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NO HAY TAL LUGAR.





La vejez me alcanzó. Está aquí, en cada poro y toda mancha de la piel, en el cansancio y la apatía inevitable que se amalgaman con el sentir de apenas desear nada. Y latiendo en este naufragio, en un exilio que se ha prolongado hasta hacer del recuerdo una nebulosa de contradicciones entre su origen y mi presente, es donde he quedado con los brazos sin fuerzas después de tanto batallar contra la corriente de las realidades. Sí, soy un espectro de lo que fui. Y mi espíritu, cansado y alejado de todo lo que fue importante y de valor en mi vida, está peor aún.
Y quizás, más que ese cansancio y esa decadencia la mayor desgracia sea el conocimiento de que todo lo vivido no fue más que una ciega equivocación. Sí, el mundo ni se parecía a lo que la imaginación retrataba y presentaba ante los ojos de la credulidad como algo cierto y fácil de entender. La mentira cunde y se reproduce más que todas las especies y emociones imaginables, afuera y dentro de uno mismo. Y lo siento y pienso con una aceptación que tardó muchísimo en arraigarse porque la trampa disfrazada de aciertos siempre es más sutil y penetrante que la realidad. Pero aquí está su presencia, adulterando sin atenuantes todo el vivir en el ánimo y en los sueños desvencijados de miles de experiencias. Y con ella, esta vejez se afirma en el dolor de las coyunturas y pesa como ninguna otra cosa sobre la respiración oprimida y sobre una espalda y unos huesos que se han gastado sin freno hasta casi rozar los límites de la debilidad. También ando a medias humillado por estar arrastrando la sombra de este ocaso burlón y lerdo que marca la lentitud de sus pasos pegado a mí, junto al dolor de ser tan sólo un simple observador que se queda inerte viendo el correr de la caravana de las horas y los días sin poder aferrarse a ninguno de ellos, andando a la deriva, sin obtener nada.
Y todo este vivir desagradable está ahí, ajando sentimientos, hiriendo mi memoria, para hacérmelo saber, sin abandonarme, al unísono con mis desesperanzas y desencantos. Sí, después de tanto transitar he aprendido que sólo he hoyado como un loco sobre las añagazas de la fantasía. Pero la línea de esta historia tuvo su punto de partida en la lejanía de la niñez solitaria y pueblerina. La juventud es el principio con que casi ciego se emprende el camino atropellado de las equivocaciones que presuntamente conduce hacia la vida consciente. Es como para reír, otro engaño más: vida consciente. Difícil horizonte. Y el recorrido sin brújulas de aquella línea original llega hasta estos días en los que deambulo por este espacio de cuatro paredes al que no me ha quedado más remedio que llamar mi hogar y donde vivo aferrado con mis pocas fuerzas a una espera que no tiene expectativas y que se acompaña sin remedio por la deprimente soledad.
Hoy, para contar esta historia que en realidad ni siquiera sé lo que persigue, seré un absurdo entrometido que aspira a meter sus narices de husmeador en todo aquello que vivió, fisgoneando entre los recuerdos y los hechos que ya también tienden a dispersarse en su longevo naufragar. Y recordando todo esto, con tantas dudas ante la dispersión de los recuerdos, espero no derivar mucho hacia la neblina de la irrealidad para perderme aún más dentro de ella. Pero las rememoraciones que surjan de este escudriñar, tanto los hechos como los sueños, no podré negarlas ni decir que fueron ajenas a mí aunque sepa que la mayoría me perteneció sin ser hijas de mi voluntad. Pero sé que pude vivirlas y soñarlas. Y sufrirlas. Porque a estas alturas, en la vejez, el hombre se lo permite todo, sin escondrijos, con la libertad de no tener que justificar ni que dar explicaciones por lo que hace. Puede decir cualquier tontería y hasta orinarse en plena calle y gozarse de ello. Es como aprovechar el tiempo para burlarse con una mueca de desapego dirigida al Mundo entero, y reírse, reírse mucho en este dejar pasar que es un inmenso aburrimiento matizado con un poco de sabiduría de viejo tonto y caprichoso.
Creyendo ser un hombre libre por haber escapado de la prisión gigantesca en que convirtieron a mi terruño caribeño, pero siendo sin salida un esclavo dentro del cautiverio del embeleso, me esforcé y luché sin freno tras mis metas sin lograr nada significativo desde el mismo instante de la partida apresurada de la adolescencia. Corrí y corrí sin llegar jamás a la ansiada voluntad de un verdadero hacer, sin encontrar ni adquirir un auténtico poder que sirviese para darle solución a tanta búsqueda. Al final del camino, igualmente solo, me quedé abandonado y confundido, con los hombros caídos y el espíritu sin osadía, sentado en el último asiento del último vagón de un tren que ya no tiene rumbos y que pronto habrá de despeñarse por un abismo hacia las entrañas de la tierra. En ese andar, que no fue otra cosa que trastabillar a través del ensueño y las quimeras, me enfrenté a los remolinos que bullían en mi imaginación y de ello tan sólo pude acumular derrotas y desilusiones. Peor aún, creyendo saberlo todo por la razón ilusoria de la certeza que da la mocedad, dominado por los arrebatos de la ignorancia tan ciega de esos años de vorágine, nunca pude comprender la causa de tanto fracasar. Y el tiempo, como el humo, simplemente voló, o regresó a la nada de su punto de partida para esfumarse sin dejar rastros ni asentamientos valederos.
