SAPIERI: EL DESCUBRIDOR DE EUROPA (nueva versión)
Sapieri era un sapo ya viejo, que no se cansaba de pregonar por toda su aldea, que en su juventud, antes que otro sapo u otro animal, e incluso antes que el mismo hombre, él había sido el primero en descubrir Europa. Y como prueba de ello, usaba un casco antiguo de guerra que trajo de allá.
-Lo usaban los sapos soldados del Imperio Sapoide Romano- decía orgulloso, mostrando su casco plateado, adornado con su cresta roja de crin de caballo, igualito a los que usaban los hombres del Imperio Romano, aunque más chiquito, a la medida de la cabeza de los sapos. Pero lamentablemente, nadie le creía.
Toda esta historia empezó en un lejano amanecer del Imperio Sapuno, (zona exclusivamente de sapos) que pertenecía a los territorios caribeños de la Península de la Guajira.
En una de las aldeas del Imperio Sapuno, muy cerca del mar, el jovencito Sapieri dormía de lo más bien frente de su casa, entre las ramas de un árbol, cuando de pronto lo despertó un griterío ensordecedor de sapos asustados que alertaban la presencia de una docena de barcos extraños que se aproximaban a sus orillas. Como vieron que los que llegaban eran sapos como ellos, no pusieron resistencia y los dejaron desembarcar. Éstos vinieron siguiendo a las tres carabelas de Cristóbal Colón. Pero días antes de llegar al continente (al que después llamarían América) los sapos invasores se perdieron por el Mar Caribe y fueron a parar al Imperio Sapuno.
Sapieri y sus paisanos, notaron que eran sapos algo diferentes a ellos. Aunque también eran verdes, tenían los vientres rojos y no amarillos como los suyos, y eran más bajitos.
Entonces, el capitán del barco principal, sosteniendo una bandera colorida por todo lo alto, se inclinó al suelo y lo besó, agradeciendo en voz alta a su Dios por darle el privilegio de "descubrir" aquel lugar, un 22 de Octubre de 1492. Por suerte, el idioma de los sapos era el mismo en todo el mundo, de manera que Sapieri y los demás pudieron entenderlo y quedaron indignados por lo que dijo el capitán.
-¿Qué cosa? ¿Que nos están "descubriendo"? ¡Qué disparate para más grande! ¡Ni que antes que ustedes llegaran, nosotros no hubiésemos existido!¡Mirame, ciego, existo!- protestó enérgicamente Sapieri.
-Joven, este es un lugar desconocido para nosotros. Por eso decimos que lo hemos descubierto- respondió el capitán.
-Pues sepa usted que ha pisado suelo del grandísimo Imperio Sapuno, de rica historia, tan viejo como el mar y tan conocido como la luna en todo el planeta. ¡Así que usted no ha descubierto nada nuevo, sapo ignorante e insolente!- rugió Sapieri.
-Pero entienda que en Europa no conocíamos de ustedes, por tal motivo...- explicaba el capitán, pero Sapieri no lo dejó terminar y le ordenó que se regresen de inmediato o le quemarían todos sus barcos con ellos abordo. Espantados por las amenazas y gritos de guerra de Sapieri y sus paisanos, los sapos extranjeros huyeron en pocos minutos. Pero antes, Sapieri capturó al timonel del barco principal para que le sirva a concretar una idea que se le ocurrió.
-Tú me enseñarás dónde queda esa tal Europa, para descubrirla, amiguito- le dijo Sapieri con sarcasmo al timonel. Aquél dijo llamarse Gonzalo.
