La sentencia estaba dada. Eran las siete de la noche y el sol se escondía despacio, como si no hubiera querido ocultarse. Con sus diecisiete años Donato Varza esperaba la muerte.
-En cuanto te duermas te dispararemos para que no sientas nada -
Aún era temprano y había dormido mucho durante la tarde.
-Hasta mañana me mataran- dijo para sí y se puso a leer. Se le veía tranquilo, los guardias trataban de platicar con él para averiguar porque estaba tan sereno, pero Donato reusaba la conversación. Clavaba la mirada en las hojas amarillentas de su libro y solo movía la cabeza ante las preguntas de sus custodios. A las ocho treinta de noche, le dio frio, el aire se colaba por la ventana que daba a la plaza y las paredes estaban húmedas por la lluvia que se había minado los días anteriores. Se recostó en posición fetal, sin soltar el libro, ni desviar la mirada un segundo de esas letras que cobraban vida solo para él en ese instante. Así paso largo rato, leyendo y pensando, y sintiendo, y recordando. Su cabeza era un avispero sacudido por esa enorme mano invisible que lo había puesto ahí. Cuando dieron las once de la noche, contario a lo que él había creído, empezó a sentir sueño, los parpados se le ponían pesados y un bostezo vino a su boca, pero parpadeo repetidas veces y recobro su viveza. Siguió leyendo. Después de las doce, volvió a sentirse cansado, y bostezo de nuevo. En cada bostezo el aire que entraba por su boca era el aire que traía la muerte. Y respiro muerte. Pensó en suspender la lectura pero algo mayor que el temor a la muerte lo hacía continuar. A las dos de la madrugada los parpados ya le pesaban, empezó a sentir hambre y bostezo otra vez. Y vio a los guardias que tomaban café y hablaban despacio sin dejar de mirarlo. Y pensó en los buitres. Y sintió un miedo nuevo. Y empezó a lagrimear involuntariamente. Cuando eran las dos cuarenta y cinco seguía leyendo, y las letras formaban palabras, y las palabras formaban oraciones, y las oraciones formaba ideas, y las ideas expresaban algo, y la expresión le hablaba de alguien, y pensó en ese alguien, y leyó vida. A las tres cincuenta ya el sueño era muy fuerte, más fuerte que su voluntad y por momentos los ojos se le cerraban.
-En cuanto te duermas te dispararemos para que no sientas nada- la frase se le repetía una y otra vez, como se le estuvo repitiendo toda la noche desde que al escucho.
Eran las cinco de la mañana y el sol regresaba de iluminarlo todo.
-No puedo morirme ahora- pensó Donato.
Se puso en pie y cerro el libro; ya casi lo había terminado de leer, solo faltaba unas cuantas hojas, pero no habida encontrado aún la frase que buscaba. Y no lograba recordarla.
Al ponerse en pie las piernas se le doblaron, pero sabía que no dormiría ya. -El cuerpo puede resistir más de día que de noche cuando de dormir se trata- penso paar darse animo. Se asomó por la ventana y las mujeres del pueblo pasaban apresuradas hacia el molino. Sus ojos querían verlo todo, llenarlos de imágenes y de vida, pero extrañamente empezó a parpadear despacio, luego a llorar, y bostezar continuamente. El sueño de la muerte lo estaba abrazando y lo obligo a sentarse en el suelo junto al libro que alcanzo a tomar y a abrir descuidadamente. Fue entonces que salto ante sus ojos soñolientos aquella frase que buscaba y que había escuchado repetir a su madre muchas veces pero que el no había podido recordar.
“Porque nada nos podrá separar del Amor de Dios ni la vida ni la muerte, ni lo presente ni lo provenir” al terminar de leer, cerro el libro, cerró los ojos y empezó a balbucear una oración incomprensible aun para él, y nació de nuevo. Y durmió.
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