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Inicio / Cuenteros Locales / ilililililililililili / La historia incompleta y extraña de un hombre autodestructivo

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Debo hablar de esto no como escritor. Tratar de diluir mi prosa en un texto que sólo trata de ser expositivo sería tan profano como los hechos sobre los que habla. Todo ocurre cerca de mí sin invadirme. [Los hechos a los que tanto tiempo les quise poner tinta y que no me imaginé haciéndolo después de su muerte] Siempre lo traté como a un experimento. Inspiración extra para mi trabajo. Soy un farsante; qué sigue después de esto: relatar su vida y ya está o relatar su vida y vender la historia, cambiaría su nombre al menos; qué más da, está muerto ahora. Nadie va a pararme el carro: cualquier parecido con la realidad es coincidencia. Me doy asco.
Desapareció un mes entero la primera vez. Algo lo secuestró; no alguien, algo. Me lo dijo y asentí y no puse demasiada atención. En mi cabeza había estado vagando: acostumbraba visitar cementerios, abusó de los analgésicos, perdió el conocimiento. Un mes es un tiempo absurdo, pero absurdo era él.
“Ahí estaba”, me dijo, “Me dolían los brazos, me dolía el pecho, me dolían los hombros, me dolía la espalda; como si con ácido me hubiesen bañado.
“Pero no podía saberlo, estando atado decir algo es inútil. Mis heridas sangraron nuevamente y eso fue bonito. Se veían hermosas, casi perfectas. La perfección para mí, concepto que conoces; mi obra de arte completa. Tanto tiempo hace que dejé de ser hermoso y perfecto. Estoy tan cerca de recuperarme. Y alguien me odia”.
“¿Quién te odia?”, le pregunté mientras tomaba apuntes.
“No lo sé”, me dijo, “en el lugar donde me encontraba sólo había una puertecita que crucé para salir y me debieron hacer cruzar para entrar; también noté, en la pared, una ventana muy pequeñita. A través de ella pude ver los árboles mecerse y pensé que debían ser muy altos porque no parecían estar cerca. Mi única compañía eran dos arañas que nunca me dirigieron la palabra. Una era grande. Otra más pequeña no parecía temerle. No se comían entre sí. La grande permaneció sentada, esperando en el centro de su telaraña a que algún bicho picase el anzuelo para poder devorarlo juntas. No entendí por qué eran amigas, pero lo eran y mucho”.
Desapareció dos veces en el tiempo que vivimos juntos. Llegué y traté de pasar directamente a su habitación. Le gustaba leer los poemas de mi novia y tenía los más nuevos para mostrárselos; ella los escribía a partir de mis anotaciones sobre él. Admiraba la escritura de mi novia, pero siempre menospreció la mía. A mi prosa la critican, no lo puede evitar; es una pobre, sin estilo propio, sin nada. “Yo estudie y él no”, me consolaba, “no puede criticarme”. Luego encontré su diario.
La pasta corroída. No intencional. Muchas páginas faltantes; muchas arrancadas.
Su habitación permanecía cerrada, atrancada con una escoba; el esfuerzo para entrar siempre era doble. Nunca abría, así le tocase, así le gritase, se estuviese acabando el mundo. Yo debía abrirme camino.
La sangre brotaba de la arteria atrofiada. La navaja en su mano izquierda se había clavado hondo en un brazo destrozado que yacía desmembrado en el suelo. Derramamiento de viseras vitales por herida de bala; la causa de la muerte. Ésta no es la manera en que él quería morir. Me lo dijo, me lo repitió: morir en una tumba, bajo tierra; algo loco, tafofílico. Luego encontré su diario.

-Abril.
La escultura estaba demasiado lejos de ser perfecta. El artista parecía satisfecho. De no haber estado satisfecho no presentaría ante tantas personas esos pechos bizcos. Les regalaba una sonrisa a los asistentes que se detenían a mirar la escultura, aunque fuese por pocos minutos. Luego, aunque de eso él ya no se enteraba, se reían disimulados cuando la distancia era prudente. Mi madre y un yo de siete años miramos la escultura por poco más de un rato.
“El mármol era perfecto”, dijo mi madre, “de la perfección puede brotar cualquier cosa. Este hombre logró joderla, logró convertir la perfección en mierda. Cuando un músico, un escritor o un pintor parte de una nada para enfrentarse a la apatía se libra una batalla incontable, una guerra espiritual en contra de fantasmas. Su alma sangra tras sus manos llevan a cabo la creación. Se hace válido el derecho al dolor de ofrecer al mundo una parte de la mutilación. El que no conozca ese dolor, ahora mismo que me lo pongan enfrente y le escupo la cara por farsante. Cuando tienes en tus manos una gran porción de perfección, una pequeña caja de Pandora de la que puede brotar cualquier cosa sólo debes mantener ese equilibrio. Ser perfecto. Si no se es perfecto la perfección le queda a uno grande. Incontrolable e iracunda. Es un peso imposible en los hombros y entonces se esculpe una Venus con los pechos bizcos. Es mucha responsabilidad”.
“¿Mamá, yo soy perfecto?”, le pregunté. Tiré de su vestido negro, bombeado en la cintura, sujetado por un listón más negro. Mi madre solía enfurecerse cuando le arrugaba la ropa importante, pero no dijo nada esta vez. Quizá no lo notó, como desde hacía minutos no me notaba a mí.
“Sí hijo, eres perfecto. Eres un bloque de piedra de mármol pendiente de esculpir. Te espera dolor y sufrimiento; recuérdalo: sin dolor no hay arte, sin sufrimiento no hay perfección”, me respondió e ingirió dos pastillas más de oxicodona. “No sé cuánto más necesito yo para ser perfecta”.