Sapieri, picón y enfadado por la actitud de los sapos europeos, que él tomó como un desprecio a su Imperio, decidió organizar una excursión para descubrir aquel continente desconocido. Juró que les devolvería con la misma moneda. Ya se imaginaba pisando suelo europeo, flameando la bandera de su Imperio, y diciendo algo así, en voz alta: "¡Yo, Sapieri, súbdito del gran Imperio Sapuno, te descubro, Europa! "
De modo que en menos de dos semanas, luego de mucho esfuerzo, él y veinte sapos valientes (a quienes convenció a formar parte de una expedición histórica) construyeron una embarcación bien equipada y zarparon el 7 de noviembre del año 1492. Antes, Sapieri obtuvo el permiso del Rey de su Imperio para tal empresa. A decir verdad, el Rey pensaba que Sapieri estaba loco, y solo le dio permiso para que nadie pensara que negaba cualquier iniciativa de sus siervos.
Ya en el mar Atlántico, pasaron varios días de zozobra por la bravura de sus aguas endemoniadas. La mayoría de sus tripulantes, con los pelos parados del susto, empezaron a dar síntomas de preocupación. Algunos llegaron a sugerir el retorno inmediato antes que sucediera una catástrofe. Ante el malestar generalizado, Sapieri no tuvo otra cosa que pedir serenidad. Su terquedad de cumplir con la meta trazada era tal que no le interesaba llegar a Europa aun muerto.
Al ver que demoraban más de lo calculado, Sapieri empezó a dudar de Gonzalo.
-¿Estás seguro que nos conduces por el camino acertado?- le dijo Sapieri, mostrándole una cara sumamente seria al inocente timonel.
-Se lo juro, capitán Sapieri, que los estoy llevando a Europa. Tenga paciencia, que ya llegaremos. Le advertí que el camino es muy accidentado- dijo Gonzalo, girando el timón , a la vez que observaba su brújula puesta en un tablero.
En realidad, Gonzalo quería llegar a un puerto de España (de donde partió para después perderse por el Imperio Sapuno) pero las continuas tormentas marítimas lo desviaron por otra ruta. De todos modos, se tenía mucha fe por la experiencia de tantos años de navegación, y estaba muy seguro que pronto hallaría otro camino que lo condujera a Europa.
Por ventura, una buena mañana, después de casi tres semanas de un complicadísimo viaje, cuando ya los tripulantes empezaban a amotinarse y estaban dispuestos de agarrar por el cuello al terco de Sapieri para obligarlo a regresar a casa, el grito emocionado de Gonzalo paralizó a todo el mundo.
-¡Tierra, tierra a la vista! ¡Europa a la vista!- vociferaba como loco. De inmediato, Sapieri y su tripulación, subieron a cubierta y vieron al fin, con lágrimas en los ojos, costas europeas.
-Señores, hemos llegado a las playas de Ostia, puerto de Roma, capital del antiguo Imperio Romano. ¡Esto es Europa!- dijo Gonzalo.
Entonces, no tardaron en desembarcar, y tal como se lo imaginó, Sapieri, enarbolando una bandera del Imperio Sapuno, apenas pisó el suelo húmedo, se arrodilló para besarlo y dijo solemnemente:
-YO, SAPIERI SAPOCHANO SAPINIELO, EN NOMBRE DEL REY DEL IMPERIO SAPUNO Y DE SUS HABITANTES, HOY 27 DE NOVIEMBRE DE 1492, TE DESCUBRO, EUROPA, PARA QUE SEAS CONOCIDA POR TODA LA TIERRA.
Apenas dijo ésto, Sapieri y sus veinte paisanos fueron acorralados por cientos de sapos amarillentos que estaban escondidos entre unas peñas del puerto. Sin poder evitar ser capturados ante la superioridad numérica del enemigo, fueron conducidos a las autoridades locales, quienes preguntaron de dónde venían y para qué.
-Venimos del gran Imperio Sapuno, con la misión de descubrir Europa, desconocida para nosotros- respondió sin titubear Sapieri al Gobernador, que era la máxima autoridad de la zona. Aquél no pudo contener una carcajada descomunal.
-¿Que acaban de descubrir Europa? Ja,ja,ja, nunca escuché algo más cómico en mi vida- alcanzó a comentar luego de gran esfuerzo y pidió un vaso de agua para cortar la risa que lo ahogaba. Luego se puso serio y ordenó que los metieran presos a unos calabozos.