Y así, hasta llegar aquí, al descalabro final, a esta negación de una razón de ser que ya no quiere más esclavitud ni puede soñar más. Ahora el tiempo es tan tedioso que llega a confundirse con las visitas cada vez más frecuentes de la abulia y el desencanto que nacen del no esperar ya nada relevante. Este desierto sin oasis, que no es sediento ni calienta la sangre, más que el abandono de un hundimiento parece por momentos la inercia encadenada de la pesadez y del vacío. Pero sé que mucho antes del arribo inevitable del deterioro causado por el tiempo, cuando aún estaba a la mitad del camino entre la esperanza y los fracasos, cuando todavía conservaba algunas fuerzas, ya había renegado de continuar por la vida dando tumbos como un loco. El amontonar de desalientos a lo largo de la vida, el caer y caer, es un laberinto demasiado grande y aniquilador para permanecer por siempre deambulando en la espiral de sus redes como una víctima estúpida.
Pero aún así, hoy, andando junto al muro y la sombra que limitan e impiden el regreso y avanzan hacia el brocal de la tumba, desvanecidos los espejismos, me dejo llevar mansamente por las corrientes que se desplazan siguiendo cualquier rumbo. Ahora soy tan sólo un hijo viejo del capricho del acontecer. Vivo a mi manera y no hago mayores resistencias ni intento ya luchar contra mi destino. Pero el vivir silente también me hace daño y quizá por ello he de adentrarme en esta catarsis que aquí emprendo con este escrito y que tal vez como una ilusión más aspire a una limpieza purificadora. Pero no importa. No puede ser fácil ser juez y parte de una misma historia, pero tendré el descaro de intentarlo con la mayor honestidad posible. Así es que, aun estando cansado de esta espera sin alcances, hablaré de esas frustraciones y de las leyes que han regido sobre ellas. Y lo haré sin dolor, como si fuera para mí mismo, sin siquiera regodearme, pero sabiendo también que lo he de recordar y explicar con complacencia y seriedad. Contaré este transitar como si el propio tema no conllevase una contradicción, no intentando dar lección alguna, con una sonrisa ladina de entendimiento que para un astuto observador casi podría explicarlo todo. Lo narraré así, directamente, convencido de lo dicho, aunque esta historia, sin serlo, parezca desde el principio el resumen de las experiencias de un andar por el espinoso camino de la amargura. Pero no es así, todo lo contrario, es una satisfacción interna y un regocijo. Y sé muy bien que tocaré las aristas filosas en las que el recuerdo podría hacerme sentir las heridas que fueron quebrando mi ilusión y debilitando la gracia de mi espíritu desde los días más lejanos. Pero eso tampoco importa, porque sus efectos ya no serán tan lacerantes y porque recordar, aún ante esa posibilidad de alcanzar el dolor al abrir llagas ya cicatrizadas, es casi lo único que me resta en este aguardar de abismo y lasitud.
De momento, después de haber dejado tanto mundo atrás, mis mejores compañeros son esta butaca en que me acomodo a mis anchas y el ventanal que se abre como pantalla hacia el horizonte del espacio y la libertad frente a la mirada de mi retiro. Y desde aquí, desde esta altura que es el escondrijo donde impera la tranquilidad de la visión de un ondular lejano y sereno en el mar, adivinando corrientes en el viento y en el vuelo de las gaviotas y las nubes, quizá ese mismo mundo en que se sumaron tantos fracasos hoy pueda verse de una manera diferente. Seguramente ahora llegaré a advertir y a entender las trampas y candongas de la existencia con más claridad, con una aproximación de certeza, aunque la nostalgia y la aflicción de ese pasado se presenten por momentos amarradas a este acopiar de años que se vivió siempre cuesta arriba, cual Sísifo empecinado empujando la piedra de la mentira.
Un soplo suave de alegría me refresca el corazón cuando al observar las manos agrietadas y los puños nerviosos alcanzo a evocar la fuerza y la tersura de mi piel de entonces. Y, de un escalón al otro, esa frescura de antes me hace pensar que posiblemente desde niño ya habían germinado y vivido en mí en toda su intensidad los sentimientos y emociones que posteriormente fueron determinando mi carácter y mi destino. Y barrunto que después, mucho después, ante los restos que dejaron el golpetear de los hechos, las voces de esos sentimientos y emociones fueron surgiendo para clamar por una aclaración a tanto daño recibido. En eso se irían los que parecieron miles de años, la mayoría recorridos sin rumbo cierto y en un andar a ciegas y casi ninguno en el vivir con la certeza de la realidad.
