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UN DÍA Y OTRO DÍA.





Por más de dos horas había estado en el pequeño patio, la mayor parte del tiempo sobre una de las lajas lisas y amarillentas que se dispersaban sobre la tierra y la corta hierba, muy cansada de tanto enjabonar y restregar. Parada y ligeramente encorvada bajo el peso de los hombros, con la falda gris mojada a la altura del abdomen, frente al lavadero de cemento que bajo la ventana se adosaba a la pared de la cocina, no había podido relajarse en más de una hora. En ese momento lavaba y enjuagaba un paño blanco que se deshilachaba por los bordes y que al igual que ella había conocido tiempos mejores. Lo remojaba y exprimía con la rabia de lo inevitable, con los nudillos adoloridos por el roce incesante contra la tela en sus esfuerzos por limpiarlo. Las manos le dolían. El uso de aquel jabón de tan mala calidad la estaba matando.
De pronto, quizá más que por oído por lo acostumbrada a lo cotidiano, entre el leve sonido del chorro de agua saliendo del grifo, escuchó el abrir y cerrar de la puerta que daba a la calle. Se detuvo, por instinto, o por rutina, temiendo que cualquier movimiento que hiciese pudiese romper el equilibrio de su atención recién despierta. Allí estaba, lo mismo de día a día. Era su marido que llegaba de una reunión del Comité de Defensa de la Revolución. Él era un simpatizante más de aquella porquería que ella tanto odiaba. Sonrió, disimulando su tristeza, con una mueca de cansancio que retrataba el acumular de tanto desagrado y tanta repetición sin fin.
Un instante después, apoyando el vivir en lo decididamente sin escape, miró hacia el interior de la cocina para ver la hora: las nueve menos cuarto de la noche. Cerró el grifo, dejó el paño en el borde del lavadero y entró a la casa secándose las manos en la falda y pisando suavemente, como si no estuviese presente, sin hacer el menor ruido. Y esperó. Por un momento reinaron en el estrecho ambiente de la cocina el calor de la hornilla y el burbujear del agua que hervía dentro de un cubo entre las ropas que blanqueaba por enésima vez. En aquella actitud, en su casi inmovilidad, se sintió aferrada al malestar de las manos y los brazos y al cansancio interno que atropelladamente se había acumulado hasta empozarse en lo más hondo de su vivir. Sentía que la cintura se le podía partir.
Aquella reiterada situación, como una caída, invariablemente la empujaba para hacerle conciencia de la magnitud de la depresión y la fragilidad en que vivía y con las mismas que tendría que seguir viviendo año tras año. Todo lo dañino se acumulaba sin cesar, sin un respiro y sin atenuantes dentro de aquella monotonía asfixiante. Se conocía y recordaba acorralada desde siempre, con sus emociones dislocadas y aquel penar abrasivo del cual no había podido apartarse. Y no sabía hasta cuando soportaría ese vivir sin respuestas ni salidas que la consumía de carnes y de tiempo entre las paredes de la casa y entre la paranoia de persecución y delación en que se vivía. Y para colmo su marido era miembro del Partido y uno más de los ciegos delatores de aquel maldito Comité de Defensa que tampoco le daba un respiro a nadie y que funcionaba a tres casas de la suya y en todas las cuadras del pueblo. Y en ese acontecer sin voluntades que no tenía fin, y sin siquiera pretenderlo, invariablemente terminaba dando vueltas en su mente sobre el mismo tema: nunca podría escapar de su lamentable soledad.
Se miró en el espejito que tenía colgando de un clavo en la pared y vio su cara desencajada y el pelo marchito y lacio que le caía por las sienes con las primeras canas ya multiplicadas. Y añoró su anterior cabellera, inmersa en el pasado de sus renuncias, que había sido brillante y vigorosa. Volvió a sonreír, esta vez con amargura y el mismo gesto de fastidio, mientras, se pasaba los dedos entre el cabello. Y así, regresó a su momento, más tensa y envenenada que antes.
Parada allí, con un peso de dolor sobre las caderas, podía sentir la intensidad de sus inspiraciones y la presión de los alientos contenidos que se escapaban sudando entre sus senos ahora enflaquecidos y la blusa pegada a la piel. Sí, allí estaban, él y ella, igual que siempre, al final de un camino que avanzaba desde un pasado que parecía una eternidad inútil, amontonándose día a día en el desagrado y en el convivir sin razón y sin sentido. Y sabía, sin posibilidad alguna de equivocarse, que podía detallar de antemano todo lo que sucedería a continuación. Conocía hasta lo imposible la rutina del encadenar de acciones y sonidos que pronto le llegarían avanzando a través de las sombras del pequeño y estrecho pasillo que corría desde la sala a la cocina.
