EL SUEÑO DEL LOCO.
a Giomar de León, con cariño y admiración.
Soñó que estaba cuerdo. Y su espacio dentro del sueño se fue aclarando tras un abrir de cerrojos y de un chirriar de puertas metálicas que precedieron al escape y al ascenso de su mente hacia el entendimiento. Subía, ingrávido hacia la amplitud, desde las profundidades de un abismo donde la luz no se conocía. Al llegar arriba y quedar liberado en la plenitud de un escape casi imposible, de inmediato su mente fue generando el fluir y acopio de los recuerdos y las relaciones que le habían sido negadas. Se dio cuenta con complacencia que él era un duplicado del recuerdo del dormir y el despertar del chino soñador de la leyenda milenaria, en las riberas del río Amarillo, en la ambivalencia del sueño y la realidad, volando entre las mariposas como otra mariposa más. Y desde aquel su renacer exaltado de razón, yendo de una evocación a otra sin ningún esfuerzo, supo de los tiempos en que era capaz de entender las lecturas más intrincadas y también de resolver los problemas más complicados. Y reconoció que siempre había estado a medio camino entre las Ciencias y la Literatura, que era como decir estar entre las ilusiones de su padre y las más internas de las suyas. Y andando por un nuevo camino de sorpresas de pronto se presentó ante él el tenebroso Faulkner, con su Sur sombrío, pleno de alcohol y de tabaco. Las obras de éste, junto a otros cientos de libros, se presentaban ahora ante su visión e inteligencia como viejos compañeros de claros mensajes y sabiduría. Soñando, y teniendo conciencia de que soñaba una dualidad, no se asombró de su aguda percepción cuando partiendo de Faulkner pudo penetrar en las pasadas lecturas de las obras de Huxley. Se sonrió al percibir la frialdad de sus páginas y se maravilló ante la soñada realidad de que aquel lenguaje de reloj inglés y visionario volviera a serle asequible. Absalom y Contrapunto le cabían en el intelecto sin obstrucción alguna. Las páginas oscuras, espinosas y difíciles en otros años, pasaban por su memoria como si estuviese andando junto a un arroyo que fluyera más lento que su paso al acompañar a la débil corriente y al cual se le pudiese ver el fondo sin esfuerzo alguno. Las entendía de igual manera que cuando antes de la locura se paraba frente al espejo y se veía repetido, casi como en ese sueño, pudiendo reconocerse sin aturdirse. Y sonrió también, con cierta simpatía de sí mismo, cuando evocó que después, comenzando la caída hacia el desvarío, frente a otro espejo, inútilmente intentó miles de veces convertir lo derecho en izquierdo y viceversa. Y soñó a Gurdjief. Recordó los Fragmentos de la enseñanza transmitida por Ouspensky y todos los capítulos le fueron tan límpidos como la mirada que el propio ruso alcanzó cuando la neblina se borró delante de sus ojos, aquella noche que caminaba buscando su conciencia por las calles de San Petersburgo. Como Ouspensky, él también había echado la niebla fuera de sí, la más densa niebla, aunque fuese en sueños, y estaba iluminado y despierto. Se sintió feliz. Su capacidad de raciocinio era perfecta. Era mil veces mayor que la que poseía antes de la locura. Y todavía quiso ponerse más pruebas. Las raíces cuadradas y cúbicas de cualquier número las podía computar con la mayor facilidad en un mínimo tiempo. Y las ecuaciones de todos los grados le resultaban simples operaciones de cómodo manejo, sin necesidad de apuntarlas para su resolución. Le bastaba con dibujarlas en su mente para pensarlas y desde allí encontrar todas las respuestas. Ahora el mundo del Cálculo era una bagatela para él. Newton y Leibniz, juntos, con la generalidad de sus teorías, le cabían en el infinito cerrado de la palma de la mano. El orden del análisis más escrutador trabajaba en su mente como un mecanismo de cognición de gran exactitud, llevándolo de una verdad a otra, sin dar saltos, de escalón en escalón. No había absurdos en las progresiones periódicas decrecientes que se deslizaban por su mente, y el concepto del límite hacia donde éstas intentaban escapar en su tendencia a desaparecer en disminución acelerada, le resultaba más que elemental. Simplemente no podían evadirse. El mundo se había transformado en pura sencillez. Principio y consecuencia se unían en su pensamiento por un puente de fácil tránsito, sin