Así, fui de un lado a otro, de ciudad en ciudad y por distintos sitios del mundo, hasta que un día, atravesando un momento de lucidez, encontré que la explicación a todos esos fracasos estaba definida en una sola pero mágica palabra. Sí, Utopía es la palabra y enteramente de ella es esta historia. En ella se resume el vivir y sus caídas. La Utopía puede aclararlo todo. Y por más que queramos negarlo volteando la cabeza para huir con la mirada de la verdad que ella representa, y por más que nos escondamos hasta de nosotros mismos y pretendamos decir mil veces que esa explicación es decadente y derrotista, no hay nada que hacer y tenemos que aceptarla como cierta. Es así, la brújula de la existencia está marcada al rojo vivo por la Utopía. Y Tomás Moro, el personaje más ligado a ella, aislado en la imposibilidad de los retornos con toda su entereza, fue el mejor de mis aliados desde el primer momento del acercamiento a esta exactitud de concepto. Con el valor de esta palabra tan amada por mí, imaginada en los extremos de la precisión por el Canciller abascanto, se logra descifrar la causa de esta existencia donde imperan los reveses que dejan las alas rotas y el pico mudo a todos los vuelos y los cantos que un día fueron hermosos para el aletear de nuestros corazones. Sí, la única explicación a tantos sueños resquebrajados es la inigualada Utopía, con su significado abarcador: no existe, es apariencia, es lo supuesto, no puede ser, es otro sueño, y quizá, para mí, mejor aún, definida como “no hay tal lugar“. Sí, no hay ni habrá lugar para ajustar la vida. Porque lo ideático, lo que cae exacto, lo que está inmaculado en concepción y se aspira a concretar en un hecho sin objeción ni falla alguna, no tiene cabida en esta parodia de existencia y se perderá irremediablemente en desastres y en ilusiones destrozadas.
De esta manera, transitando ese andar, mucho antes de que la senectud llegara con su incansable y lento arrebatar de fuerzas y deseos, ante este descubrimiento del quehacer sin absurdo, el pecho y la razón se fueron quedando vacíos de esperanzas. Porque día a día, bebiendo acerbamente en la copa de la sinrazón, siempre ligado al sentido utópico del acontecer, no quedaba otra salida que admitir que la ambición de ser, y el sueño de realizar lo idealizado, terminan inevitablemente siendo juguetes en manos de leyes contradictorias e inexorables. Leyes que son muy superiores a nuestra enclenque voluntad. Ni siquiera la belleza y el placer son suficientes para encontrarle un significado a esta existencia desvalorizada y reiterativa de fracasos. Cuando se viaja de un ensueño al otro con la ingenuidad y la honradez a flor de piel, cuanto más cerca se cree estar de lo anhelado, cuanto más se vive y se lucha por un ideal, más se cosechan frustraciones y golpes de rechazo como consecuencias de la incomprensión y de la maldita terquedad de reincidir en ellos, avanzando, siempre en caída, hacia el descalabro y el fracaso. La neblina del engaño, que además de nublar la visión disfraza a las propias ilusiones, te absorbe y te confunde a tal punto, revolcándote con los demás confundidos, que la poca verdad alcanzada después de tantos reveses choca sin cesar contra las más groseras resistencias y desplomes.
Y así es, y así ha de ser, para que en todo momento siga latiendo en nuestro interior el zumbar de la colmena de la duda ante todo lo creído. Pero gracias a la venda que no aceptas ni quieres apartar, sin darte cuenta, puedes y tienes que vivir dentro de tu propio engaño creyéndote el gran poseedor de la razón. Pero no es nada más que una colosal tontería. Porque todos, sin saberlo, transitamos iguales derroteros y vamos cayendo en las mismas trampas con las que la vida nos viene engañando desde hace miles de años. Y la realidad, ese mundo tan distinto al que yo aspiraba, al final se encarga de destruirlo todo.
De esta manera, arrastrado al espacio de los errores por aquellos que a su vez habían sido empujados sin alternativas, desde niño ya estaba a medias perdido. Y la línea comienza con mis primeros pasos de exigua libertad, presentándome sumiso y con asombro al acaecer del nativo pueblo que me recibía con sonrisas de mentiras y más de una mano hipócrita pasando sobre mi cabeza de cabellos mojados y recién peinados. Recuerdo como si fuera hoy el día en que me llevaron desde el colegio primario a la llamada Santa Misa para recibir la primera comunión. No puedo olvidar el momento cuando crucé las vías del tren, camino del parque y de la iglesia, de la mano de alguien que no era de mi familia, posiblemente alguna maestra o algún vecino. Iba vestido de blanco hasta las suelas de los zapatos. Hoy sé que era manipulado y humillado en aquel aparente orgulloso transitar de disfraz por las calles del pueblo. Era tan sólo una franca exhibición del cordero fácilmente conquistado en tránsito hacia el redil.
La pequeña iglesia, de exterior opaco, con su pintura gastada que había conocido el revocar de varias generaciones, llena de sol, se levantaba a un costado del parque que intentaba adornarse con una glorieta, varios bancos de cemento y dos bustos de patriotas salpicados de excrementos de pájaros. Allí adentro, sin explicación razonable alguna para esa madrugadora perspicuidad de un niño de unos escasos diez años, no sé cómo ni por qué, reconocí las bases del miedo en que la religión se sustentaba, más allá de su apariencia humilde, pero en verdad plena de soberbia, de arrogante aparataje y de burdo oropel. El olor del incienso, la humedad y la lobreguez me mareaban. Y aquel interior era demasiado grande para mis pocos años de tener que levantar siempre la mirada, con sus bancos pulidos y duros y su rumor de rezos y de pasos callados, como si a ese severo Dios en que creían se pudiese molestar con algún ruido. Allí se asentaba la prisión de los confesionarios, donde cientos de historias inocentes en su natural correr de travesuras se contaban con candidez y temor. Y se confesaban la mayor parte del tiempo a oídos aburridos de un cura que decidía y dictaba sus sentencias a capricho y, en el peor de los casos, con la insolencia de creer estar por encima de todo al sentirse cubierto por su supuesto poder.
