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EL PERRAMO DE HUMPHREY BOGART .
(Cuento corto) Serie Negra.
Por: DANIEL JOBBEL


Prólogo persuasivo.
Que no se culpe a nadie por esto. Había eso que los pibes descubren rápidamente en el aire. Argucia por la que se ríen, alegría de saltar o festejar por cualquier tontería, inclusive bajo un perramo. Ganas de vivir diría alguno. Inspirado o elocuente, a pesar de ser un poco cohibido, fui un jovencito estúpido y de no haber mediado alguna hechicería fantástica, alguna ingeniería del alma con la que fui rediseñado aún lo sería; mutado ya en un adulto estúpido y su consiguiente devenir de viejo incrédulo. Saque el carnet de adscripto al club del idiota sin necesidad de hacer ningún trámite. ¿Pero que les cuento? Si no viene a cuento. Esa será otra historia.
¿Qué sentido tiene un perramo en esta historia? No trae nada nuevo. Ni siquiera intento una respuesta ante esto. Como toda indumentaria mitigan la desnudez que tenemos adentro. A veces ese ‘ser algo’, difícil de reconocer, o el ‘no ser’, quizás fuese inaceptable. Las sotanas no son demasiado diferentes una de otras, conservadoras de por sí. Pero un perramo, sí. Suelen ser extremadamente distintos. Y no acoso con exigencias esotéricas. A ver.
¿Qué es un perramo? Claro, usted lo sabe. Aunque, es cierto no le voy a quitar todo el mérito a su respuesta. Es que hay sobretodos, gabanes, pilotines que vienen unidas a algunas personas. Y no solo porque ellas se las han puesto. No. Ni tampoco porque haya gente que tenga una cara adecuada, o sí, a cierto estilo de indumentarias, como a veces a cierto nombre. Como me pasó con Bogart, pudo haber pasado con otro. Es que siempre desde chico me gustó jugar a los detectives y los detectives visten siempre un impermeable.
Quizás lo podamos llamar de este modo: experiencias para finalmente dar con un proceso creativo; ser escribiente de esta historia es algo entre nerd, tímido, alguien que no vive realmente la vida, que está en un café, en su pieza, con un póster de su ídolo querido. Y sentí que podía ser el detective del perramo, ¿porqué no?, que podía ser un poco, solo un poco Bogart, era mi lado Hemingway, yo también podía pescar en Cuba.

Episodio uno.
Pido disculpas si acaso. Como diría un pistolero en Oaxaca de Juárez o de Villa La Lata, no es nada personal, Humphrey. Por supuesto, en esa aseveración hay algo de verdad y algo de mentira. Como en esas películas, con vetas de negros a grises, de grises a blancos. Siempre es algo personal. Hemos llegado indemnes a través de un túnel del tiempo. Te he elegido a ti porque tiene algo de personal. Por descontado, nunca antes te había visto. Siento, Humphrey, que mi generación no tuvo nunca nada que contar. Los heroicos fueron los setentistas, víctimas de un genocidio, ellos pueden contar la resistencia. Sabés, es gente la que la ropa con que se viste parece una prolongación de su cordón umbilical. Gente que es inimaginable verla vestida de otros colores. Gente vestida para la ocasión. Personas que sin un sobretodo, o como se llame, no son nadie, no son nada. Esta tarea de introspección habrá sido parte de un trabajo con no sé que analista capcioso, despectivo, con el que teníamos muy buenas conversaciones. Introspección para decir que sólo fui un estudiante de periodismo sin gloria, que estaba en la pavada, sin nada que decir. Sufrimos tantas decepciones en la era posmoderna que nos volvimos individualistas. Aunque feliz en su inocencia. Me presento, currícula aparte. Soy un cabecita negra como dice algún porteño, un tipo común, sin historias. Quizás no importe el nombre o el apellido. Solo un tipo. Llegué a Rosario un día de esos. Tampoco importa la edad, el estado civil, etcétera. Sí, debería decir que soy de Mugueta, cerca de aquí, aunque cuando los humos se me suben a la cabeza, y los efluvios de extrañeza no me infectan las entrañas, digo que soy rosarino hasta la médula, que viene a ser lo mismo aunque no es lo mismo, y que confunde a conocidos y extraños.
