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Mientras todos dormían en casa, Don Julio Gardeazabal se reunía con la mujer más atrayente y enigmática que conociera en su vida. La seductora, le decían en el bajo mundo. De rubios cabellos y extraños ojos verdes, la misteriosa mujer esperaba ansiosa en un cuarto del motel la Venus de Milo, en interiores de delicado bordado negro.

Don Julio, o Julito, como le decía su esposa, llegó finalmente al 316 de la Venus de Milo y en un santiamén ya se había quitado hasta las medias, mientras la seductora lo observaba con un extraño brillo en los ojos.

Julio Andrés o Juniorcito como lo llamaban todos en la casa, se despertó con los estrepitosos golpes en la puerta. Eran las 5 de la mañana y dos agentes de la policía lo esperaban en el antejardín de la casa. Su padre, Don Julio Manuel Gardeazabal Ibáñez había muerto. Con la hoja de un filoso cuchillo lo habían degollado.

La noticia no demoró en ser conocida por todos, el famosísimo doctor Julio, en el cuarto de un motel de mala muerte, desnudo, asesinado. Nadie lo podía creer. Únicamente doña Martha María, su esposa, era conciente de los hechos, porque los había vivido durante años, y en cierta forma, el que fuera públicamente conocido, a más de una vergüenza, era un alivio.

Pero para Julio Andrés el suceso era escabroso, no que a su papito querido le gustasen las putitas, porque a él, el Juniorcito, el hijito consentido del doctor, también le gustaban, sino por lo macabro del homicidio, especialmente por tratarse de una prostituta, pero sobre todo, por lo indignante de la escena del crimen. Era doloroso saber que su respetadísimo papá había sido encontrado por una empleada del motel con los calzones abajo, y un condón colgándole del miembro, cargado de semen.

Restándole importancia a las causas de la muerte, y cumpliendo con el protocolo, Julio Andrés acompañó a su madre y a sus hermanas Tatiana y Catalina al sepelio de su padre, así como miles de pacientes, familiares, colegas y amigos.

Durante la misa todo transcurrió sin percances. Luego, el gran sequito que asistió a la iglesia se dirigió al cementerio central para despedir a tan ilustre caballero. Recordemos pues, que nadie es malo cuando se muere.

Es ahí cuando una presencia inquieta a todos los presentes. Una mujer de rubios cabellos y extraños ojos verdes, es observada por todos, porque a nadie le resultaba conocida. Julio nunca olvidaría tan increíble rostro.

Dos semanas después el doctor Heriberto Batista, honorable Juez de la República es hallado muerto en su apartamento. Siete puñaladas en la espalda habían agotado sus signos vitales. Curiosamente, sus arterias estaban taponadas de heroína. No era la primera vez. Pero lo más aterrador del caso no era la extraordinaria cantidad de espesa sangre regada en el suelo, sino que nuevamente el modus operandi parecía ser el sexo. Restos de semen brillaban sobre el rojo líquido vital.

A las exequias del Juez, asistieron los Gardeazabal, por ser este un íntimo amigo de la familia, particularmente del difunto don Julio. Una figura ya no tan desconocida, pero ahora aún más misteriosa, volvía a hacer presencia en el camposanto. Al terminar de despedir el desangrado cuerpo, ese rostro faltaba en la concurrencia. La mujer rubia había desaparecido.

Esta presencia descontrolaba a Julio Andrés. Esa noche no durmió. Si bien muchas de las personas que estuvieron en el entierro de don Heriberto habían estado también en el de su padre, sólo la atractiva silueta de la extraña mujer lograba captar su atención, casi hasta la locura. Las extrañas muertes coincidían con la aparición de ese fantasma.

Un tercer homicidio a las afueras de la ciudad conmociona nuevamente a todos. Está vez se trata del comandante de la estación de Policía Local. Había rentado la finca oficial de la policía, pero no había ido allí con su familia.

Con múltiples agujeros de bala y completamente desnudo lo encontraron en el borde de la carretera.

En el reporte de Medicina Legal se explicó que sobrevivió media hora luego de que el disparo crucial perforara su pulmón izquierdo. Si tan sólo los conductores que pasaron por allí en ese momento hubiesen sabido que se trataba de tan importante personaje, tal vez ahora pudiera decirnos quién lo acompañaba esa tarde de domingo. Cabe anotar que irónicamente, el arma usada fue el mismísimo revólver del comandante.