Hoy puedo imaginarme esas penitencias, a duras penas cumplidas con el decir mecánico de la costumbre, rondando sus letanías entre el altar, las maderas y las húmedas paredes. Representaban la presencia de la inutilidad. Y con el mayor cariño simpatizo con aquel niño que fui, observador, pequeñito, con los ojos bien abiertos, poco respetuoso ante lo absurdo y a esas alturas ya escéptico y un tanto rebelde. Y en esa iglesia veía allá, en lo más alto, al Cristo, aparentemente vigilándolo todo, censor inexplicado en el misterio de la fe y en el concepto frágil de lo infalible, sugiriendo el estupor, con su herida y su corona, inmóvil y sufrido en su eterna contradicción de poder y debilidad. Y ya entonces yo sabía que esa imagen estaba inoculada en el espíritu de cada feligrés, supuestamente pidiendo cuentas y repartiendo glorias de nubes y condenas de llamas a diestra y siniestra, con su imagen de yeso mudo de colores chillones, con su gesto de dolor irradiando magnetismo sobre la imaginación y la necesidad. Y yo, extrañamente, lo recuerdo en la razón de la comunicación y del contacto con algo que estaba mucho más allá de lo que sería mi alma. Lo recuerdo en su soledad, sostenido en la cruz y en el tiempo por sí mismo, por la belleza real de su poder y su palabra sabia, convertida ésta por los llamados doctos en un galimatías emocional y debilucho que va más allá del ditirambo. Su mensaje llegaba transformado por el temor y la hipocresía de los que nunca han querido saber el qué, ni el cómo, ni el cuándo ni el porqué de su grandeza humana.
Nunca he podido entender porqué razón cuando hablo de esto me viene a la memoria, como si lo estuviera viendo, un cura en especial que fumaba mucho y constantemente se acomodaba los lentes empujándolos contra la frente. Mauro era su nombre. Era un hombre muy blanco y delgado, bien plantado y dispuesto, siempre rodeado y sonriente entre las mujeres del pueblo. Hasta tenía un automóvil. Y algún hecho realmente importante debió sucederme o suceder durante su magisterio porque de los otros sacerdotes que pasaron por la iglesia no guardo nada en la memoria. Contaban que a este Mauro le gustaban mucho las jovencitas y que siempre alternaba en la calle con las alumnas del colegio vecino a la Iglesia. Las dos viejas solteronas, maestras de la escuela católica del pueblo, beatas insignes y abusadoras de castigos físicos infames contra sus pequeños alumnos, amargas y tiesas como sombras de la Inquisición, de gris y largo el ropaje y rumores en la lengua de cuanto se movía, no gustaban mucho de este sacerdote. Decían que la Iglesia era un asunto bien distinto al de los hombres. Y la religión, mucho más. Ellas sabrían porqué. Es posible que en esos días se desarrollara en mí la negativa feroz a creer que el alma pudiera salvarse con un mensaje de supuestos pecados entrando por las orejas oscuras de un extraño, que había llegado, con su latín y su apariencia de bondad, a escuchar cuentos acomodados o confesiones sinceras. Era como renegar del vivir, por debilidad, o negar lo vivido, por miedo. Nada peor. Ni qué decir de los últimos aceites en los ahogos desesperados de los momentos de la muerte. Pero, en definitiva, sin importar lo falso o verdadero de tanto laberinto y confusión, tampoco hubo lugar para ninguno de estos intentos. Aquello fue un atractivo sumidero para encerrar a la emoción y castrar a la Naturaleza, acompañado por la música de un órgano de profundas vibraciones como marco del canto y la palabra, y oropel, mucho oropel, y forma, sí, muchos rayos dorados sobre las cabezas de yeso de las Vírgenes y de Cristo.
De allí salí con las manos vacías, y, por fortuna y gracias a la fuerza de mi padre que permanecía vigilante y respetado en su incredulidad, emergí a la vida con el corazón abierto a las verdades de la lluvia, del aire, de la luz, de la mañana, del atardecer, del sol y de la existencia entera. Pero en el pueblo aún está la vieja construcción con su campana y su cruz en sueños de nubes y ansias de limosnas, con sus mismos hábitos, aguardando por nuevas inocencias para mostrarles su pan y su vino junto a la amenaza del juicio final y con aquella obra maestra de la contradicción que es el llamado libre albedrío. Allá está la iglesia, deteriorada y aumentando sin cesar el peso sobre sus columnas y paredes. Y quedan los que todavía, al igual que las dos añosas maestras, pronuncian Iglesia y Religión con toda la fuerza e importancia de las mayúsculas. En ellas casi cabe la Humanidad entera.
