La Diabla
Cuando el preso Alfredo Muñoz despertó esa mañana en su celda, aspiró profundamente la ráfaga de aire que entraba del exterior; traía un olor extraño, no muy común para ese tipo de lugares… perfume de mujer. Alfredo estaba tumbado sobre su camastro mirando impaciente hacia las viejas paredes; esperaba con ansia la tan esperada noticia: la de su libertad.
La hermosa abogada caminó por entre los pasillos del Internado Judicial. Sus pasos cortos pero firmes hacían eco entre los pasajes de gruesos muros que, en silencio, atesoraban cientos de historias ocurridas en su interior; todas ellas conocidas por los presos, pero ignoradas para el mundo exterior. Se llamaba Alondra. Una mujer rubia y robusta que apenas acababa de cruzar los treintas. Era conocida en el ámbito legal como una persona de carácter férreo, pero nadie dudaba de su profesionalismo y rectitud. La determinación que mostraban sus profundos ojos verdes, causaba temor y respeto. Fernando Alvarenga, el joven sacerdote que trabajaba con los internos del penal, se cruzó con ella sin decir palabra. Ambos se habían enfrentado en los tribunales en varias ocasiones, pero él siempre parecía inmutable. Nunca le retornó el saludo. La abogada tenía que tramitar el indulto al detenido. El Capellán del Internado debía proporcionar una constancia de que el preso tenía buenas relaciones con Dios. Alondra se debía de presentar ante la secretaria para anunciarse y obtener una cita con él. Hasta ese momento, ella desconocía a la persona con quien debía tener la entrevista. Entró al amplio salón y lo esperó de pie, mirando absorta por la ventana. No pasó mucho tiempo cuando una voz la sacó de sus pensamientos. El sujeto se adentró en la sala cantando; su voz parecía como salida de un coro de ángeles. Al girarse, la abogada se llevó una gran sorpresa. Era Fernando el Capellán, el mismo sacerdote con quien se había enfrentado varias veces en los tribunales, sin tener la menor idea de quien era en realidad. Se notaba indiferente, mas a pesar de su atuendo clerical, no podía ocultar su gallardía; era muy apuesto y varonil.
-¿Así que tú eres la antipática de los encuentros?-le dijo. Ella quedó boquiabierta. No supo si fue por la pregunta que le hizo… o por que quedó embelesada con su presencia y su voz. En ese instante, experimentó un sin fin de sentimientos encontrados. No sabía si abofetearlo por tan insipiente comentario, salir corriendo indignada… o correr a refugiarse en sus brazos. Desde ese día, comenzó una bonita relación de amistad entre ambos; una muy buena ocasión para retener la constancia requerida para el indulto; misma que al sacerdote le prodigaba una excusa para verla. Las visitas de la abogada, por tanto, se hicieron más frecuentes ante la mirada atónita del preso en cuestión. Deseaba tanto salir de ahí, que nunca sintió tan larga la espera. Había cambiado tanto su vida, que la condena estaba pagada con creces, y solo esperaba el momento de respirar el aire fresco de la libertad.
Con el paso de los días y la frecuencia de las visitas, las cosas tomaron el giro esperado… simplemente no pudieron impedirlo. Habían comenzado una relación más allá de lo profesional, a escondidas. El apuesto capellán, no podía seguir ocultando más sus sentimientos; la naturaleza humana es tan frágil que solo aquellos que son puros de corazón pueden resistir los embistes de la de la tentación y las debilidades de la carne. La pasión desbordante de aquellas noches, llenaba con creces los vacíos inmensos que Alondra tenía, en sus días de angustiosa soledad. El no sabía si lo que estaba haciendo era pecado, pero lo que sí sabía era que estaba enamorado de ella y no quería hacer nada por evitarlo. Fernando le comunicó su decisión de abandonar los hábitos, no quería seguir escondiendo su relación en la clandestinidad. Alondra le pidió que no lo hiciera. Sin embargo, él le dijo que respetara su decisión. Alondra sintió temor ante la noticia. O tal vez sintió miedo de sí misma. Antes de conocerlo, no representaba para ella más que un rival en la contienda legal. Pero a partir del momento en se encontraron frente a frente, el flechazo le hizo cambiar de idea… y con ello provocó una revolución en los sentimientos, creencias y convicciones. Cuando lo miraba enfundado en su hábito clerical, le parecía como algo prohibido, lejano e inalcanzable. Pero al tenerlo entre sus brazos, parecía ser el más común de los mortales.