-Que tal atrevimiento la de este sapo orate. Decir que nos han descubierto, nosotros que somos descendientes de aquellos sapos gloriosos del Imperio Sapoide Romano, que formaron parte del más grande imperio de la historia del hombre, el archiconocido Imperio Romano. ¡Qué lisura!- refunfuñó el Gobernador. Antes de retirarse ordenó a sus jueces que les aplicaran una dura sanción por irrespetuosos.
Desde el dia siguiente, Sapieri y los suyos fueron castigados a trabajar diariamente bajo un sol infernal, cortando abundante maleza para hacer nuevos caminos ante el crecimiento de la ciudad. Al llegar la noche, volvían extenuados y cabisbajos a sus lúgubres celdas. Esa vida miserable de casi un mes hizo que Sapieri pensara en fugarse en cualquier momento. Solo esperaba la ocasión propicia para el escape. Y ella llegó más pronto de lo esperado.
Sucede que el último día del año, los cuatro guardianes que los vigilaban estaban ebrios por celebrar la llegada del año 1493. Ni cortos ni perezosos, Sapieri y el resto, al ver que sus custodios se dormían de la borrachera, huyeron por una zona de rosales. Pero al escuchar los silbatos de alerta de los guardias que despertaron, se aturdieron tanto que terminaron por dispersarse por distintas direcciones.
Sapieri y Gonzalo tomaron juntos un camino al azar, sin saber que los conduciría al famoso Coliseo Romano. Maravillados por la imponente estampa del viejo coso, y al parecerles un lugar seguro, allí se escondieron durante dos semanas, calculando que ya nadie los estaría buscando.
Durante esos días, se enteraron por los sapos turistas que llegaban de distintas partes de Europa, que antiguamente en ese coliseo se realizaban peleas de bravos gladiadores. Pero lo que le puso los pelos en punta a Sapieri, fue al saber que a los delincuentes de esa época los castigaban metiéndolos al ruedo para ser devorados por animales salvajes. Por las madrugadas, Sapieri, temblando de miedo, no podía dormir bien al creer escuchar gritos desgarradores de gente y rugidos de feroces leones que provenían de algún rincón del coliseo en tinieblas.
Cuando al fin se aseguraron que el peligro había pasado, una noche salieron del coliseo. Pero algo se le ocurrió a Gonzalo que decidió regresar al recinto. ¿Qué para hacer algo y a los pocos minutos volvió a salir. En todo ese tiempo que Gonzalo conoció a Sapieri, llegó a quererlo como a un hermano y decidió ayudarlo a regresar a casa. Gracias a su memoria prodigiosa, pudieron llegar al puerto donde arribaron y, temiendo no encontrarla, buscaron ansiosos la embarcación que los trajo. Saltaron de alegría cuando la vieron solitaria, atrapada entre unos peñascos. De inmediato zarparon, y a lo lejos, Sapieri se llenó de nostalgia al ver por última vez a la Europa que había descubierto. Le hizo una reverencia agitándole un pañuelito blanco. Llevaba su casco de guerra romano que un sapo turista se lo regaló.
La travesía de regreso fue mucho más ardua que la que hicieron para llegar a Europa. Las aguas del Atlántico estaban hechas una furia espantosa. La tempestad marítima hizo que la embarcación diera vueltas y vueltas por un mismo lugar durante varios días, trayendo como consecuencia el cansancio y lo que era peor: el hambre, al agotárseles las provisiones que cargaban. Al fin, casi dos meses después de una verdadera odisea, llegaron moribundos a las playas del Imperio Sapuno. Sapieri, fuerte como un roble, llegó a sobrevivir, mas no así su heroico amigo Gonzalo, que a los pocos días, no pudo resistir las fiebres altísimas y murió entre sus brazos.