Pero no, todo resultó inútil, porque buscar sin sentido y a oscuras por los caminos de los fantasmas y los muertos disfrazados de la buenaventura, siempre será en vano, para los que lo sepan o no, porque, además, abarcadora hasta donde el máximo poder no puede alcanzar, está la única verdad: no hay lugar para nada. Tampoco servirían estos caminos si fuesen ciertos y estuviesen mejor iluminados. Lo utópico siempre saldría vencedor. Todo este fatigar ilusorio y engañoso que no conduce por buen camino es un barniz craqueado de subterfugios y promesas con que pintores de tercera categoría intentaron cubrir a la magistral y única verdad de la Utopía y de la humana Verdad del supuesto Salvador. Pero yo, pobre de mí, el peor de todos, recorriendo mi vivir por las sendas de la fragilidad y el embeleco, deambulando de quimera en quimera y enceguecido como ningún otro, fui el más ignorante y desesperado de los que pretendían saberlo todo y no encontraban nada. Sí, he de reírme, yo fui el más tonto, tenía una verdad dentro de mí y no sabía qué hacer con ella ni tuve el coraje de gritarla a los cuatro vientos. Y así, durante lo que hoy parecen siglos, nunca llegué a ver más allá de lo que me permitían y esclavizaban mis complicados deseos de la incipiente juventud.
Después de esos primeros años que fueron en su espontaneidad tan nobles e inocentes, solté las amarras de la primera ceguera y dejé atrás los juegos y el escapar de clases para caer en manos de la sensualidad. Ésta despertó sin presentirla para cambiar los significados del entorno y de la vida entera. Llegó la hermosa muchacha de dieciséis años como una linda eclosión de posibilidades y descubrimientos, vivaz, alegre, llena de frescura y de voluptuosidad en los ojos negros y en la piel de seda. Apareció como si la estuviese viendo por primera vez después de haberla conocido desde siempre, dándome un mazazo de presencia en medio de la frente. Apareció con la mejor disposición para jugar al amor y al disparate. Y con ella llegaron los suspiros nerviosos que insinúan y llaman al contacto y al placer y a la angustia. Y arribó el mirar que busca lo que anhela y cierra los ojos que no quieren enfrentarse a esos deseos por el temor de no saber qué hacer con ellos. Y llegó la madre alerta que nos hace sentir su negativa y las agujas de su mirada clavadas tras la nuca cuando pasamos por la acera una y otra vez como un ladrón vigilante de ocasiones. Y llegó el llorar en las noches de no poder dormir al tener que dejar lo que no se tiene y que por nada del mundo se quiere perder. Ah, niña, qué buena y qué bandida, con todo tu vivir a flor de piel y tu corto horizonte desde un principio gastándose en el dejar correr amaneceres y lunas hasta agotar tu vida en el zaguán de la casa provinciana. En tu portal pasabas miles de horas en un acumular de hastío y de canícula, viendo pasar a la gente por las aceras de nuestra rígida calle principal, estrecha y aletargadamente retrasada. Las celosías eran del mirar prohibido y chismoso. Y qué bien hiciste cuando dándole la espalda a la pobreza te casaste con el hijo del dueño de la comarca, joven y guapo, el mejor de los partidos. Fincas, casas, dinero y apellidos eran la mejor garantía para un futuro promisorio y sin problemas.
Aquella boda fue la mayor fiesta que se pueda recordar en los anales del pequeño y desperdigado amontonar de poco más de un millar de casas que con el mayor orgullo llamábamos nuestro pueblo. Ese casamiento sí que fue una maravilla para nuestra elegancia aldeana de cuellos almidonados, con un olor a naftalina que hacía recordar las fotos de tíos de grandes bigotes y madrinas emperifolladas, acomodados en sendos butacones y ridículas posturas. Sólo una boda como aquélla, con la orquesta de moda, adornos florales en cada mesa, brindis de sidra con pretensiones de champaña y varios mesoneros atendiendo por todo el salón, podía superar socialmente a nuestras reuniones mañaneras del dejarse ver en lucimiento de las mejores galas en las misas dominicales y las caminatas por el parque. También supe, mucho después, vaporizados los ensueños y desgarradas las apariencias, cuando el exilio fue Patria para la mayoría de nosotros y a los más afortunados les enseñó un poco de lo que eran en realidad, que en tu lucha de destierro y supervivencia tampoco hubo lugar para ti ni para tus pretendidas seguridades y vanaglorias. Se evaporaron las fincas, los apellidos y el dinero. Y supe también, mensajes inalámbricos de heraldos invisibles que pueden más que el tiempo y la distancia, que terminaste hundida y trabajando en Miami en una factoría. Te marchitaste, entre los hijos, en el llanto del confinamiento hostil y la pesadez de ir envejeciendo en otra calle de aburrimientos y letanías de una ciudad que en nada se parecía a nuestro pueblo, hasta caer en brazos de la obstinación y el abandono. Lamentable, muy lamentable. De corazón lo digo, muy lamentable, porque en mis deseos tú sí merecías evadir los señuelos de la vida para hinchar las velas y escapar en viajes sin escollos hacia lo mejor de este mundo. Tú, hermoso sueño mío, merecías la felicidad. Ah, viento traicionero, cuna de lo fatal, nunca llevas a buen puerto.