El apuesto clérigo abandonó el sacerdocio, no sin antes presentar su renuncia al Obispo de su Diócesis. También envió su carta de dispensa al Vaticano y con ello, vinieron calamidades a empañar el horizonte nuevo que su debilidad humana estaba aún por construir. La Madre de Alondra le hizo una visita inesperada. Ferviente católica, consideró que dicha relación con su hija era tan abominante, como sacrílega, y le rogaba que volviera a entrar en razón y se reintegrara a su Iglesia; que dejara a su hija en paz, y ella a él. Comenzó entonces un largo período de críticas, obstáculos, tristezas y alegrías…pero sobre todo, de un gran amor ardiente entre los dos.
Poco después de abandonar los hábitos, se integró al medio universitario para estudiar Derecho. No sé si fue porque de verdad quería continuar con la carrera, o por que quería estar cada vez más afín con su amada. Pero lo cierto es que se escribían cartas de amor a diario, y cuando llegaba el fin de semana, las leían juntos en medio de arrumacos y zalamerías; más tarde hacían el amor desbocadamente. Las horas se hacían eternas en la alcoba y la pasión era tan intensa como las llamas del mismo infierno. Después de un año de visitas semanales y de comunicarse por teléfono a cada noche, Fernando no soportó más la torturadora distancia y se trasladó a otra facultad para estar más cerca de ella. Las clases parecían no terminar nunca y una hora de camino para poder ver a Alondra, no era un obstáculo para él, simplemente era una endiablada tentación. Llegaba a verla todas las noches y regresaba a la Universidad al amanecer.
La madre de Alondra, terminó por ceder ante tal despliegue de pasión y locura, y aceptó gustosa la proposición de matrimonio que Fernando había hecho a Alondra. Sin embargo, ella titubeó. De alguna manera sintió que, por su parte, la relación se enfriaba. No tenía duda que lo amaba, pero había algo en su interior que no la dejaba tranquila; sentía un gran vacío. Con todo el dolor de su corazón, tuvo que decirle que no aceptaba su ofrecimiento. La noticia no pudo ser menos devastadora. Jamás en los años que tenía de vida, Alondra había visto a un hombre llorar como lo hacía Fernando. Era verdaderamente desgarrador. Yo fui testigo de sus lágrimas. Ella también sufría, pero sabía que debía de ser sincera.; con él, más que con nadie.
Desde un principio, Alondra intuyó con temor que, al dejar de ser un cura, Fernando se convertiría en un hombre tan común y corriente como los demás: con todos sus defectos… o peor aún, en un prisionero indefenso a merced de sus nuevas debilidades, sin embargo prefirió callar. Alondra se dio cuenta finalmente que, si así lo quería, lo podía manejar a su antojo, y prefirió alejarse de él. Fernando había caído del pedestal de lo prohibido, y de a poco, la pasión que otrora fuese la fragua donde forjara sus sentimientos, hoy se convertía en fuego abrasador que reducía en cenizas su más preciado deseo: casarse con ella.
Fueron muchas las ocasiones en que Fernando buscó a Alondra, pero la mayoría fueron infructuosas. Finalmente ella aceptó hablar con él. Salieron juntos como amigos a tomar una cerveza. Después del primer sorbo, Fernando abordó el tema que le estaba calcinando las entrañas. Le dijo que tenía en su mente y en su corazón una vida completamente hecha… solo con ella y con nadie más. Sin embargo, Alondra ya no podía corresponderle. Ella sufría tanto como él. Decidió por tanto no volver a verlo nunca más, ni como hombre, ni como amigo.
Alfredo Muñoz se sigue preguntando, hasta el día de hoy, si ha sido victima de las incongruencias de un litigio penal, o simplemente de las debilidades humanas. Esas debilidades a las que fueron sometidas dos personas que llegaron amarse de verdad: Fernando, un hombre de Dios que cantaba como los propios ángeles y que cedió ante los placeres y debilidades de la carne con gran pasión; y Alondra, una mujer inteligente y hermosa a quien, iróniamente llegaron a nombrar “La Diabla” por su atrevimiento. Lo cierto es que Alfredo aún se encuentra tras las rejas privado de su libertad... y contándo su historia entre sollozos.
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