Obvio que a todo esto, solo importa el hecho de que un día llegué a Rosario sin saber muy bien porqué, ni a qué, ni como, ni cuando. Ni porqué estudié filosofía y periodismo. ¿Rapto de amnesia? Doy fe que he sido protagonista de olvidos de fechas, peregrinajes, cumpleaños, direcciones, números telefónicos. Así que puede haber margen de error. Desmemoriado soy, no hay vueltas que darle. Sin embargo, lo único que sé es que llegué y ya no me volvería a marchar. A ver, hagamos un poco de memoria. Estiremos el tiempo como una bandita de goma. Llegué cuando aún vivía Silvina Ocaña, una vieja profesora de literatura, gran mujer, que alquilaba una humilde piecita en la pensión de calle Alvear al 900, sus ojos delataban una melancolía que vertía en sus palabras; y doña Etelvina, la loca de los perros, murió en 1971 (fue ella quién me dio aquel cachorrito), o sea que yo tuve que llegar antes de 1969, antes de la caída del Onganiato. Pongamos pues que llegué al barrio en 1968. Definitivamente dejémoslo ahí y punto. (Puede que me equivoque, no quiero ser irónico, uno casi siempre se equivoca).

Episodio dos.
¿Recuerdas que dije tú eres el ícono? Bogart. Sí. ¿Podés creer? Tengo un póster tuyo detrás de la puerta. Vos no creés en nada. Ya sé. Pero bueno. En rigor, lo único importante es que yo lo sepa. Que no me olvide. El perramo, una identidad. Imagino: Podría ser un arrabal del Bronx, tan parecido a la esquina de Alvear al 900. Es medianoche, llovizna y frío. Una radio a válvula que funciona a medias y un catre con dos colchones. Un pucho, una pitada, tal vez dos. Buscar a alguien, (suspenso.) Otra pitada, dos. Alguien llora en alguna parte. Ves dibujos infantiles, ropa vieja cubierta de moho, sangre seca y polvo. Abres otra puerta. Llamas a alguien. Un fulano con revólver. Otro mengano. El malo cae bajo las balas. Y allí está ella. ¿Esa Laura quizás? Le dices que no llore. La abrazas. Sobre el polvo del pasillo van quedando tus pisadas. Por momentos crees que las lágrimas gotean del techo. No tiene importancia. Contemplas estupefacto un cadáver con el pucho en la boca. Y vos con la misma ropa…
Ahora no es hora de llorar ni de recordar amores, amenazas, palizas, es hora de mirar dentro de uno y tratar de comprender porque a veces uno se marcha, se fuga inesperadamente, por las medianeras de la hipocresía. Encarar algo es un ejercicio de humillación de nunca acabar y digo como ayer con Laura no me dí cuenta de esto. Refunfuñando y me dije que con ella: Pisé una cáscara de banana otra vez. La pisás y sentís que el dominio que tenías se jode. En una relación pasa. Resbalá, y miedo a la caída, eso te empantana. Y me acordé de un libro sobre arte y sobre tiro donde entendí que tal vez tenga que usar una flecha de cupido para cada acto. Y me dije: Bueno, lo que hay que hacer es entregarse… Y aquí me paro. Entre paréntesis acoto algo. Un paréntesis mentiroso. Un punto y aparte reflexivo. Me paro como si me hubiesen dado el tiro del final. Y me acuerdo de ella, esa Laura. Los rizos dorados como sol de mediodía meneaban al viento. ¿Qué quiere decir esto? Nada. Una taza de café, sin dramas en el murmullo, y ella es silueta de papel que las tijeras van zafando de lo informe. Servilletas de papel buscando una imagen: la de ella. Vanidad de creer que se nace o se muere, cuando lo único real es el hueco que queda en el papel. Ahora, intercede la torpeza de nuestra última hora, que debió transcurrir en un diáfano silencio donde lo que quedaba por decir se dijera sin temor. Pero no se dijo. No fue así, y nos separamos verdaderamente como lo merecemos, en una cafetería mugrienta rodeados de colillas aplastadas y sobrecitos de azúcar retorcidos, mezclando la resaca de una última noche con pobres besos. Seco de imaginación recurro a vos, otra vez Humphrey. Vos disfrazado con tu viejo perramo, tan gris, como una tormenta, con la punta incandescente del pitillo en la boca y el humo haciendo anillos y arabescos en el aire. Ese