Milagros no hay
Había nacido con una especie de mal congénito, algo que la ciencia no podía explicar acabadamente. En un principio nadie lo percibió hasta al despertar hormonal. Hijo de dos trabajadores pobres, como todo trabajador, infancia austera, adolescencia deseante y altamente conflictiva. Después de los trece ya no pudo ocultar su peculiar “defecto”. Sus omoplatos no eran como los de cualquier persona, ellos poseían una especie de extremidades aterciopeladas, daba toda la impresión de que se trataba de alas, aunque con algún tipo de atrofia.
Los médicos propusieron a los padres la internación de Ernesto, para hacer pruebas con él y ver de que manera solucionar el problema. Pero los humildes trabajadores no quisieron someter a su hijo a la experiencia de un cobayo de laboratorio. Es que el pobre ya tenía suficiente con sus… “alitas”… como para andar sometiéndolo a experimentaciones sin garantía de nada.
Angelito, le decían en la escuela. Ya estaba repodrido de aclarar, contestar, afirmar una y otra vez que su nombre era Ernesto y que no era ningún angelito, pero la crueldad humana se ejercita con mayor virilidad a esa edad.
Para colmo de todos los males sus padres eran fervientes ateos, padre y madre marxistas practicantes y conocidos en el barrio por su militancia político-social, por lo que eran señalados por todos y cada uno de los vecinos, que por lo bajo murmuraban al verlos pasar, Dios los castigó por su ateismo y les mandó un ángel por hijo.
Más de una vez los evangelistas y cristianos habían tenido la osadía de acercarse a su puerta para pedirles a los padres la autorización de llevarlo a la iglesia. Más de una vez salieron cagando aceite, tras los insultos de los indignados padres.
Todos se sentían culpables: el hijo por ser el hazme reír o el milagro de todo el mundo, sus padres por no saberlo proteger, motivos por lo cuales la relación familiar solía tensarse, en lo que también colaboraba la propia dificultad que esa edad acarrea a todo el mundo.
Por más que nunca se dijeron nada, los viejos en esos momentos de soledad, que les imponía su cotidianeidad obrera de bondis y trenes, en lo profundo de su ser se cuestionaban su ateismo y la posibilidad de que aquello realmente pudiera ser un castigo divino. Cuántas veces se dijo Alba: “si me dieras el milagro de hacerlo común y corriente juro que te seguiría”, efectivamente no le estaba hablando a un médico o un familiar, sino al mismísimo Dios. A Pedro se le daba más por putearlo, negando y afirmando su existencia, en las mismas frases.
Pero ni los momentos difíciles de la relación familiar ni los entredichos con la fe les hacían olvidar el profundo amor que les generaba Ernesto, para el resto Angelito.
Una tarde a la salida de la escuela doña Herminia se le acercó al joven y le pidió que la acompañara a su casa porque su hija lo quería ver. A la vieja pocas veces se la veía en el barrio, es que vivía prácticamente recluida. Su hija había tenido un accidente, que la había dejado postrada y ciega.
Ernesto, que nada de tonto tenía, intuyó rápidamente las intensiones de la mujer. Él sabia que ella tenía la esperanza de que él realmente fuese un ángel he hiciera un milagro con la joven, por lo que entró en la disyuntiva de ir y decepcionarla o no ir y decepcionarla también, pero de seguro era que de no ir la vieja mantendría algún tipo de esperanza, ¿Pero de qué sirven las esperanzas cuando todo es irremediable?
Al ver fijamente sus ojos devastados por la tristeza y el tiempo, el muchacho corrió desesperado hacia su casa, se encerró en su pieza y no salió hasta bien entrada la noche.
La mujer quedó inmóvil, perpleja, no entendía la reacción y así se mantuvo durante un rato, consumiéndose en la certeza de que aquel muchacho podía devolverle la vida a las dos. Y por más que le daba vueltas al asunto no encontraba respuestas a la huída, a la vez que se auto mortificaba creyendo ser indigna de la gracia divina.
En la cena no hubo diálogo ni Alba, ni Pedro, ni Ernesto habían tenido un buen día, nada que mereciera la pena ser contado. Muchas veces sucedía esto, en las que los ruidos de los cubiertos y de la masticación eran la única melodía de la casa. Pero a Ernesto le venía una y otra vez la imagen agónica de Herminia. Sus ojos era un puñal que atravesaba el espíritu dejándolo sin aliento y cuando ya no pudo más, rompió la musicalidad alimenticia:- ¿Es bueno quitarle las esperanzas en uno a una persona, ya sea por no ser lo que ella desea de uno o ya sea por no querer hacer lo que ella espera de uno? -Los viejos se miraron desconcertados, creían que su hijo pensaba que los había decepcionado por algo que efectivamente estaba fuera de su alcance modificar.
Alba y Pedro chocaron sus miradas pidiéndose mutua ayuda, pero las palabras parecían atascadas en el tiempo, olvidadas en la desidia de la culpa, desterradas de toda posibilidad de ser. La inmovilidad llevó a Ernesto a agachar su cabeza, en clara señal de derrota, y volvió a masticar.
“…Las esperanzas pueden ser buenas si en sí mismas encierran el accionar humano. Es decir, si impulsan al hombre a actuar para conseguir por ejemplo la revolución, pero muy, muy malas si conllevan la fe en la salvación de la inmovilidad propia. Si hacen que la gente espere que las cosas cambien por si solas. Por lo tanto depende de qué tipo de esperanzas estés rompiendo es bueno o malo, no sé si esto responde tu pregunta hijo mío…” concluyó Pedro.