-Julio.
Siempre tuve miedo de las aves negras. Soltando plumas y revoloteando en mi cara me enseñaron a temerles. “Sólo les temes porque son negras”, recuerdo a mi compañero de casa diciéndome, “¿por qué no les temes a las palomas?”. “Les temo, pero puedo soportarlo, hasta disimularlo”, le respondí, “cuando miro una paloma blanca no siento que moriré. No siento la desesperación que es tan grande para romperme en dos. Tampoco siento el cuerpo frío. No hay mundo alguno que se haga pedazos. No hay nervios que exploten uno por uno; no dejan de responder“.
“¿Y si alguna vez te atacaron?” Dijo Ignacio. Llegar al fondo de ese misterio ya no me interesaba, descubrirlo no cambiaría nada, no significaría nada. Si algo pasó y lo olvidé allí en la oscuridad habita mejor.
“Quizá las viste carroñar.”
“He visto muchas veces cómo carroñan”, le dije. “Viví durante diez años en el rancho del abuelo en algún lugar de Puebla. Pasé gran parte de esos diez años en los sembradíos de elote bajo el espantapájaros improvisado. En vez de la paja había nacido de la unión de unas almohadas por un mecate que empaladas se mantenían de pie. Sus ropas eran harapos: lo que alguna vez fue un conjunto deportivo con sudadera, playera y pants. No tuvo rostro hasta que con un marcador le dibujé uno: dos ojos en forma de letra u invertida y una sonrisa de media luna. Era el único lugar en el campo libre de zopilotes y tordos. Las urracas comen murciélagos y rara vez caminan en el suelo y yo nunca trepé a los árboles. Esa área de seguridad era perturbada a veces. Cada que un animal muere entre las mazorcas los zopilotes bajan sin importarles nada. Es un festín que el hambre les impide rechazar. Comen carne y gusanos frente a mi petrificada humanidad. Mis gritos se ahogan, pero si lograran escupirse serían chirridos. Y entonces el primer espasmo de respuesta corporal hundiría mi cara en la tierra; apretaría los puños contra el suelo creando agujeros, como si cavase mi propia tumba porque cada vez me sumergiría más. Trataría de pensar que así es como se evaporan los aleteos, picotazos y el chapoteo de la carne devorada y de los órganos penetrados por esos picos cubiertos de sangre y caca; con pellejos colgando, impregnados de la comida mal digerida del estómago de la mula. Pensaría que el olor de la muerte se olvida bajo tierra. Y así, al sumergirme me olvidaba de todo, era mi gran escape.”
“Eso se llama tafofilia”, dijo Ignacio emocionado por mi relato, “cuéntame más, algo de provecho sacaré.”
Ignacio es escritor, eso dice su tarjeta. Su carrera está más que estancada desde hace años. Se mantiene vivo como crítico literario de un sitio de tercera en internet. La historia de su vida cuenta sobre un aspirante a narrador que a la mitad de sus estudios descubrió que nunca lo sería. Ignacio es de aquellos románticos y sentimentales de clóset que le embuten la poesía a la narración y al final no hay ni poesía ni narración, sólo una lluvia de palabras rimbombantes que, una detrás de la otra, componen un intento de intelectualidad que a pocos toma el pelo.
“Hay tres cosas que huelen a muerte”, le conté a Ignacio. “La primera es la muerte misma; la putrefacción. La segunda crece dentro de ti y espera. No es un aroma que pueda olfatearse y es tu tiempo de vida. Cada vez estás más cerca; cada vez apestas más. Las aves lo conocen, no sé si pueden olerlo, pero lo conocen y lo perciben y lo tienen presente. Si tu muerte está próxima las aves son las primeras en saberlo. En el rancho del abuelo vivía una vaca pequeña. Muy sana trotaba por el solar. Tres zopilotes se sentaron en una barda cercana. Sumieron sus cabezas en el cuerpo y esperaron. Aurelio, un toro, saltó del corral y mató a la vaca pequeña, de dos o tres cornadas rasgó el vientre y con sus coces destrozó el joven cráneo. Tranquilamente, Aurelio volvió a su corral y los zopilotes comieron hasta hartarse. Esos hijos de puta sabían muy bien que la vaca pequeña estaba a punto de morir cuando nadie se logró explicar nunca por qué el animal le mató. La tercer cosa está relacionada con el espacio-tiempo y los niveles de realidad. Es un aroma que perdura. Si alguien muere ensimismado en una gran pena, en un espacio confinado y solo, escupiendo alaridos, abriéndose la piel con las uñas por la desesperación, como un cataléptico en su ataúd, como las personas ancianas sin familia; el olor a muerte perdura. Es un bonito aroma.”
“Tú tienes eso”, dijo Ignacio, “tienes tus criptas, duermes en ellas. Tienes tu tierra y tus agujeros. Me has dicho que te sientes completo al sentir tu rostro cubierto por la oscuridad de las paredes. Dices que es tu salvación, tu escape. Me has contado sobre tu suicidio perfecto: encerrado en un ataúd seis metros bajo tierra. Y no te diré que no me parece absurdo tanto embeleso por los cementerios y los muertos y las criptas, pero es a lo que llamaría coherentemente absurdo. No te limitas a hablar, ni a los dramas de adolecentes; tú sales y lo haces, vives tu afición.”
“No es una afición”, lo interrumpí.
“Como sea”, continuó sin mirarme. Tomaba algunos apuntes como si me entrevistase. “Si tienes eso, ¿por qué te sigues haciendo daño?”
“Me esculpo.”