Pero, qué se puede decir, era inevitable y se intentó algo para lo que no podía ni podrá haber lugar alguno. Fuimos los hijos desperdigados de la Revolución, también y por encima de lo que se levantase a su lado, con las mayúsculas bien puestas. Con las mayores mayúsculas posibles. Cuando ella llegó, entonces no existió ni un ápice que no cayese bajo su peso y ariete en cada segundo de vida y en cada intención de hasta una mínima actitud. La Revolución fue la corriente de mayor envergadura que se pueda imaginar. Su martillo golpeaba sin descanso en una lucha y un avance que no entendían de razones ni negativas. Enfrentarse a ella era perecer. Era una mirada que lo abarcaba todo y un anegar hasta la altura de la flor y del bohordo que no distinguía el pétalo de la espina. Su improvisación podía superar con creces a cualquier imaginación. Era la culminación de las promesas y las posibilidades concentradas en un puño implacable y en un sueño de ceguera que contaban con un apoyo total y desquiciante. Y entonces, ¿qué pasó? Pues nada. Tampoco hubo lugar. Se echaron abajo muchos muros y se levantaron otros, de distintos colores y alturas, pero fundamentados en las mismas palabras para encubrir la verdad. Consignas y más consignas. La patria, la libertad, el derecho, la justicia, la igualdad, la paz, el sacrificio, luchar hasta morir, el bienestar del pueblo y lo mismo de siempre en retahíla interminable. Pero, inevitablemente, idéntico triscar. Mentiras, saqueos y muertes primero, y mentiras, saqueos y muertes después. El paredón como culminación de la nueva ley. Y la traición. Ah, sí, la traición, grande y total, a la luz del sol, como si fuese una maravilla de justicia a la que se tuviese que rendir pleitesía sin ninguna objeción. No, más que eso, había que aplaudirla. Y pensándolo mejor, sin resquemor alguno, y como en definitiva no hay tal lugar, ni para el sueño del bien reinando entre los hombres ni para el acoso del mal como jayán entre alfeñiques, no se debe temerla ni extrañarla. Traición es una bella palabra, hermosísima, siempre presente y audaz, terca y empedernidamente capaz de mantenerse viva y penetrante hasta el último poro de la realidad. La mentira y la traición son como el respirar y el andar y, en definitiva, como el existir. Y la Revolución fue la culminación de ambas.
Y si vienen más cosas, y más Revoluciones, poco importa, porque por más que se afane y se luche, por mucho que se logren algunas metas, reiterándolo hasta que caigan vencidos el tiempo y la memoria, no habrá lugar para nada ni nadie. El torbellino del vivir tiene como vórtice y corona a la inequívoca Utopía. Con ella girará sin fin hasta que el hombre desaparezca de la faz de la Tierra víctima de su inagotable locura. ¿Tuvo acaso lugar la rectitud sin manchas del inconcuso y generoso Moro? ¿Tuvo lugar fuera de su corazón el peso de ser la conciencia y el honor de una nación entera? ¿Tuvieron lugar el sacrificio sin frutos, las enseñanzas probas y la pena del dolor sin esperanza alguna ante la traición manejada por los viles en la oscuridad? ¿Hubo lugar después para los que se apoyaron en la mentira para proferir las diferentes y mendaces acusaciones que determinaron la sentencia que cayó sobre este hombre tan noble? ¿No rodaron también sus cabezas posteriormente al ser víctimas de otras intrigas? Ah, qué infantiles y necios fueron unos y otros. Que lo digan la cárcel oprobiosa y el vejamen y el hacha certera en manos del verdugo a la sombra del símbolo de Verdad que representaban la Torre y su temible Puente en el lejano Londres. Qué inocente fuiste Tomás Moro. Y nosotros también. Lo tuyo fue la Torre, lo nuestro el paredón. Hasta llegaste a perdonar al hombre que cortaría tu cuello y se persignó junto a ti entre los llantos con que se dolía de ser el ejecutor de tu condena.
Y tú, Enrique VIII, decapitador de sexos y justicias, el más bello y reconocido de todos los ensangrentados traidores, rey de reyes, la ley y el orden, la propia razón de ser de la divinidad venida a menos, la cima del poder y la codicia, ¡qué gracioso eras! Ah, sí, qué sandunguero y dicaz. La corona se ladeaba peligrosamente sobre tu cabeza y tenías que sostenerla en medio de jocundos apuros, mientras a borbotones y en ahogos te reías sifilíticamente, sin importarte un ardite el mundo ni las cabezas de hombres y mujeres que cortabas como si fueran cebollas que no provocaban lágrimas. Tú sí que fuiste una verdad, plena y clara, abarcadora, histórica, infalible, un paladín en defensa del concepto de la quimera. Después de ti, con las manos despreciables del poder absoluto destruyendo todo lo que pareciese justo y digno y de valía y de honor, pero con el dormir perfecto y renovador de un ángel infantil ahíto de placeres, podían venir la perdición y el diluvio. Qué maravilla de lección para inducir a la reflexión y transitar por el mundo con otra visión de las gastadas costumbres y con la certeza de la fatalidad como única resolución de lo ficticio. Tú y Moro, el Rey y el Canciller, amigos de siempre, compañeros de las risas y la música, hombro con hombro en el sermón de cientos de misas después de madrugar bajo campanas, conversando en la humedad de las catedrales, juntos en este drama de soberbia y de traición maligna rebuscada hasta la eternidad. Qué magnificencia.