La verdad es que no lo sé padre, es que hay alguien que espera que yo sea un milagro, y yo estoy seguro de no serlo, y pretende que yo haga cosas que no puedo hacer.
Pues entonces demostrale que se equivoca, para que de esa manera pueda seguir buscando. De lo contrario quedara atascada en medio de un camino sin fin ni principio. Estará condenada a la inacción y como te decía eso es malo, al menos para mí.
¡Gracias! lo pensaré.
Al día siguiente la rutina despertó al sol para que todo comenzara de nuevo. Ernesto caminó las siete cuadras que lo separaban de la escuela y aguardó el fin de la jornada, con la intención de reabrirles el camino a Herminia y a su hija. Pensaba acompañar a la anciana hasta su casa y ver a la joven, defraudar a ambas y volver a su casa sin culpa, pues él no era quien había dicho que podía hacer milagros.
A la salida la mujer lo aguardaba en la vereda de enfrente. El joven no le dio tiempo a moverse, cruzó a las zancadas, y una vez frente a ella le dijo: vamos la acompaño, aunque se que será en vano. La mujer dejó escapar una lágrima y se puso a caminar. Así anduvieron veinte silenciosas cuadras, sin siquiera mirarse, imbuidos en una vergüenza tanto ajena como propia.
Una vez dentro, Ernesto pudo observar, con sorpresa, que nada era como lo imaginaba, había fotos suyas por toda la casa, pero no eran las únicas fotos aladas, una inquietante sensación lo dominó. La mujer lo miró como invitándolo a seguir camino por un pasillo que escupía humedad. Al final una puerta de madera gastada, de seguro el lecho de la inválida.
-Ana he vuelto-… susurró la mujer….- Y no lo he hecho sola, él viene conmigo. Nadie respondió, así llegaron al final del corredor. La mujer cogió el picaporte y… la niña estaba hamacándose en una silla mecedora, no parecía estar muy inválida, ni nada por el estilo. La ubicación contraria a la entrada no permitía ver nada.
-Debes pasar solo, ve anda, no te hará nada, ella me pidió que te buscara, por favor camina.
-Perooo….
Herminia le dio un empujoncito y cerró la puerta. Ernesto ya adentro comenzó a arrepentirse de haber ido, es que nada era como lo había imaginado. Intentó tomar el picaporte para salir, pero la puerta había sido cerrada.
-Sentate por favor en la cama dándome la espalda…- la voz era un llanto de júbilo, un deseo eterno, un canto de sirena, algo dulcemente indescriptible.
El joven lo hizo sin dudar, el pedido había sido simplemente irresistible…
-Pensé que te encontraría en la cama.- dijo entre cortado el muchacho. No hubo respuesta.
La silla chilló con fuerza, y ante el mínimo intento de movilidad del joven la voz volvió a aparecer. …
-No por favor, no te muevas aún…
El joven no entendía nada y de pronto algo lo asustó, sintió que alguien acariciaba sus extremidades, y no estamos hablando ni de las manos ni de las piernas, nunca antes había tenido ese cúmulo de sensaciones apretando su pecho, nunca antes nada le había hecho tanto bien.
Ahora escuchaba un llanto, un llanto real, no quiso darse vuelta, la voz le había pedido que no lo hiciera y prefirió seguir inmóvil, las caricias parecían comenzar su ocaso, pero resurgían como el ave fénix.
-Pensé que el accidente te había dejado inválida…- dijo entre angustiado y aliviado… que suerte que no fue así, lo que no entiendo es porque no viniste a buscarme, si la movilidad no parece ser un problema…
Otra vez no hubo respuesta. Parecía que la joven había perdido el habla, pero sus lágrimas comenzaban a empapar la remera de Ernesto, entonces éste giro su cabeza y la vio arrodillada sobre la cama, levemente inclinada hacia él. Era la belleza encarnada, un soplo de vida, su piel oscura, la noche que el día anhela, sus labios finamente dibujados sobre un rostro perfectamente inolvidable.
Entonces ella simplemente se dio la vuelta y dejo ver, sin más ni más, sus alitas, ahora eran dos, nada lo hubiese hecho tan feliz, era el escape a una soledad devoradora, a la societaria condena del distinto. Solo atinó a retribuir las caricias y ella lo abrazó y le contó su historia.
Nunca existió accidente más que el de sus alitas y la vergüenza que obliga a la reclusión, su madre no había sabido como sacarla de allí y solo pensó en demostrarle que no estaba sola, que no era la única y que igualmente de haber sido la única no tenía porque esconderse. Pero hay cosas que no son fáciles de superar, ahora ya son dos y en conjunto todo es más fácil.
Lo de ellos no había sido un milagro, ningún dios inexistente había metido ni su mano, ni su cola, sino el producto del desden capitalista, de ese milagro humano que llamamos progreso, el problema es responder progreso de qué y para quiénes.
Sus padres habían trabajado juntos en la misma química, durante una docena de años sin protección ni resguardo alguno, a destajo, por lo que los tóxicos (pesticidas en su mayoría) habían modificado sus niveles celulares, que dio como resultado aquella mal formación en sus descendencias, es que a veces la sin razón del dinero hace que algunos agonicen y otros se desformen.
Este texto pertenece a mi libro "de la decadencia" Nohayvergüenzaediciones marzo del 2010...
el cual lo pueden conseguir en la flia o pidiendomelo a mi |