los cubrecamas y las toallas. No me interesaban para nada. Eran las medianas y pequeñas las que requerían más mi atención. Ellas guardaban entre sus ciegas maderas los recuerdos y olvidos que el correr y los hechos de innumerables almanaques habían dejado atrás. Ya nadie podría explicar cómo y cuándo y porqué habían llegado hasta allí los diferentes objetos que se amontonaban y recostaban entre sí, luchando con el poco espacio, acomodándose en sus formas y volúmenes para quedar a cierta altura y permitir abrir y cerrar los compartimientos. Ellos, sin dejar de ser en su misterio mudo fuentes fieles de explicaciones, hubieran podido hilvanar con precisión las miles de variadas historias de los personajes ligados a ellos, con sentimientos de todas clases, que dejaron sus pequeños recuerdos en aquella magia de paneles, escondrijos y casillas secretas. Sí, pensé, cada elemento guardado allí podía ser un algo sin importancia echado al olvido o todo un resumen de un hecho trascendental y hermoso en la vida de cualquiera de las personas que pasaron por la casa.
Así encontré, entre la sombra de una gaveta pequeñita, un mensaje de ilusión y salvación en una estampa religiosa a medias enrollada por la cadena de un crucifijo de plata. Apenas pude descifrarla para una niñez perpleja y muy distante en una posible primera comunión. Sonreí con la pedantería del no creyente. En otra encontré aquella foto mía tomada en los días de la escuela primaria, portadora de la mayor ingenuidad, junto al mejor amigo de la infancia, sentados en el borde de la acera, frente al colegio del pueblo. Aquella foto era el mensaje claro de aisladas miradas de inocencia y de ignorancia puras bajo los sendos cerquillos, atrapados los dos en un instante detenido en el tiempo y en la sinceridad y dulzura del mirar hacia la cámara fotográfica sin segundas intenciones. Entonces tal vez fuimos felices. Y encontré el cofrecito de madera con cierre de presión que durante los viajes playeros fui llenando de guijarros, conchas y caracolillos marinos cuidadosamente escogidos. Una pequeñísima cajita de música, una miniatura, laqueada en negro, muy brillante al quitarle el polvo, con el mecanismo roto, estaba atrapada entre unos soldaditos de plomo. A pesar de mis esfuerzos por revivirla se quedó en el silencio de quizá no poder repetir nunca más sus melodías. Y di con un zarcillo, una yunta de oro, varios botones y una aguja de coser. De seguro habían olvidado ya a sus inevitables compañeros y a sus respectivos ojales y zurcidos. Y así, unas y otras gavetas fueron cediendo sus pequeños tesoros y secretos para dejar en cada objeto encontrado el sabor y el espíritu de otra época y otras gentes.
Después de desmadejar la sombra y el ensueño al vagar entre lo conocido y lo imaginado ante lo que resultó por momentos indescifrable, después de tanto entrometer miradas y dedos en lo propio y ajeno, entre metras, cartas, naipes, botones, abalorios, lápices, alfileres y decenas de papeles borrosos que apenas se podían leer bajo la pálida luz que llegaba desde la mesa de noche, tan sólo quedaron tres gavetas sin abrir. Tan sólo tres gavetas. Y quedaron cerradas y sin revisar porque en la última que abrí estaba tu foto, donde aparecías con el vestido blanco del lazo azul, con las margaritas sujetas al brillo de tu pelo. Allí estabas con tu mejor sonrisa, fresca y hermosa, cuando todas las promesas juradas parecían seguras en su culminación y las emociones que engendraban eran ligamentos que pretendían no dejar jamás al corazón vacío. Tu dedicatoria resumía en dos palabras, que luego fueron una mentira más, lo mejor que yo podía esperar de la vida y de las pasiones. No necesitaba más que lo que tú necesitabas y representabas. Tú eras mi todo en aquellos primeros pasos dados por mí al penetrar y avanzar por el camino de la hombría y del conocimiento del sexo y del alma y de la sutileza de una mujer. Y no existía nada que no viviese en ti. Mi vida y mi sentir enteros dependían de tu mirada y de tu gracia y de tu andar y de tu risa. Después, en un tiempo que pareció una nada, ese todo fue un vacío insuave y un abismo sin salida del que creí que nunca podría escapar. Durante años, tus labios fueron fantasmas envolventes pero aborrecidos que pudieron opacar todos los besos que