Sofía devoraba gustosamente los recuerdos de sus recientes crímenes. Pasaba horas contemplando las fotografías que había tomado en cada escena.

Recordaba los ojos sorprendidos y desorbitados del medicucho cuando susurró a su oído quién era. Y después el cuchillo, su favorito, con el que acostumbraba cortar la carne, como se deslizaba suavemente por ese flácido y arrugado cuello.

Y que decir del Juez Batista, que se quedó atónito, pasmado, mientras ella lo apuñaleaba repetidamente. Y que término su vida como la había empezado, con un chorro de esperma disparado, sobre la sangre ya derramada.

Pero ninguna satisfacción pudo ser mayor, a la de ver como corría ridículamente desnudo, con sus flojedades aireándose el comandante Alberto Echandía.

Días antes del asesinato del comandante Alberto Echandía, Juniorcito, por pura casualidad, lo había visto junto a ella, a la seductora, y le causó sospecha de que exactamente la misma persona, desconocida a los ojos de todos, tuviera algo que ver con Don Julio, su padre, y los amigos difuntos de este; Julio Andrés llegó a pensar que tal vez ella había sido la responsable de todos los asesinatos, pero ¿Con que motivo? La duda se apoderó de él, y quiso seguirle la pista a esta mujer.

Doña Shera era la matrona en un burdel del sur de la ciudad, y era famosa por organizar las mejores despedidas de soltero, a varias de las cuales asistió nuestro acongojado héroe. Por eso recurrió a ella. Doña Shera, a pesar del apelativo, no era una mujer muy vieja, rondaba los cuarenta y era bastante atractiva. Y había sido amante de los Gardeazabal, padre e hijo.

Al ver a Julio Andrés desesperado, sin poder articular palabra, sabía ya porque iba. Conocía a Sofía desde que era una pequeña y triste niña, cuando la acogió bajo su potestad, y la cuidó hasta convertirla en la mujer que es hoy en día. Igualmente, con sus poderes de bruja mayor, de alcahuete del bajo mundo, sabía de antemano el desenlace de la historia.

Contó al joven como conoció en sus años de juventud a la madre de Sofía, y como la muchacha heredó los rubios cabellos y los ojos claros de un extranjero que buscaba desahogar sus apetitos en el cuerpo de una hermosa latina.

También le contó porque todo esto estaba sucediendo, Doña Shera confesó a Juniorcito que su padre y sus amigos, habían abusado sexualmente y habían acabado con la vida de la madre de Sofía, y esta simplemente buscaba una dulce venganza, comentó que habían sido su padre y tres hombres más, y que a lo mejor pronto llegaría la muerte del último.

Juniorcito, sorprendido, pero a la vez con ansias de que todo acabara, abandonó el burdel sin decir ni una palabra, tomó un taxi y se dirigió a la estación de policía, y avisó lo que podría estar a punto de suceder.

Cuando Sofía, la seductora, entró al apartamento de Simón Arrieta se encontró con la sorpresa más grande de su vida. El periodista de 52 años colgaba del techo con una soga al cuello. Una silla de madera había soportado antes su cuerpo. Y una carta, en la que reposaba la más horrenda confesión descansaba sobre una mesa.

Así la encontraron, policías, periodistas y el mismo Julio Andrés, llorando, consternada, con la carta en sus manos. Su venganza había culminado, pero no había sido ella quien diera la estocada final.

Sofía, al verse descubierta, sacó el puñal con el que ansiaba asesinar a la última de sus víctimas, y con un movimiento rápido, antes de que alguien intentara siquiera detenerla, se cercenó el cuello, cortando con exactitud su aorta y llenando de sangre el rostro de Julio que se acercó para evitar que esa tristísima mujer acabara con su propia vida.

Los periódicos vociferaban, describiendo cruelmente con pelos y señales el horrendo homicidio que Simón Arrieta confesara en su misiva. Igualmente describían el suicidio de la bella asesina, la madona de la muerte.

Sólo un hombre recordaría ahora como lucían realmente sus bellos ojos, verdes, inyectados de sangre, como deberían lucir ahora todos. Y es que el ser humano tiene ese componente en sus genes, esas ansias de sangre, de dolor, pues no somos corruptibles, nacemos corruptos, sólo hace falta algo o alguien que encienda el interruptor. En el caso de Julio Andrés, de Juniorcito, nuestro intento de héroe, fueron unos bellísimos ojos verdes, de un verde sanguinolento.

Texto agregado el 30-12-2010, y leído por 87 visitantes. (1 voto)


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