Pero, reafirmando a la desgracia como resultado y diana de siglos y tragedias, y por muy tristes que hayan sido estas pruebas contra la sensibilidad y los mejores argumentos de la razón, se tenía que cumplir la ley: para nada hubo lugar. Y la historia se repetirá miles de veces, para no poder olvidar a Tomás y a su Utopía. El cazador, cazado. Se repetirá donde quiera que se arraiguen las pasiones y los miedos y los vicios con cualquier tipo de personajes. Porque no hay alternativas, y se debe, inevitable e inequívocamente hacer hincapié en lo definitivo y verdadero: nunca habrá lugar, todo será en vano, todo será inútil. Lo utópico siempre nos alcanzará. Qué historia tan hermosa para reafirmar al personaje que lo imaginó y que fue ciego ante su propia creación.
Y, ¿después? Pues bien, para mí, aún sin aprender lo necesario para no sucumbir, a continuación vinieron otras ilusiones, otras tierras y otras gentes. Y se presentaron con los más variados y llamativos disfraces, pero irradiando los mensajes y las impresiones de siempre. Tras la sinceridad, el engaño; perfumes sobre el lodo y la pestilencia; gusanos sin descanso horadando el rosal; sonrisas y dolores; placeres y cansancios; vitalidad y muerte como nota final del sufrimiento y la presencia de la vanidad hasta donde no se puede desear más. Sí, así es, porque no importa adónde queden sotavento y barlovento y hacia dónde quieras ir, no importa adónde huyas, no importa lo que sueñes, no importa que despiertes o que duermas, o que andes o que corras o que te quedes quieto, porque al final de los caminos no encontrarás jamás dónde meter tu mundo. Así será.
Y hoy, contando un cuento de un viejo solitario, en mi templanza, desde esta atalaya en que se barajan los recuerdos con todas las ilusiones marchitadas, entiendo desde aquí que el vivir mantiene su rasante. Pero, aún así, sin poder negar su palpitar como un renacer bajo mi piel, puedo ver en el recuento cómo al principio de mi madurez, cuando aún podía luchar con suficiente fuerza para soportar el peso del campanario sobre mi propio claustro, podía recibir y dejar pasar los años que en ese vivir aún se acercaban sonrientes y llenos de promesas. Se presentaban con un fuerte apretón de manos y con la dicción precisa de sus fechas, con los números bien dibujados y enmarcados. Y, torpe hasta la idiotez, creía saber que por más que se alejasen esos años uno tras otro en la nada del pasado, no tenían mucha importancia por ser pocos y porque todavía habría tiempo de sobra para recuperar las horas. Pero no, más tarde, casi imperceptible en la conciencia y el vivir, como una cascada que perdiese su incontenible caudal en un instante, ya no se aguantaba aquel peso que antes era tan ligero, ni se entendían bien las palabras. Las sonrisas asemejaban muecas y las reminiscencias se tornaban inalcanzables y se perdían en neblinas y en los olvidos de un imposible retrogradar. La pérdida era mucha, la amargura se hacía dueña, el agotamiento se hacía presente hasta la violación de la voluntad y el espíritu era una ladera precipitada para facilitar el deslizamiento en fuga de los instintos y las pasiones. Entonces, los años simplemente se iban, velados, corriendo inadvertidos, pasando por el costado de otro yo que en esos tiempos se borraba dormitando y perdido. Sí, los años tenían otra textura, se iban como vagones grises de un tren inalcanzable desplazándose por llanuras lejanas, hasta que después, descaradamente, seguían de largo cada vez más aprisa y más distantes, sin importarles nada, prescindiendo de los antiguos apretones de manos y sin siquiera mirar a la cara.
Y ahora, arrastrando a duras penas los recuerdos y saltando muchas veces entre ellos y su barbulla, como anulado ya de sueños y de su encadenar de hechos difíciles de precisar en el tiempo, cuando miro hacia atrás siento algún movimiento en la confusión de los almanaques arrancados. Es allí y en ellos donde las diferentes fechas se superponen y trastocan, donde las imágenes se confunden y donde, a veces, cual una aparición insólita, una que otra cosa llamativa alcanzo a barruntar después de un gran esfuerzo. Entonces, por instantes, me llega alguna melodía muy lejana, como un manantial de nostalgias en canciones y conciertos, o aparecen unos versos que fueron preferidos por mí o por alguien muy cercano a mi corazón, y me quedo con ellos a mitad del camino por no tener continuidad posible en la memoria. Otras veces se presenta un rostro sonriente que alguna vez pudo ser mío, o un roce de unos labios entreabiertos en sugestión de entregas en un instante de un atardecer, pero no logro descifrarlos y no sé qué hacer con ellos, no puedo detenerlos, se esfuman. Apenas logro interpretar con gran dificultad parte de esos mensajes. Y, amargamente, sólo alcanzo a comparar sus existencias y derrumbes con el vivir y sucumbir del inquebrantable Moro al despedazarse en el regazo de su amada Utopía.