Desde entonces, Sapieri empezó su incansable y empeñosa campaña de convencer a todo el mundo de que él descubrió un nuevo continente llamado Europa. Pero nadie le creía. Ni el Rey, ni sus amigos, ni sus propios padres. Todos lo tomaban por loco. Ni siquiera Sapinina, la sapa con la que llegó a casarse al poco tiempo de su regreso, le creía al desdichado de Sapieri. Lo que más le dolió fue que muchos años después, ninguno de sus nueve hijos que llegó a tener, le llegaran a creer. Y para colmo de los colmos, tampoco ninguno de sus noventa nietos.
-Ese casco no convence a nadie, abuelo- se disculpaba siempre uno de sus nietos ante la tristeza del octogenario sapo.
No fueron los achaques de la vejez sino la pena de que nadie le creyera lo que acabó con Sapieri. Murió sobre una de las ramas del árbol donde solía descansar, dándole las quejas a la luna por la indiferencia de su propia familia y la de sus paisanos.
-Tu sabes, luna, lunita, lunota querida, que yo descubrí Europa, lo sabes porque muchas noches me alumbraste en Roma, ¿verdad?- fueron sus últimas palabras antes de cerrar para siempre sus ojos afligidos.
Pasaron los siglos y la leyenda de Sapieri seguía siendo conocida hasta los tiempos modernos.
Ya en 1990 el Imperio Sapuno se convirtió en un país llamado Sapoeira y hasta entonces, muchos juraban que veían el alma de Sapieri penando por algunos lugares de su aldea. En realidad, Sapieri era un fantasma noble, pues solamente penaba por las noches, cuidándose de no ser visto para no asustar a nadie, sobre todo a los más pequeños.
-Su ánima sólo descansará cuando le crean- decía la gente, conpadeciéndose de él.
Sapieri de vez en cuando probaba suerte visitando a sus tataratataranietos para ver si lo ayudaban a descubrir la verdad. Pero por desgracia, apenas lo veían, lo botaban echándole agua bendita y diciéndole improperios.
Estaba perdiendo todas las esperanzas de que alguien le oyera, cuando por fortuna, un buen día, justo cuando decidió hacer el último intento, un tataratataratataratatanieto suyo llamado Sapaibo, se interesó en el caso.
Todo se inició una noche cuando el jovencito Sapaibo volvía de su taller de carpintería a casa.
-¿Quién eres tú?- preguntó sorprendido a un viejísimo sapo acongojado, que daba vueltas por el cuarto de la cocina, con su casco de soldado romano en la cabeza. Claro, era el alma de Sapieri.
-Soy Sapieri, tu tataratataratataratataratatarabuelo-respondió sereno. Sapaibo casi se cae de la impresión. Por supuesto que era él, no podía dudarlo. Era igualito al del arcaico cuadro colgado en las paredes de la sala que alguien lo dibujó cuando era anciano. ¡Vaya!, tanto había oído hablar de su famoso ancestro y ahora lo tenía frente suyo.
-No te asustes que soy un fantasma que no mata ni una pulga- dijo Sapieri, forzando una sonrisa para calmar al muchacho asustado. Sapieri se asombró de que Sapaibo fuera tan idéntico a él cuando era joven, con el mismo mechoncito blanco que brotaba en medio de la frente.
Sapieri, entonces, empezó a contarle la historia de su incursión europea. Casi una hora después de detallarle muchas cosas, Sapieri se alegró de que el muchacho aún le escuchara muy atento y tomara nota en una libretita. Entre los datos que le dio a Sapaibo, lamentó que olvidara un nombre muy primordial: el nombre del lugar donde pisó Europa. Explicó que se lo dijo el timonel Gonzalo cuando llegaron a Europa, pero por la enorme emoción del momento, no prestó el interés debido. Solo recordaba que era un puerto por donde se ingresaba para ir a Roma. Aunque si le decían el nombre, de seguro que lo recordaría.
-¡Créeme, hijo mío, yo descubrí Europa, te lo juro por todos los dioses del Imperio Sapuno que es cierto!- decía casi llorando, queriendo abrazar a Sapaibo, olvidando que sus brazos fantasmales no podían tocar nada. Ante esa imágen, tanta fue la pena que sintió el muchacho, que lo consoló prometiéndole que haría todo lo posible para ayudarlo en desvelar el problema.