rictus de serio. De compadrón de comparsa. Yo dentro de tu impermeable. Vos dentro de mí. Como en un cuento dentro de otro cuento. Humphrey, tú eres el personaje zafado de los sueños y a la vez el cuentista. Cosa rara. Pero asumo la responsabilidad. Observabas todo como espía de entrecasa. El rey Momo con esa cara de negro en gran Carnaval. El poeta Aragón subido a la cima de una carroza floreada recitando su arenga que nos acorralo en una bocacalle, Laura con silueta de odalisca con lentejuelas me guiña un ojo. Despacha de sus labios un beso de mujer Araña, como en Callejón sin Salida, Elizabeth Scott. Fatal. Ahí eclipsó mi amor. Siempre he creído que la culpa de que la mente se nos nublara la tenía Elizabeth Scott. No puedes dejar de mirarla. Y Laura era mezcla de su imagen. Humphrey me mira, intuyo que me mira, se que me observa, abre esos ojos punzantes, como queriendo decir algo, o si su visión fuera de otra galaxia, del más allá, chasquea la lengua, traga saliva, como si tuviera un pucho en la boca, gruñe, se encoje de hombros, sacúde su cabeza como queriendo no entender. Obvio que ese algo significaba decir: ¿“y todavía la seguís queriendo”?. En pocas ocasiones, un arma y una vaina con punta hueca han estado tan unidos al personaje de turno como en el caso de un viejo y oxidado revólver Smith & Wesson. Él se para delante del escritorio como esperando una respuesta. El arma apoyada en la tabla "¿Qué me contás?" No sé. Hubiese matado por ella. Lindo el fierro... Me vienen cosquillas en el estómago cuando poseo una. La huelo. Te das el gusto. Huelo la muerte de otras muertes. No puedo dejar de decir que te dá el poder en la mano. Poder. Diminuta palabra. Elocuente.

Epilogo.
Humphrey, tengo una especie de confusión. O no. Quizás no. No te ofendas, pero no es tan fácil. No quiero ser crápula. Pasa por momentos. Quizás sólo este revelando ese secreto de que sea siempre algo personal. Me entenderás que no tengo el ánimo lucido como para soportar tanto peso semántico. Bien. Así que te decía eso: es la misma historia. Pero en realidad no sabés, ni te deseo que sepas, lo que fue ese año 68 en Rosario. Un par de matones con metralleta desde un taxi ; un canillita gritando Crónica, la Razón, diarios. Otro loco, un boxeador haciendo sombra con la luz de luna. Y esa luna roja, eclipsada brillando por Alvear, esquina Rioja, por Alvear a media cuadra. Ella esperando frente al portón rojo a lo Elizabeth Scott, o una Julia Robert eclipsada, perversa, obsesiva. El semáforo haciendo guiños tricolores, etcétera. Hasta te veo a vos Humphrey en ese etcétera. En ese etcétera está ella, figura Laura como imagen irreversible. Lo que pasó estaría inscripto en la crónica policial y no en un cuento. Hago catarsis. Hago de vos. Soy yo. No sé. Sos el personaje dentro del cuento que me agiganta una ilusión. Verlos sentados frente a mí en cualquier café, aquel tipo y Laura sabes, intima carnal, en cualquier momento, aparecer, así no más, aparecer con cara de privilegiado en el universo rosarino, rellenando, invadiendo el espacio de la no pertenencia. De quién tiene ese poder y mucho privilegio de ejercerlo.
Eso dejó una marca. Impulso reflexivo. Con el rostro grave, imbuido de una importancia que sólo tú sabes Humphrey, con el pucho en la boca, una bocanada de humo que espesa el ambiente, ver la exacta dimensión de las cosas; ¿El tipo y vos previsiblemente distintos? Quizás. Pero con algo en común: el pucho y el inefable perramo. Algo inadmisible para esta historia. Allí quizás esté lo recurrente de ese algo personal de primera data. Hago catarsis de una época. Catarsis ¡qué palabra! Algún día nos encontraremos en el medio de ese túnel, Bogart, y yo palparé tu cara, tu nariz, tus labios, que suelen expresar mejor que nadie tu estupidez, tus ojos penetrantes, los pliegues minúsculos que se forman en tus mejillas cuando sonríes, la falsa dureza de tu rostro cuando te pones serio. No necesitas una pistola para ser duro.