esperaban por mí en cientos de caminos. Y la sombra de tu presencia hiriente se proyectaba sobre todos los días de mi vida, como un castigo, como una condena pesada y larga. Tú acechabas en cada lugar de mi destino, desoladoramente. Así, nuestra historia terminó siendo mezquina y vulgar. Y los años fueron muchos. Pero la foto estaba allí, debajo de la bufanda de lana roja y rayas grises que me regalaste la noche de tu mejor entrega, cuando esa misma boca hermosa y ansiosa que ocultaba tantas mentiras fuera esclava de mis besos y de mi juventud. Sí, la foto estaba en aquella gaveta, como una mancha imborrable para que sirviese de recordatorio de la burla que representaste en mi vida. Y allí estabas tú, toda tú, mirándome con aquellos luceros que durante mucho tiempo fueron tiranos de mi voluntad. Sí, entonces tuvimos la oportunidad de haber sido verdaderos. Pero esa foto de tu plenitud despertaba como un tizón el lacerante recuerdo de lo perdido y negado sin explicaciones, lo que fue arrancado de un sólo zarpazo, lo que quedó sin regreso, lo abrumadoramente desquiciante. Se mantenía allí, en aquella oscura gaveta, abofeteando sin medida a la pureza que terminó inundándose de vergüenza y de traición, manteniéndose extrañamente clara y brillante, sin deterioros, pero también sin posible contacto con mis manos. Porque no, porque no quise y porque después no pude tocarla. La rechazaba con amargura y con desprecio. No, más que rechazarla, la odiaba. La miré, no sé por cuánto tiempo, retrocediendo en el dolor del impulso de seguir así, tan cercano a ella, apartándome un poco hacia atrás, alejando mi cuerpo y mi sentir con un sabor quemante brotando del abismo en que me hundía por encontrarte allí, tan descaradamente presente.
Pero lo que no pude apartar fue la tristeza que llegó a adentrarse en lo más doloroso de mis entrañas, como si esa presencia hubiese desgarrado en lo más hondo del sentir que no se aguanta ante las desolaciones y las pérdidas. Esperé, de nuevo enfrentado a la agitación, mirándote, apartando fantasmas, casi sin moverme, durante ese lapso que emplea la memoria para repasar, vivir y rechazar los hechos que a una misma vez fueron hermosos y desagradables. Pero nada más. La ausencia latente del llanto en el borde de los ojos, y la amargura de un tragar a secas en la curva del paladar tras unos labios apretados, fueron más que suficientes.
Después, acompañando con la mirada a la foto que se perdía dentro del mueble al ir cerrando la gaveta bajo la acción de un lento correr de mis manos, borrándose desde las margaritas entretejidas en tu cabello hasta más abajo de los senos, tu presencia quedó negada de la luz cuando el toque penoso del recuerdo siguió cerrando poco a poco la tumba de tu imagen. Y así, con decisión, pero lentamente, seguí empujándola, para encerrarte, con tu mentira en tinta negra, con tu firma y la fecha, hasta sumirte sin salida en lo más oscuro de aquel espacio limitado por el adiós. Ese será el sepulcro donde quedarán las memorias del no querer saber de ti a ningún precio. Es el adiós que no tiene regreso ni escapatoria. Es el dejarte a oscuras, con los soldados de plomo, con los abalorios, con cientos de cosas inútiles, entre millones de sueños rotos, atrapada entre las viejas maderas. Y no quiero encontrarte nunca más, ni recordarte, ni que me hablen de ti, ni nada. No quiero ni siquiera que estos labios apretados vuelvan a abrirse para decir tu nombre, aunque esto también pueda llegar a ser más doloroso que cualquier otra salida. Es más, no quiero ni pensar nunca más en nada de esto. Todos los sentimientos quedarán abandonados y en fuga hacia las difíciles pretensiones de la negación y del olvido, aunque se gasten cientos de largas noches de miseria moviendo sábanas y tristezas que no encuentren acomodos, en las profundidades de la mayor soledad. Pero pasará, porque contigo aprendí y llegué a convertirme en un viejo amigo del dolor y la desesperanza. Y quizá algún día, en un futuro de nuevas sangres rondando por esta casa, cuando tampoco sea posible imaginar una explicación para la presencia de cada objeto guardado y escondido en estos muebles, un familiar o un extraño a todos que aparecerá de la nada para apoderarse de cuanto hay aquí, vendrá a curiosear en estas gavetas. Y