-Sólo si demuestras que dije la verdad, entonces mi alma podrá descansar al fin- dijo Sapieri, antes de retirarse a penar por las orillas de su río favorito.
Esa misma noche, Sapaibo empezó a indagar en sus libros de Historia. Luego de algunas horas de estudio, supo de la ciudad de Ostia, que fue usado como puerto de Roma. Sospechó que ese era el sitio en el que habría desembarcado Sapieri.
A la noche siguiente, cuando volvía a casa de su taller, rogó ver otra vez a Sapieri para preguntarle sobre ese lugar. Y en efecto, se contentó cuando lo vio merodeando por la sala. Ahí mismo lanzó la pregunta.
-Dime, Sapieri, has memoria, ¿se llamaba Ostia el lugar donde pisaste Europa por primera vez?
-¡Sí, sí, se llamaba Ostia, el puerto de Roma, eso dijo Gonzalo!- respondió risueño Sapieri, con los ojos iluminados.
Entonces, Sapaibo decidió tomar el toro por las astas. Alistó sus maletas para viajar por avión a Italia al día siguiente. De una vez por todas intentaría esclarecer si fue una leyenda o un hecho real lo de Sapieri. Estaba dispuesto a mover mar y tierra hasta hallar la prueba que necesitaba Sapieri.
Para entonces, los sapos de todo el mundo, (como los hombres), contaban con sus propios medios de transporte. Al amanecer tomó el primer vuelo de "Sapón Alas" que lo llevó a Roma en pocas horas. Sin perder tiempo, de allí tomó un taxi que lo llevó al puerto de Ostia.
Mas, apenas pisó suelo ostiano, fue rodeado poco a poco por decenas de sapos que lo miraban pasmados. Sapaibo, lejos de incomodarse ante esa situación, presintió que algo bueno sucedería. Y así fue. Le dijeron que querían mostrarle algo, y con su permiso, lo llevaron al Coliseo Romano. Allí, ante una inmensa alegría, descubrió la prueba que buscaba y que haría célebre a Sapieri.
Una semana después, Sapaibo regresaba triunfante a Sapoeira con la prueba irrefutable en sus manos. Al bajar del avión, fue de inmediato a dar una conferencia de prensa que convocó desde Italia y que generó mucha espectativa. Entonces, ante los principales medios de comunicación del país y de enviados especiales de numerosas comunidades sapoides del extranjero, Sapaibo mostró la foto de un dibujo, cuya antiguedad fue certificado por el prestigioso Instituto Científico Saporaniero de Roma, con lo que demostraba fehacientemente que Sapieri siempre tuvo la razón.
-¡Fue Sapieri Sapochano Sapinielo quien descubrió Europa un 27 de Noviembre de 1492!- dijo Sapaibo a viva voz. Todos los presentes saludaron la noticia histórica con gritos de júbilo y aplausos prolongados, al igual que toda Sapoeira.
Sapieri, que dormía en casa de Sapaibo, despertó alarmado por el alboroto de las calles del barrio. Abrió un poquito la puerta para escuchar qué era lo que gritaban. Entonces, quedó perplejo cuando oyó que vitoreaban su nombre. El ansia de saber por qué lo aclamaban, lo hizo salir atolondrado, olvidando que su pinta fantasmal asustaría a la gente. Preguntó a uno, a otro, a todo el mundo, qué era lo que pasaba, sin que nadie le respondiera porque nadie lo escuchaba ni lo veía. Se dio cuenta que ya no asustaba a nadie. Sucedió que el hechizo de que vieran su fantasma se acabó al descubrirse la verdad.
