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LA ESPINA.










Antonio fue el último en llegar. Alto y delgado, con los ojos despiertos mirando en todas direcciones, como buscando en qué inmiscuirse para seguir arreglando el mundo, con el pelo canoso a pesar de no tener muchos años, con la voz tremenda y retadora dirigida al espacio y a todos los oídos sin precisar dirección alguna. Lo trajeron un mediodía, bien sujeto por dos enfermeros gigantescos que lo manipulaban a placer a pesar de que no hacía resistencia alguna y de que estaba maniatado con los brazos a la espalda. Llegó con varias laceraciones alrededor del ojo izquierdo, como si le hubieran dado varios golpes en una pelea callejera, o, adivinado por la expresión de la cara seria y desencajada, tal vez como producto de una caída libre bajo los efectos de un ataque epiléctico. Era adicto a la heroína. Decía que venía inundado de espinas y que podía lanzárselas a todos los que estaban allí para que aprendieran lo que era el dolor más intenso imaginable. Y, dicho esto, desde el primer día, ya en la tarde, cerraba los ojos mientras se contraía para concentrarse en sí mismo y empezaba a gritar a la vez que se revolcaba en el piso quejándose de dolores y pinchazos insoportables. Después, se dormía y se quedaba inmóvil en las más disparatadas posiciones en cualquier rincón o en cualquier asiento. Podía estar horas y horas sin despertar y sin dar señales de vida.
Lo habían asignado al último cuarto del pasillo que daba a la puerta de entrada, junto al salón de la televisión, y desde allí se escucharon muchas veces sus discursos sobre los trabajadores, sobre la Revolución pacífica que muy pronto él habría de hacer surgir y sobre la Justicia social que tan necesaria era alcanzar en esos tiempos que se vivían. Otras veces, increpando a los que establecían el orden y la vigilancia de los pacientes, decía que ninguno tenía derecho de mandar sobre los demás, que todos eran jefes, y que nadie tenía que obedecer porque la libertad tenía que ser absoluta. Todo esto a viva voz. Las leyes y los reglamentos, decía, sólo sirven para enredar y para apoyar a los poderosos que tenían patente para burlarse y estar por encima de cualquier orden diferente al que a ellos les convenía. De todo lo que hablaba escribía comentarios con un lápiz en un grueso cuaderno que siempre llevaba consigo y que en sus momento de tranquilidad se ponía a hojear con gran concentración. En sus adentros, en los resquicios donde habitaban sus espinas, era un reformador. Pero un reformador lleno de heridas que se dolía y se martirizaba en sí mismo. Jamás se reía.
Su compañero de cuarto era un hombre mediano y trigueño, identificado como Núñez, de cabello muy abundante y negro, relativamente agresivo cuando no obtenía inmediatamente lo que pedía, que aparentemente se masturbaba en todo momento y que hacía ruídos muy extraños con la garganta, sin abrir la boca. Era el que más comía y el que recogía lo que sobraba de las bandejas que los otros abandonaban en la larga mesa del comedor para comérselo también. Sin embargo no era ni remotamente gordo. Gastaba su energía recorriendo los pasillos sin cesar, de un lado a otro, sin mirar a nadie, con un paso rápido y pendular que en cierta forma asustaba porque parecía que podía llevarse por delante a cuanto estuviese en su camino. Cuando se agitaba y trataban de dominarlo mostraba una fuerza extraordinaria y salvaje. Estos episodios terminaban siempre con una inyección que lo dejaba como un bobo. Todos le temían.
Todos menos Antonio, porque Antonio era capaz de sermonear sin agresividad a quien se le pusiese por delante ya que él era el poseedor de la justicia y la sabiduría. Hasta que sucedió lo inevitable. Antonio se sentó a la mesa en el supuesto asiento de Núñez y éste lo atacó golpeándolo sin freno hasta que el personal a duras penas se lo quitaron de encima. Las viejas heridas sobre el ojo de Antonio se abrieron de nuevo. La sangre le corría desde la frente hasta el cuello recorriendo la mejilla y la mandíbula. Después del tropelaje Antonio se fue a su cuarto, sin lamentarse, discurseando, argumentando en contra de la violencia, sin mostrar rencor ni deseos de venganza. Cuando fueron a buscarlo lo encontraron muerto sobre la cama, una gigantesca espina invisible le había atravesado el corazón por todo el medio.

Texto agregado el 31-12-2010, y leído por 163 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
31-12-2010 me gustó tanitani
 
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