-Enero
Alguien me odia.
No puedo ver. No puedo sentir. No puedo saber, pero lo sé. Sólo lo sé. Él me odia y no puedo entender por qué.
Las cicatrices en mi pecho y hombros son marcas tan únicas como las de una cebra.
“¡¿Quién eres?!”, grité.
Es estúpido gritar cuando no se sabe si alguien escuchará. Todo tranquilo. Sin ruido. Ahí estaba yo: solo con unas arañas y un foco de luz tan tenue que su color ámbar me tenía de dorado la piel.

-Diciembre
Mi madre decía haberle perdido el miedo al dolor desde pequeña. Decía haberle perdido el miedo al dolor y que su siguiente paso fue perderle el miedo a caer al vacío. Los últimos días que la vi viva noté en su rostro y caminar la falta de alma. Ése debió ser el escalón final. Porque para arrojarse desde seis pisos, el dolor debe ser tan fuerte para torcer la normalidad sensorial de la vida e inhibir hasta el más básico instinto de supervivencia. El suicida camina como si no tuviese alma.
Mi madre contó una historia en una cena de navidad en casa de mis abuelos paternos. Mi padre tenía años de muerto y yo casi ni los conocía. Fue una cena triste. Mi abuela rellenaba su boca con frijoles refritos y chiles fríos en un esfuerzo por no llorar. La historia fue la de la vez que estuve a punto de morir. Los doctores me amenazaron con poco tiempo de vida. Por razones desconocidas caí en un coma del que milagrosamente desperté. “Creo que llegó a estar muerto por unos segundos”, les contó mi madre, “cuando lo dieron de alta lo llevamos a casa y durmió toda la noche. Fue un mes muy difícil; dos semanas antes de la enfermedad del niño falleció mi padre Rómulo. El niño lo llamaba tata Romu”, me miró, preguntó si lo recordaba. “El día después del coma me desperté y lo encontré mirando por la ventana con una cara de rabia. No parecía estar viendo algo en especial. Afuera sólo había árboles, cielo, pasto y tierra, pero aun así rabiaba. No quiero ir con tata Romu, me dijo, no quiero ir con tata Romu. Lo repitió una, dos, muchas veces en cinco minutos. Su berrinche cada vez era más grande y traté de calmarlo antes de que golpeara la ventana o a mí. No tienes que ir con Rómulo, le dije. Él me lo pide, respondió, me lo pide cada noche”. No recuerdo haber estado alguna vez en coma, ni soñado con el abuelo. Sería algo fascinante, pero no lo recuerdo y suena más a una de las mentiras que mi madre se repetía tantas veces a sí misma que llegaban a sonar como verdades. Se convencía de cosas, lo hizo toda su vida.

-Junio
El que me odia no me deja opción. Ya lo sabes, que sean seis metros. Sin ataúd, sólo tierra. Espero llueva en los próximos días, me encanta tanto el olor de la tierra húmeda.

Texto agregado el 27-12-2010, y leído por 150 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
27-12-2010 Muy bueno. susana-del-rosal
 
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