Cualquier otro hubiera sudado tinta china antes de averiguarlo. ¿Quién había podido cometer aquel horrible crimen? Quien más, quien menos, todos en la empresa habían recibido sus afrentas gratuitas y sus hirientes ofensas. Todos tenían sus cuentas pendientes, pero aquello había sido excesivo. Aquel no era el modo de saldarlas. La lista de sospechosos era extensa, pero ¿quién de ellos guardaba tanto rencor acumulado?, ¿quien tenía el alma tan emponzoñada para llegar hasta ese extremo de crueldad? Yo lo supe desde el primer momento, pero, claro, yo, al fin y al cabo, soy el narrador omnisciente de este relato y ya estaría bueno que no lo supiera.
Hagamos un repaso somero de los hechos. Después de muchos años sin haberse realizado ningún acto de confraternización en la empresa, ese año, ante el deterioro alarmante de las relaciones sociales entre los empleados, Don Federico decidió, como presidente de la misma que era, tomar cartas en el asunto. Irían a pasar un fin de semana al campo, a desfogarse y desconectar del ajetreo de la gran ciudad. Con objeto de dar un carácter lúdico a la salida y, al mismo tiempo, fortalecer la salud física y el espíritu competitivo de la plantilla, se llevaría a cabo, siguiendo la moda de las grandes empresas internacionales (que por algo son grandes empresas internacionales) una batalla con balas de pintura.
El viernes por la noche llegó la expedición a un castillo medieval, rehabilitado como hotel de lujo, donde se alojarían esos dos días. El sábado por la mañana, siguiendo el guión preestablecido, dio comienzo la batalla. Al principio, todo el mundo se mostraba escéptico, cuando no abiertamente reacio, ante el juego que les había sido impuesto, pero, poco a poco, según transcurrían las horas, el interés en el mismo iba en aumento. Algunos terminaron tomándoselo tan en serio que se diría que sus vidas estaban verdaderamente en peligro. A media tarde, llegada la hora de comer, las tropas estaban exhaustas, pero el ambiente era más cordial y distendido de lo acostumbrado. Al sentarse a la mesa a comer, en seguida se dieron cuenta de la ausencia de Don Federico. No tardaron en encontrar, al lado del rio, su cuerpo sin vida y con la cabeza abierta. ¿Quién fue su vil asesino? ¿Quién mató a Don Federico? ¿Quién sustituyó el convenido cartucho de pintura por una de las balas de piedra que adornaban el castillo?
Luis, que había trabajado muy estrechamente con él, estaba ciertamente harto del señor presidente, harto de que se aprovechara de sus ideas y de que firmara sus artículos, en los que tanto tiempo y esfuerzo invertía. En ellos su nombre apenas figuraba, si es que figuraba, en una nota de agradecimientos, a pie de página. La gota que colmó el vaso se produjo la vez en que Don Federico no sólo se aprovechó impunemente de un trabajo suyo, cosa que ya era habitual, sino que además pasó a hacerle la vida imposible a partir de entonces. El motivo era la simple y pura venganza. Su amor propio no podía soportar que en las discusiones habidas durante la elaboración del trabajo quedara más que patente su escasísima capacidad intelectual. ¿Pudo ser Luis, cansado ya de mezquindades, el asesino de Don Federico? Ya os digo yo que no.
Juan provenía de una familia patricia y había estudiado en los mejores centros educativos del país. Su forma de comportarse era siempre sumamente caballerosa. Sus modales eran tan exquisitos como cautivadores. Tenía, sin embargo, una manía Juan y era la de la reciprocidad: exigía que las mismas formas refinadas que él empleaba fueran las que los demás emplearan con él. Por eso le enervaba la displicencia, cuando no soberbia, con que Don Federico le trataba. Le crispaba, por ejemplo, que, cada vez que se cruzaban por los pasillos de la empresa, el señor presidente no sólo no le saludara con el cortés y usual “buenos días”, sino que ni siquiera se dignara a mirarle a la cara. En esas ocasiones Don Federico, para no encontrarse con su mirada, pasaba a realizar los más bruscos giros de cuello que se puedan imaginar, y dirigía su vista ora a las baldosas del suelo, como buscando una improbable caca de perro, ora a las paredes, como buscando no se sabía muy bien qué entre los innumerables grumos de gotelé. Aquellas desconsideraciones no eran, en realidad, nada especialmente ultrajante, pero, a fuerza de repetirse una y otra vez, actuaban sobre su espíritu de forma semejante a la tradicional tortura de la gota malaya, minando poco a poco su carácter intrínsecamente bondadoso y tolerante. ¿Pudo ser Juan, cansado ya de desplantes, el asesino de Don Federico? Ya os digo yo que no.
Laura era la secretaria perfecta: trabajadora, simpática, guapa, lista y discreta. En resumidas cuentas, una chica encantadora. Realmente, tenía mucho mérito llevarse mal con ella y Don Federico lo había conseguido. La causa de ello era su indisimulado machismo. Un machismo que, en el mejor de los casos, le llevaba a comportarse de forma paternalista, excesivamente protectora, como si ella fuera una menor de edad, y, en el peor de los casos, se manifestaba en una actitud arrogante, cuando no marcadamente chulesca. En cierta ocasión, Laura se quedó todas las tardes de un trimestre entero realizando horas extraordinarias. Había que terminar cuanto antes un informe financiero al que se le había dado carácter prioritario. Una vez concluido el mismo, pasaban los meses y Laura no veía ni un céntimo de lo que se le debía por las horas trabajadas de más. Alguna vez en que le había comentado el hecho, de pasada, a Don Federico, éste no había hecho más que darle largas. Cuando ya iba para un año de infructuosa espera, un día se plantó en su despacho y le solicitó formalmente su remuneración. Al cabo de media hora el señor presidente intentó humillarla en presencia de toda la plantilla: extendió un cheque delante de ella y, a voz en grito, dijo: “¿Pero, vamos a ver, es que tú estás aquí por dinero? Dime cuanto quieres. Dime de una vez cuanto quieres y terminamos con esto”. Evidentemente, Laura no cobró nunca nada. Aunque logró cambiar de puesto de trabajo dentro de la empresa, y zafarse de la indeseable presencia de su jefe, nunca le perdonó aquella afrenta. ¿Pudo ser Laura, cansada ya de desprecios, la asesina de Don Federico? Ya os digo yo que no.
Alfredito era el típico pelota. Siempre le reía las gracias al señor presidente. Siempre le acompañaba allá adonde él fuera. Si don Federico tenía que quedarse trabajando hasta las cinco, hasta las cinco le esperaba para ir a comer juntos. Ya hablara Don Federico de fútbol, de informática o de física cuántica, siempre aplaudía sus opiniones, como si las hubiera pronunciado la máxima autoridad en la materia. Pero Alfredito no era un pelota desinteresado: el objetivo último de sus adulaciones no era otro que ascender en el escalafón de la empresa. Tras más de diez años de halagos rastreros, que no habían servido absolutamente para nada, Alfredito estaba al borde mismo de la desesperación. ¿Pudo ser Alfredito, cansado ya de esperar y esperar, el asesino de Don Federico? Ya os digo yo que sí. Os puedo incluso decir las últimas palabras que se cruzaron:
- ¿Pero, qué haces apuntándome, bobo? ¿No ves que estamos en el mismo equipo?
- No, nosotros nunca hemos estado en el mismo equipo. Me temo que aquí termina el juego para usted, jefe.
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