Bastante más alto que yo, el tipo tiene los brazos largos exactamente tal como me los imaginé después de verte en el cine, y cuando te sonrío, cuando te digo hola, Bog, déjame llamarte así, no sabes qué decir, al principio no sabes qué decir, sólo reírte, un poco menos ruidoso que tus compañeros, pero te ríes, solo te ríes... Y te seguiste asombrando, yo te veo mirar como inmóvil, en pose, con los puños en guardia y apretados, pero claro, la cosa no se arregla con miradas, ojeadas o vistazos, qué tal si nos arremangamos vos y yo, como decía mi amigo el poeta. Qué tal si nos arremangamos vos y yo, ¡eh! Al saber que el secreto quedaba entre nosotros. Todo se termina cuando concluya esta historia. Te hice una pregunta. Capciosa. Fuera de lugar como para acabar con esto. Dije: Y vos ¿Qué sentiste cuando te conté que el tipo usaba tu perramo, el que tanto habías usado? Levantaste los hombros como ese, que se yo. Que importa. No obtuve respuesta. Miré el póster tuyo con bronca. Acordándome de ella. Y yo respondí con furia un trompazo que rompió tu imagen de pacotilla sobre la pared. Me dolió. Sí, ya sé. Pero parecía que se lo hubiese dado al mismo que me robo una ilusión. Eso sí, cuando vos venís a visitarme. Con ese sombrero. Dale, revoleá un poco esos ojos, esas muecas con el pucho en la boca. Hago catarsis. Me siento raro, un letargo casual con el cuál siento vértigos. Me sobreviven crisis de identidad.

Posdata sin rencor.
Nunca conseguí recordar muchas cosas como dije, sin embargo anoto una anécdota que contaba Galeano sobre el gran Obdulio, luego de la final de la Copa de Mundo del 50', el famoso 'maracanazo'. En los mostradores de Río de Janeiro pasó la noche bebiendo cerveza, de bar en bar, codo a codo, y abrazado a los vencidos. La mayoría de los cariocas lloraban desconsolados. Nadie lo reconoció. Al día siguiente, huyó del gentío que lo esperaba en el aeropuerto de Montevideo, donde su nombre brillaba en un luminoso cartel evocando la hazaña. En medio de la euforia, cuenta Eduardo, se escabulló disfrazado de Humphrey Bogart, con un sombrero metido hasta la ñata y un impermeable de solapas levantadas. Aunque el informe de situación no fuera el mismo el tipo huyo de igual manera. Desde esa vez, con Laura no fue lo mismo. Y no se asuste, que si no lo reconoce al fulano es porque nos arremangamos. Las marcas, los golpes, las magulladuras. La conclusión se la dejo a usted.- ©

Texto agregado el 29-12-2010, y leído por 320 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
07-12-2016 No creo que solo haya sido una pena de amor la que puso la bronca en tu puño para romper con la figura de H. Bogart. Cuando se viven las experiencias que algunos hemos vivido, nunca se llega a la trompada contra la vida por una sola causa. Se ama o no, se es correspondido o no, pero lo que no se soporta que sea una fuerza ciega e irracional la que nos destruye eso que veníamos viviendo. Un abrazo. Marthalicia
15-03-2016 Quería acotar que el cuento te va llevando por esos intricados caminos que tenemos los seres humanos y terminar una romántica noche a los puñetazos, aunque sea con la almohada solamente. Todo por el amor de una mujer hermosa. ¿Quién sería la dichosa Laura? Bueno, muy bueno. criterion
18-01-2011 Daniel, yo lei este texto ni bien lo subiste y me estremecio profundamente, me parece un derroche de sinceridad, un darse a mano llena, dibujas un hombre que ha pasado por espinas y aun asi, amó. Nunca hay que arrepentirse de los amores que se han sentido, aunque hayan sido alfileres prendidos en el pecho. Mildemonios
10-01-2011 Me identifique intensamente con tu texto, plasmas tan bien los sentimientos al grado de contagiarlos. Mis 5* kendra
30-12-2010 Buenísimo uno se entrega, se anima, siente, si después se termina, quien te quita lo sentido?******* pensamiento6
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