Y así, viejo y doblado por la fuerza del decaimiento, alejado de cuanto alguna vez tuvo importancia en el ser, en el pensar y en el querer de lo vivido, no tengo mucho más que decir. Vivo separado a más no poder de aquel niño callado y sensible que se paraba a soñar en el patio de sus aventuras, a un costado de la vieja casa paterna, de maderas pintadas de blanco, jugando con su perro entre sus mundos inventados. Y veo en la lejanía a mi juventud amarrada a los sueños de la Revolución y después destrozada por ella. Y veo después al hombre que fui perdido por el mundo. Estoy solo. Y a solas ahora observo el apacible movimiento de la cortina del ventanal mientras el mismo viento que la bate me acaricia. Tras ella está el bamboleo de los ramajes más cercanos de los altos árboles de la avenida, y más allá, volando sobre el mar con sus figuras inventadas que imitan nuestro vivir de fantasías, veo el lento paso de las nubes, quizás deseando también el oscurecimiento de la densidad y el deshacer de la caída. Un aroma llega de alguna flor novia de abeja. Un pájaro que trina a placer se acerca y se posa en el quicio de la ventana para mirarme en actitud indagadora, nervioso y a la vez confiado, sabiendo que en mi actitud observadora no existe peligro alguno para él. Tras unas mariposas amarillas que se detienen sobre los charcos y el barro corre allá abajo un niño con carrera incierta y alegre. Y un velero que se aleja en la distancia, dibujándose contra el horizonte, eternamente nos hará pensar en grandes viajes y aventuras donde se podrían dejar amores efímeros pero llenos de promesas en miles de puertos.
Y así, con las imágenes que la memoria pueda relacionar para ir hilvanando las más finas sensaciones, y con este entender de un despertar que es luz a medias por haberse equivocado tantas veces, como atravesando una neblina, se afincan las raíces de esta soledad tan difícil de domeñar. El mundo entero va desapareciendo. ¿Adónde han ido como huyendo los queridos amigos? ¿Y adónde las amadas amantes? ¿Qué fue de sus carreras y de sus ilusiones arrastradas al vacío por las fuerzas de los fracasos y las renuncias? ¿Qué pasó con los sueños y las luchas que quedaron abandonados en el tiempo de los fusilados y los presos a perpetuidad? ¿Acaso tendremos todos almas de marinos sin veleros? ¿No podrá nadie escuchar el canto en llamada y en reclamo de las caracolas revoloteando en juegos con la arena y con la sal? ¿Dónde están el amor, la sonrisa y el ensueño? Qué horror! Pura fantasía. No lo sé. Ya no sé nada de esto. Y ahora puedo decir que no me importa. Seguramente todas esas cosas se perdieron en mi conciencia al ser arrojadas a las profundidades vacías que dejaron en mi alma todo este proceso de fracasos y todos los desmembramientos causados por la inclemente Revolución de la que ciertamente somos hijos desmembrados. Sí, se extraviaron a merced del acaso, como las marionetas que somos, como marineros que sueñan con sus puertos y sus novias lejanas, la mayoría buscando sin saber lo que buscamos y siempre navegando entre corrientes traicioneras a fuerza de brazo y de timón.
Sí, todo fue un disparate y para nada ni nadie hubo lugar. Utopía, pura Utopía. Y, sin embargo, qué fuerza tan extraña y tan gigante es el deseo, a veces, sólo a veces, en la oscuridad, cual una lejana lucecita que se asomara en el reborde de cada curva de una adivinada espiral, aún siento cómo se inquieta en mi interior la engañosa ilusión de que sí hay tal lugar, de que tiene que haberlo para encontrarle un sentido a la existencia. Pero no, claro que no, qué tontería, son sueños, sólo sueños, no hay tal lugar. Es la imaginación, esclavizante, que lucha desde siempre por reconquistar el control que antes tenía sobre mí. Sólo quiere lanzarme hacia el mundo de las quimeras para seguir vertiendo sobre este resto de vida la mayor cantidad posible de dolor y que con ello ya no pueda aminorar toda la amalgama de los engaños anteriores. Es ella, la imaginación, la que niega la realidad, la que a toda costa nos quiere amarrar al sueño del miedo y del deseo. Es ella, que persiste en apoderarse del poco tiempo que me queda. Me quiere obligar a dar tumbos hacia lo imposible. Sí, cómo si no la conociese, es la fantasía con sus miles de engaños que obnubilan la percepción ante los hechos verdaderos. Es la negación del conocimiento exacto de la Utopía. Y no he de permitirle que regrese para apoderarse de mi esencia, ni he de mantener esta destrucción hasta el postrer aliento de mi último segundo. Mis coyunturas crujirán, y mi paso será lerdo, y lo he perdido casi todo, pero no me dejo subyugar más, ni me han de arrastrar ni de empujar con las mismas mentiras de antaño hacia el borde del abismo. No caeré. Seguro que es así.
La vida es un ensueño y un transitar de engaños y de heridas que se repiten sin cesar. Y he de decirlo una vez más, y debería decirlo un millón de veces, hasta el cansancio: No, no hay tal lugar. No hay lugar para nada. No, no lo hay. Y por siempre no lo habrá.

Texto agregado el 31-12-2010, y leído por 117 visitantes. (0 votos)


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