exigencias ni descalabros, sin fallas que pudiesen producir vibraciones en las bases de sostén. Y sentía cómo aumentaban su perspicacia y capacidad de discernimiento en la conciencia de su sueño. Y lo sentía porque estando en medio de los exámenes que acometía y resolvía, podía verse excitado y contentándose cada vez más. Había regresado a la sensatez con un exceso de la mente y una brillantez única que inclusive nunca antes había conocido. Al mismo tiempo, dentro de su pecho, las emociones que llegaron a ser tan violentas y contradictorias, se ajustaban y aquietaban perfectamente bajo el poder de su crecida serenidad. Estaba tranquilo. De nuevo andaba por la vida emancipado y juicioso, en plena capacidad de poderío. Y andando sin ataduras ni restricciones, regresó a sus lugares más queridos. Y pudo fumar y beber a placer; y fue a sentarse en los parques para ver los árboles, y los lagos, y las ardillas corriendo por la hierba y subiendo ligeras por los troncos y las ramas; y estuvo en las cafeterías con sus mesas al aire libre; y entró a las bibliotecas y teatros; y pudo amar a las mujeres; y jugó con los niños. El sueño se abría ante su cordura de soñar dándole el premio de la libertad, el mayor de los dones, dejando atrás a la locura, con todas las posibilidades de escoger cualquier camino o idea. La Razón le daba, como nunca antes, todo el espacio posible para la purificación. Estando en ese alentador júbilo, surgió el admirado Freud de las tinieblas que ambos habían dejado atrás y vino hacia él, y lo abrazó, dándole palmadas, feliz y agradecido, sonriente. Le explicó miles de cosas sobre la locura en menos de un instante. Y detrás de éste, vino Sócrates, con sus sandalias y su larga túnica sin bolsillos. Como una prueba también lo recibió con alegría y lo interpeló. Y pudo contestarle todas las preguntas sarcásticas y orientadoras sin caer en ninguna de las trampas que éste le tendía, sin contradecirse. Alternó con él, con confianza pero con cautela, siempre soslayando las flechas que el mayéutico ladino le lanzaba. Sin enojarse jamás, el más feo de los pensadores, con el escaso cabello alborotado, chasqueaba la lengua y se relamía de gusto mientras reía al escuchar sus salidas ingeniosas. Por la mirada inquisitiva, o quizás por la ironía del ateniense al hablar, creyó recordar que ya había soñado a Sócrates en otras ocasiones. Y también vislumbró que cada vez que se reunían en un sueño, conversaban en el mismo talante y al final se hacían amigos. Y rieron juntos cuando hablaron sobre la locura. Sócrates le dijo que los locos vivían en un sueño de vigilia, sin comprender ni negar jamás que arriba era igual que abajo y que los dioses, si existían, no tenían nada que ver con el mundo de los hombres. Le dijo que el Trismegisto había vivido con otro nombre al lado de su casa, en Atenas, hacía miles de años, y que éste hablaba y explicaba esos temas que él le decía ahora desde que aquél abandonó al Tot cinocéfalo de Egipto para venirse a Grecia. Y le dijo también que este Hermes misterioso, adoptado por la inteligencia de su tiempo, siempre dejaba sus razonamientos en el aire, como trapos volando en las noches a la luz de la luna, que decían que era su madre, para que la mayoría de los hombres no entendiera absolutamente nada. Hablando sosegadamente añadió que el Trismegisto, que imaginó las vibraciones del mundo entero y la ausencia del Absoluto hacía más de cinco mil años, se burlaba de la gente como si fuese un chiquillo. Y le dijo también que a éste lo tildaban de loco porque siempre se estaba riendo y parecía vivir en un mundo aparte y extraño para todos. Y entonces, él se rió. Y Sócrates también. Le gustaba encontrarse con el amado bebedor de cicuta porque era puro y nunca estaba de mal carácter. Llegó a pensar que el griego era igualmente un loco que viviría para siempre en el mundo de la Serenidad, guardando dentro de sí su incansable y suave denuedo. Entonces, llevado de la mano por la risa, recordó con exactitud que sí, que ya desde antes éste se presentaba con su sabiduría en sus sueños, rodeado por sus alumnos, sentado sobre una piedra en el centro del ágora del centro del Universo. Y recordó que aunque Nietzsche lo afirmaba, él no compartía la opinión de que Sócrates representaba la culminación de la decadencia