encontrará muchas de las cosas que hoy he visto. Y hallará tu foto al revisar esta última gaveta abierta por mí, quizás registrando también bajo la influencia de otra lluvia, y se hará preguntas sobre ti y sobre algún posible amante que te haya llevado hasta este escondrijo como si el mismo fuese el mejor cofre de la felicidad. Pero entonces esa imagen de lo que tú fuiste en mi vida no significará absolutamente nada, ni para ese extraño ni para nadie. Nosotros no estaremos ni siquiera en un resto de la memoria, y con ello, sin contacto posible con el pasado, ya nada de lo vivido y lo perdido tendrá la menor importancia. De ti quedará en el espíritu de esta casa tan sólo esa foto que a pesar de todo lo odioso que representa para mí, tampoco puedo ni quiero romper. Ni siquiera quiero que desaparezca lo negativo de ese tiempo. Y yo seré también con los años un lejano pariente que algún día anduvo por aquí, un alguien más que se ha olvidado, un tío o un abuelo, o tal vez un algo más distante, con su presencia aproximada y antigua en otra foto colgada en una pared. Pero por mi tiempo y por mi siempre, y por este ahora que no quiere más cantos doloridos de esa ave por momentos lastimada que me late en el pecho, volverás a estar y te cegarás en las tinieblas de esa gaveta. Y te quedarás por mucho tiempo con tu belleza y tus engaños bajo la bufanda, abandonada y sin luz, encerrada en el pequeño y apretado espacio de esas viejas maderas. No creo que quede mucho por decir. Y volviendo a mí, y a mi música, y a mi noche lastimera, me levanto del piso y me dejo llevar hasta la ventana por la presencia obstinada de añoranzas que mi corazón quiere poner ante tu ausencia y que acompaña uno a uno con su pulso a cada uno de mis pasos. Y aquí estoy, con un extraño sabor en la boca, escuchando el comienzo del canto de los muchos seres de la noche que parecen alegrarse y renacer con sus chirridos al seguir sus instintos entre la vegetación. Y aquí, pensativo, recostándome contra el marco de madera que me transmite su humedad a través de las mangas del abrigo que me arropa, viendo caer las gotas que cuelgan del alero como puntos brillantes en el aire, me refugio aún más, hasta penetrarme de firmeza y de decisiones irreversibles en esta negación de los recuerdos. Sí, tenía que olvidar. Desgraciadamente, pero sin salida y al precio de la amargura, ya había encontrado las respuestas y raíces de aquella inquietud que se había apoderado de mi sentir desde hacía más de una semana. Prendí un nuevo cigarrillo y lo aspiré con un roto brillar en la mirada y una inevitable punzada en el sentir. Schubert, aún reiterativo en un rincón, se ocuparía de ahondar en lo demás con su tristeza y su melancolía. La realidad del sufrimiento, la presencia cercana a lo que fuera amado tan profundamente, y el sutil abatimiento después de tanta lucha, dejaban una tristeza y un sinsabor difíciles de borrar. Y aquí me quedaré, a solas, con la mirada entrecerrada, escuchando con mi silencio el rumor de los más finos murmullos que se despiertan en la noche. Sí, aquí me quedaré, meditando, porque en realidad no puedo apartar la sensación de felicidad y alivio que pudiera estar al final del túnel de los recuerdos. Pero he de desprenderme. He de dejar que esos sentimientos se difuminen como lo ha hecho la lluvia durante toda la noche. Y entonces, dejándome llevar quizás por otros sueños, aunque sea con una mínima paz, me sumergiré en las nuevas emociones que me requieran. Pero, no he de mentir, en realidad ya no sé nada de mí ni de lo que pueda ser más adelante. Afuera, renunciando a la complicidad que había mantenido con la mañana y la tarde y con el negror de las horas del anochecer y de la noche entera, sumiéndose todo en el quedo misterio de la oscuridad acendrada, poco a poco, ya deteniéndose, de improviso cesa de llover. Increíblemente el agua se ha escapado y deja de llover. Y tras ese cesar, dentro de mí, queda un vacío. Y apretado en esta amargura, ahogado por ella, ahora lo sé como nunca antes lo hubiera siquiera imaginado: tan sólo los duendes y los grillos que cantan a las sombras conocen y disfrutan en sus instintos la alegría de la razón de vivir. Nosotros tan sólo somos las vías del dolor. Sólo eso.
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