Sin saber el motivo del barullo popular, Sapieri retornaba a casa, cuando de repente, se detuvo a medio camino para oir la voz de Sapaibo que provenía de la radio de algún vecino que puso a todo volumen. A cada rato repetían la gran noticia de Sapaibo, y así, Sapieri se enteró que se había comprobado que él descubrió Europa y que el planeta entero ya lo sabía. No pudo contener las lágrimas de la emoción. Se acurrucó en un rincón de la casa para dormirse hasta que llegara Sapaibo. El muchacho, luego de pasarse casi todo el día dando entrevistas, llegó a medianoche a casa y despertó a Sapieri. Ambos, conmovidos por aquel momento que se vivía, sabiendo que no podían tocarse, fingieron un abrazo interminable.
-Misión cumplida, Sapieri- dijo Sapaibo, orgulloso de su ya famoso ancestro. Sapaibo, por algún extraño sortilegio, era el único que aún podía ver a Sapieri.
-Gracias a ti, ahora todos saben que yo no estaba loco, que siempre dije la verdad- dijo Sapieri, y agradeciéndole infinitamente, quiso retirarse, pero Sapaibo lo atajó. Le pidió que se quede una semana más, para que presenciara los homenajes y distinciones que le iban a rendir en los siguientes días a su memoria. Justo se enteraron por la radio que el gobierno declaró a Sapieri, Hijo Ilustre de Sapoeira y decretó feriado por cinco días en todo el país en su honor.
Al día siguiente, en un acto de desagravio público, miles de sapoeiranos concentrados en la Plaza de Armas de la Capital, entre los que se encontraban el Presidente de la República, Sapieri y Sapaibo, con sus copas de champagne en alto, brindaron por el insigne ciudadano que le ha dado gloria a Sapoeira. Esa misma tarde levantaron en medio de la Plaza una gigantesca estatua de bronce de Sapieri. Y por la noche, todos los pobladores de la aldea oriunda de Sapieri desfilaron frente a su casa natal para testimoniarle su admiración y disculparse de no haberle creído nunca su hazaña.
En esos días, también Sapieri vio por la television, las celebraciones que le dedicaban por todos los rincones de Sapoeira: desfiles escolares, verbenas, retretas y funciones de teatro donde representaban a Sapieri descubriendo Europa. Hasta se enteró que estaban preparando una novela televisiva sobre su vida y que nuevas escuelas que se construirían en el futuro llevarían su preclaro nombre.
Finalmente, un atardecer, simulando un beso en la frente de Sapaibo, Sapieri se despidió feliz de ser un sapo célebre, hundiéndose en su río favorito y desapareciendo para siempre.
A lo lejos, en la ciudad de Roma, una multitud curiosa de sapos venidos de otros países, pugnaba por ingresar al Coliseo Romano para ver un dibujo que alguien hizo en una de las viejas columnas del coso, que felizmente había sobrevivido a los siglos y que de pronto se volvió famoso en el mundo sapoide de los cinco continentes. Era la prueba que trajo Sapaibo.
Ocurrió que el buen Gonzalo, aquella noche que Sapieri y él abandonaron el coliseo, tuvo la genial idea de regresar y dibujar a Sapieri de pies a cabeza, en pose altiva, con su casco romano, sin que él lo supiera. Lo hizo para dejar, (por si las moscas), un testimonio contundente de que su amigo Sapieri había estado en ese lugar. Desde entonces, el dibujo era tan conocido solamente por los sapos romanos, que cuando vieron a Sapaibo, se sorprendieron de su extraordinario parecido con el misterioso sapo dibujado , (sobre todo por ese rarísimo mechoncito blanco que brotaba de la frente de ambos) , y no dudaron de llevarlo al coliseo para que vea a su "doble" y diga algo acerca de él.
Pero no solamente Gonzalo tuvo el buen tino de hacer el dibujo, sino que debajo de éste, escribió para que todos lo supieran y para que nadie tuviera duda del hecho más trascendental en la Historia Universal de los Sapos:
-YO, SAPIERI SAPOCHANO SAPINIELO, HIJO DEL GRAN IMPERIO SAPUNO, DESCUBRI EUROPA UN 27 DE NOVIEMBRE DE 1492. |