helenística. No, no lo creía. Pero, aún así, a pesar de esta divergencia, el Hablador de Zaratustra era su escritor preferido, lo máximo de su antigua comunión con la búsqueda de la Razón. Y recordó, ahora con precisión total, que también este loco, que soñaba con el Sol y la claridad, se le presentaba en sueños. Lo veía, eternamente inmaculado, con su pajarilla de lazo negro bien estirado, sin indicios de haber sido el ermitaño que vivía en la punta de una montaña, bañado por el amanecer y mirando más allá del horizonte y viendo mucho más de lo que pudiesen hacerlo todos los hombres juntos. Le resultaba familiar su enorme bigote y su filosofar de poesía de gran altura, con el martillo de la acción en la lengua, con la frente encrespada apoyada en la mano viril que por siempre sería acusadora de la imbecilidad. Perennemente él lo había imaginado en su discurso con el índice enérgico apuntando como una espada hacia la Humanidad entera. Le agradaba su tono brusco y autoritario. Inclusive aquella sífilis, y la muerte agónica y ciega en un manicomio, tenían algo de romántico y trascendental. En sus últimos sueños, Nietzsche le había dicho que también él simpatizaba abiertamente con los locos y con todas sus andanzas. Y él, soñando su Razón y a todos ellos, antes de su locura, y en ese momento que vivía escapado de la enajenación, lo entendía. Sobre todo, entendía a Nietzsche. Y siempre quiso hacerse uno con el superhombre de Rökken. Pero llegaba tarde. En un último instante de sosiego supo que siempre había llegado tarde a todas partes. Porque de pronto se sintió cercano al borde del abismo donde caería de nuevo a la negación y la nulidad de la recién abandonada locura. Y no podía detenerse. Hasta que, quizás ya agotado el dormido despertar, más allá de las hondonadas de su soñada liberación, en la angustia de vislumbrar la proximidad de la confusión borrosa e inconsciente, sintió miedo al verse de nuevo en su fantasía con su sayón de loco. El sueño languidecía mientras la inquietud y el desespero se apoderaban de su ánimo. Aún en los últimos peldaños de la soñada vigilia, sintió cómo se ahogaba en la impotencia de aquel regreso fatal e irremisible. Entonces, la velocidad de la caída se tornó vertiginosa. Se deshacían la Viena Imperial y el Sur sombrío; y las estepas rusas y San Petersburgo; se borraba Londres; y caían en la Nada el Partenón y la Germania; y se eclipsaban el río Amarillo de China y la Esfinge de Egipto. Apresurados, cada uno de los personajes que había contactado en el sueño se acercaban para despedirse. Luego, se disipaban. Freud se alejaba con su traje negro y su tabaco, muy serio y pensativo, buscando soluciones. Seguidamente, Sócrates se fue diciendo adiós con humildad, sin voltearse, con un gesto resignado de comprensión y despedida de las manos moviéndose más allá de los hombros. Y Nietzsche se alejaba muy erguido, sacando el pecho, con su porte vital y orgulloso, sin dudar un ardite de nada, sabiéndose el superhombre. Los demás, acompañados de otros cientos llegando más agitados, intuyendo sin aceptación que el tiempo del soñador se agotaba y que sería inminente su regreso y desaparición, se despedían presurosos, la mayoría sin haber establecido contactos. Estos últimos no se acercaron tanto, pero desde lejos intentaban atraerlo con gestos de reclamos para que se fuera con ellos, gritándole frases que ya no alcanzaba a escuchar. Uno a uno desaparecieron. Hasta que comprendió que en realidad ninguno de ellos se había retirado, era él quien se alejaba en retroceso y en caída. Se quedó completamente solo. Sintió el calor y la agitación de la demencia que le soplaba desde atrás, entrándole por las espaldas y el cuello. Hasta que la llama alcanzó a quemarle la Razón al subir por la sangre para apretar su cerebro. Y así, cayendo en un instante hacia el fondo del vacío, se despertó para recobrar su locura. Se despertó con la expresión perdida de siempre, con los ojos hundidos en intensa y fija mirada, con la boca abierta en risas y muecas estúpidas, rodeado de otros locos. Se despertó sin conocerse ni reconocer a las mariposas. Sin saber que estaba despierto y encerrado entre muros y rejas. Y ya no supo nada. Ni supo quién era. Ni supo que no sabía. Ni supo que había soñado.
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