Mantuvo su atención mientras escuchaba como se cerraba la puerta, los pasos del cansancio desplazándose al entrar en la casa, un golpe de metales sobre el vidrio de la mesita a un lado de la entrada cuando las llaves caían sobre ella, el ruido del periódico al ser tirado sobre el sofá, y, después, otros pasos, ahora más lentos, y la poltrona que gemía bajo el peso del cuerpo sin músculos ni formas. Escuchó cuando los zapatos se deslizaron largamente, en piernas sueltas y estirón vencido, con sonidos de arenilla triturada bajo las suelas y los tacones. Pronto se los quitaría para dejarlos en cualquier parte. Luego, el sonido de una sorda expiración llegó hasta ella. Nunca pudo descifrar si esto último era una manifestación de cansancio o un acto de complacencia por lo que realizaba en esas reuniones con el poder de hacer el mayor daño posible. Y sintió que aquellas maneras groseras, y todo lo que la rodeaba, le eran más que fatigosas y molestas.
Después, escuchó su nombre, como siempre también, a secas, sin un rastro de emociones, como un arañazo que le hiriera el pecho con una punzante frialdad. Y sin contestar escuchó su nombre de nuevo, acompañado por la petición del café acostumbrado y precediendo al chasquido de un fósforo. Siguió callada. Pero imaginó la posterior bocanada de humo regada por el espacio. También imaginó la cara mofletuda y sudorosa llena de satisfacción. Un segundo más, y le llegó el penetrante olor a tabaco. Entreabrió los labios en un intento que se apagó en el silencio de su impotencia, como ahogándose, para terminar con la boca apretada en un gesto que ya ni siquiera era de desagrado, ni de obstinación, ni de abandono. Era la mueca de la agonía sin exigencias. Como si no fuese capaz de otra cosa que seguir soportando, mantuvo su mutismo encerrada en aquella quietud expectante que no sabía hacia donde escapar y que cada día se hacía más baldía y dolorosa. En su cara, donde ya apenas quedaban restos de una hermosura resquebrajada, brillante de fatiga y de calor, deslizó un último intento de sonrisa, mustia y dura, resignada, para sentir y reafirmar con ese gesto el resumen del tiempo consumido en la constancia de su propia y terrible desolación.
Estaba tan cansada que se sentía abandonada de fuerzas y deseos. Y escuchó de nuevo la voz del hombre, en tres tonos distintos y cada vez más desapacibles, pretendiendo con exigencia los pedidos del café dentro de la letanía diaria. Su nombre le llegó en repetición, avanzando entre puertas y paredes, llenando la casa, para golpearla en el corazón y en el alma entera. Era una penetración cruel y dolorosa, implacable, que aniquilaba todas las posibilidades al estremecerla casi físicamente hasta la médula de los huesos. El hombre reclamaba con la prepotencia de una supuesta autoridad. Tampoco contestó. Una vez más se hundió en el hueco del desgano, convencida de su desamparo. No podía más. En un instante, tras un mudo suspiro que terminó tumbándole definitivamente los hombros y la cabeza en renuncia y rendición, su mirada se fue cerrando hasta alcanzar sólo un hilo de visión, una ranura de cristal donde podía percibirse un asomo de rencor más que contenido. Luego, con el mayor desaliento, se pasó el dorso de la mano por la frente y los pómulos sudados. Con los ojos ardiendo se quedó un instante mirando hacia la nada.
Después, borró de su rostro el resto de aquella impotencia muda, se irguió, y respiró con fuerza para escapar de la emoción que la quebraba. Envuelta en la costumbre levantó la mirada y dirigió las manos hacia el pote de café que estaba sobre una tablilla en la pared. Percibió, como muy bien lo sabía, que la pintura de esa pared estaba como ella, sin vida y deslucida. Echó el polvo dentro de la cafetera y apretó la tapa con nervio y con rabia. Habían pasado treinta años. El olor del café, los vapores del agua hirviendo y la agonía de estar siempre allí, la asquearon y revolvieron en el dolor de su rutina y en el vacío de su vida. La asquearon hasta lo imposible. Aquella resignación suya era la síntesis de lo infecundo y la negación diaria de una verdadera razón de vivir.
Afuera, entre vientos húmedos que rompían el silencio de la oscuridad, seguía amenazando la borrasca que durante horas se había colmado de calor y nubes grises que no terminaban por desencadenarse. Otra lluvia. Otro tabaco. Otro café. Otro estar allí. Y otra noche para compartir la misma cama sin ningún tipo de deseo pero con el mismo disgusto de cada día al no tener nada de qué hablar. Y como siempre, al final, en suma inagotable, otro día más. Y mañana, lo mismo. Y después, igual. Era agotador. Creyó por un momento que algún día arrancaría a correr en cualquier dirección, sin mirar atrás, hasta perderse sin que jamás pudieran saber de ella. Se miró las manos, respiró hondo y sirvió el café humeante en una taza amarilla. Estaba rígida. Se dirigió hacia la sala. El olor total del ambiente de la cocina, el del café y el del humo del tabaco la penetraron y la envolvieron desagradablemente. Sí, algún día se marcharía, lejos, hacia la nada. Tendría que hacerlo.

Texto agregado el 31-12-2010, y leído por 162 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
31-12-2010 me ha gustado mucho pero esto en lugar de cuento parece poesia no hay personajes elensabinao
 
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